Igual que se hace a la entrada de los cines o de los teatros, los personajes de las novelas deberían desconectar sus teléfonos nada más empezar el libro. Y los autores, de paso, también. De lo contrario puede suceder que los héroes no salgan del tweeter o que los escritores copien a destajo simulacros de documentación que no son más que un refrito de resúmenes y cortapegas. Es lo que ha hecho que Valor, la novela de Clara Usón, me haya parecido más bien floja.
Igual podría empezar diciendo que esta novela cuenta tres interesantes historias que se entrecruzan en el espacio y en el tiempo como ejemplo de un sentido del valor lamentablemente perdido, que es lo que dicen todas las agasajadoras críticas que he visto por ahí y que me movieron a comprar el libro. Pero yo soy muy quisquilloso con la invención. Con más o menos intensidad, con más o menos lirismo, creo que el novelista está moralmente obligado a inventárselo todo. Para dar lecciones de historia ya están los profesionales del ramo, y para denunciar hechos históricos poco conocidos, las revistas especializadas o los suplementos dominicales. Detesto la superchería de la documentación. Si hay tantos miles de novelistas actualmente es porque no se les exige tanto que tengan imaginación como que nos cuenten cosas. Y si son verdad, mucho mejor. Ese contrasentido hace que muchas veces me irrite leer novelas que han suplido la imaginación pura por los datos fehacientes y las estructuras originales.
Igual podría empezar diciendo que esta novela cuenta tres interesantes historias que se entrecruzan en el espacio y en el tiempo como ejemplo de un sentido del valor lamentablemente perdido, que es lo que dicen todas las agasajadoras críticas que he visto por ahí y que me movieron a comprar el libro. Pero yo soy muy quisquilloso con la invención. Con más o menos intensidad, con más o menos lirismo, creo que el novelista está moralmente obligado a inventárselo todo. Para dar lecciones de historia ya están los profesionales del ramo, y para denunciar hechos históricos poco conocidos, las revistas especializadas o los suplementos dominicales. Detesto la superchería de la documentación. Si hay tantos miles de novelistas actualmente es porque no se les exige tanto que tengan imaginación como que nos cuenten cosas. Y si son verdad, mucho mejor. Ese contrasentido hace que muchas veces me irrite leer novelas que han suplido la imaginación pura por los datos fehacientes y las estructuras originales.
Lo que hay en Valor de novela, de invención, es bien poco: una adolescente boba (como si eso fuera una identidad necesaria) quiere burlar a su madre, que la tiene castigada, y hacerse gogó. Como idea no es más que una idea, y allí se queda, sin desarrollar hasta las últimas ochenta páginas (y de paso cercenar su crecimiento), porque, en un alarde de modernidad, la autora reboza esa mínima historieta con centenares de páginas sobre el levantamiento de Galán y García Hernández, primero (con la coda del fusilamiento posterior de algún pariente) y con un resumen de la siniestra historia de Croacia rematado con una historia de amor más allá de la muerte y por ahí. Lo inventado, lo imaginado, lo no copiado no creo que llegue al treinta por ciento del libro entero, y tampoco es nada que se salga del estereotipo televisivo. A partir de ahí, es muy difícil que me guste una novela, la verdad.
Porque somos muy vigilantes con el plagio pero nada con la copia. La autora copia literalmente todo aquello que se toma la molestia de escribir en cursiva, pero casi literalmente, y en un estilo que no es el suyo, y que no parece siquiera que lo haya impostado, casi todo lo demás. Una novela histórica no consiste en resumir un libro de historia y ponerle diálogos en los que aparezca de vez en cuando, en medio de la hojarasca retórica heredada, algún vocablo coloquial, por mucho que se quieran estirar las causalidades narrativas. Documentar es ambientar, no meter un documento de matute. En ese fango fraudulento quedan ahogadas las posibilidades de los personajes, entre simples y planos, cuando no estúpidos, que no se desarrollan porque cada vez que la narración necesita un narrador la autora nos coloca un fajo de folios ajenos sobre algo que no tiene absolutamente nada que ver con la historia. Es como si empiezo un cuento diciendo “Érase una vez, en Cuenca”, y acto seguido copio cien folios sobre la historia de Cuenca, y luego lo remato con un relato breve, y a eso lo llamo novela.
