A veces los temas se alinean como los planetas. En las
últimas novelas recién publicadas que he leído siempre sale el tema del marido
aventurero que vuelve al hogar con las orejas gachas. En Franzen era un carrusel
de encuentros y desencuentros y casualidades naïf; en McEwan, el punto de vista
de la mujer engañada, y ahora, en Banville, el del adúltero adulterado. Sus
respectivos autores están en la edad. Banville tiene ya setenta, McEwan anda cerca,
y Franzen está en esa adolescencia cincuentona desesperada que tanta vergüenza
ajena suele provocar. Se diría que los dos británicos ya están en esa segunda emoción, la del recuerdo de la
mediana edad, de cuando ellos mismos estaban en situación de hacer las últimas
locuras, por más que se trata de un tipo de desesperación que, por lo que veo
por ahí, dura varias décadas, casi hasta que las fuerzas abandonan a uno y, más
que asumir la vejez, se la traga toda junta.
En todo
caso, se puede hacer mejor o peor. La novela de Franzen ya la tiré a la papelera,
pero las otras dos son de categoría. La
ley del menor, como siempre en McEwan, había trabajado mucho el argumento,
lo había podado de cualquier subtrama superflua, y había diseñado con escuadra
y cartabón el melodioso movimiento de la trama. Asumía las normas de siempre de
un relato, las proporciones adecuadas, y ponía la prosa, clara y pertinente,
nunca digresiva, al servicio del argumento. Banville, en La guitarra azul, procede desde el otro extremo, un argumento a
grandes rasgos, con los hechos enunciados como meros peldaños de una preciosa
escalera modernista cuyo barandal de madera de cedro ha sido torneado a mano
por pacientes carpinteros japoneses, especialistas en pétalos. Lo que ocurre ya
ha ocurrido, es el resumen de lo que sucedió. Las escenas no se centran en los
hechos sino en las consecuencias de los hechos, en el estado de ánimo que dejan
los hechos. El estar pasando es lo de menos en cuanto a las acciones, pero no
en cuanto a los detalles.
El narrador es un pintor (un pintor
en horas bajas, ciertamente), de modo que Banville, en vez de escribir la novela,
la ha pintado. Las escenas son cuadros escritos con una capacidad de
observación poco frecuente, en todo caso pictórica, porque solo se fija en los
detalles, muchos aparentemente irrelevantes, que requerirían una pincelada: el
pliegue de los pantalones de un anciano por encima de las rodillas cuando se
sienta en el sillón, la mano de un cristo de plástico que cuelga de un hilo
antes de que lo ensamblen en la cruz de madera, el rayo que refleja en un pomo
de una puerta y empaña la escena de una veladura de color melocotón. Esos
detalles que le bastan a un pintor para caracterizar un personaje o una estancia y que nunca
tienen que ver con la acción del
cuadro. Los diálogos suelen quedar, más que interrumpidos, suspendidos en la
descripción del ambiente en el que se desarrollan, porque también el
protagonista trata de bregar con las vulgaridades de la vida real y su única
patria son esos detalles en los que perder la mirada cuando todo lo demás lo
está señalando a él severamente con el dedo. Las descripciones son pertinentes
porque son espléndidas y porque nunca resultan decorativas. Son el modo
estético en el que piensa el personaje, siempre a la caza de le mot juste, sin por ello desinflar el
brío de la narración ni empastar una superficie irisada que corre como la seda. La cita de Flaubert, y en cursiva, es de Banville.
Todo es pintura: el modo de
composición, el punto de vista, los trazos de los personajes, las escenas de
sofá. Es fácil, aunque no se identifiquen las muchas alusiones que hay en la
novela, darse cuenta de que las escenas están imaginadas como si fuesen óleos y
descritas como si el autor los estuviera mirando en ese momento, a veces con
una lupa. Era una de las técnicas favoritas del modernismo de principios del
XX, subordinarlo todo a un referente que en condiciones normales sería un
detalle de ambientación, conseguir la distancia justa, ni tan corta para que
las emociones sean explícitas ni tan larga para que resulten despegadas. El protagonista y narrador padece un
derrumbamiento contemplado con toda la dignidad de un sibarita. Su humor es el
del condenado a muerte que protesta por la combinación de colores con que han
pintado las paredes de su celda.
El artista ve de lejos pero
también de cerca. Es una condena eso de no poder pasar de largo los detalles
patéticos que inundan la existencia y que solo gracias a que no los percibimos
podemos plantearnos siquiera la posibilidad de ser felices. El fatalismo es
hiperestésico, pero el resultado, al menos en este libro, muy sugerente. Todo
está teñido de sombras ácidas, pero también se percibe la tensión del aire
cuando hiela. No es ausencia de emoción sino tristeza contenida, por mucho
sarcasmo que utilice, y un catastrofismo que es como el maquillaje de las heridas:
más que disimularlas, las dignifica, y en esa dignidad dolida, en ese elegante
dejarse caer al abismo y asumir la derrota final queda en la retina el elegante
vuelo de un ave marina que cruza por delante de la ventana justo cuando nos
daba la impresión de que el mundo había terminado.
¿Personajes? Ah, bueno, sí… Un
marido agraviado y agraviador, simétrico del protagonista, pobre hombre. Dos
mujeres (mucho más jóvenes) enfrascadas también en sus urgencias, sea atender a
unos padres ancianos hiperrealistas, sea tener un hijo folletinesco, que invariablemente
aman con desprecio, es decir, con propósitos redentores y facilidad para perder
la ilusión, más algún característico tipo los que saca Marías, gente
inverosímil que se ha salido de alguna sátira clásica para hacer un cameo.
Hablando de Marías, leí una
entrevista con Banville en la que le preguntaban por qué tenía tanto éxito en
España. Irlandeses y españoles tenemos muchas cosas en común, empezando por esa
facilidad para sobreponer la estética a la ética, para enjugazarnos con el
medio de expresión y descuidar el contenido, o al menos intentarlo y mientras
tanto guardar la compostura. McEwan es inglés, práctico, sin confianza en lo
superfluo, preciso, medido. Banville es de un país católico y, como decía en la
entrevista, en el fondo no escribe en su lengua materna. Es lo que le pasaba a
Joyce, no podía dejar de acariciar el lenguaje en vez de limitarse a emplearlo.
Siempre fue una lengua distanciada, como para pintar con ella. Nos suena muy
familiar este regodeo brillante, de prosa miniada, trabajada con limpieza y
precisión, en detrimento de una trama que tampoco parece importar demasiado a
quien la cuenta, en la medida en la que es su propia vida la que siente ajena.
John Banville, La guitarra azul, trad. de Nuria Barrios, Alfaguara, 2015, 287 pp.
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