Así que sospecho que este libro era un relato breve que la autora ha inflado metiendo todo lo que tenía encima de la mesa, viniera o no a cuento, y sin dejar el teléfono en paz. La estrategia es muy antigua. Decía el maestro Julio Caro, allá por los 80, que el periodismo de opinión de la época consistía demasiadas veces en elegir dos ideas que no tuvieran nada que ver y escribir hasta encontrarles un punto en común. Así, en esta novela, el único motor de atención e interés se reduce a qué demonios tendrá que ver la rebelión de García Hernández o las bestialidades de los católicos croatas en la Segunda Guerra con la adolescente ñoña, cuya presencia se intercala en la narración pseudohistórica sin solución de continuidad, y cuyo vínculo final es tan forzado que da un poco de risa.
Si esto fuera una novela, tendríamos que valorar su ritmo, el dibujo y desarrollo de sus personajes, la consistencia de su argumento, el equilibrio de sus partes. Aquí no puede hablarse de nada de eso porque todo está tapado bajo un rimero de apuntes de historia. Doscientas páginas después de comenzada la lectura sabemos de los personajes de ficción poco más que sus nombres y su condición de típica madre separada, típica hija adolescente de madre separada, típico padre gordo y putero que viene a recoger a la niña. Y nada más. Bueno, también hay un franciscano gay (tratado sin demasiado tacto) y un pariente valeroso (tratado sin demasiada enjundia) para que las otras dos historias también parezcan literarias.
En realidad, tan solo en las últimas 80 páginas se puede hablar de narración, de novela (en un libro de trescientas y pico). Mati, cuarentona responsable de banca que ha estafado con las preferentes a todos sus allegados, contrata un muchacho libanés para fardar con él en un hotel de Benidorm y, se supone, tirárselo. Está desesperada por su hija con daño cerebral (la adolescente que quería ser gogó) y compone uno de esos personajes desagradables, muy Chirbes, a los que el narrador no da prácticamente ninguna posibilidad. Es, ese final, una novela corta narrada con cierto apresuramiento y la clásica zanahoria para un lector contemporáneo (follarán, no follarán), que a un lector no contemporáneo como yo le resulta gratuita, incluso un poco irrespetuosa, y no por motivos morales sino intelectuales. Como decía Saura de su maravillosa película La caza, primero hay que contar lo gordo y luego ya veremos.
O sea, que en esas 80 páginas finales, y en las 20 iniciales, había una novela que necesitaba desarrollo, personajes menos esquemáticos y con más vida. La historia merecía la pena, siempre y cuando se nos dejase de sermones y de un asco que la autora siente por sus personajes y que infecta la lectura; siempre y cuando se indagase en ellos, se les dejase hablar, se les dejara ser. ¿Y a qué viene entonces la larga y tediosa historia del rebelde Galán o la más larga e impertinente (y cruda y asquerosa, como toca) historia de Croacia? Ahí viene lo peor, lo que invalida la novela entera: resulta que la niña, que está en coma (la niña dejó de interesarle cuando tenía que actuar, que estar viva) sufre una regresión y sirve de médium a un cura croata que cuenta las barbaridades que hacían en un campo de concentración. Si quería escribir otras Tres vidas de santos, sospecho que los héroes habrían gozado de más dignidad sin esas coincidencias de taller literario.
Las tres historias, eso sí, hablan de valor: el valor de Galán, el valor final del franciscano croata y el valor del gigoló libanés de gran corazón. De acuerdo: tenía una historia, una novela y, en vez de desarrollarla, le emplumó otras dos que solo tuvo que, digamos, interpretar.
Que lo llamen como quieran: estoy harto de trucos, de empalmes, de resultas y de cortapegas. Si no soy objetivo con esta novela es porque una novela, por mucha vanguardia que se le meta, lo primero que tiene que ser es eso, una novela, un mundo de gente que vive unos días en tu imaginación, a quienes oyes y comprendes, con quien te ríes y lloras. No hace falta que atemos al lector de una correa, ni que juguemos con subtextos ni pamplinas, ni que apliquemos las normas televisivas (de vez en cuando me venía tamién el aroma televisivo de Jaume Cabré). Hace falta que nos pongamos detrás de los personajes, no delante, y que los veamos andar. Había un par de buenos personajes en esta novela, y un final que se veía venir porque la autora ya nos había puesto unas miguitas como pedruscos a lo largo del camino, y uno siente a veces que no se ha hecho justicia con ellos, que para tratarlo así no merece la pena echar un personaje al mundo. Qué se le va a hacer.
Clara Usón, Valor, Seix Barral, 2015, 319 p., 19€
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