16.4.19

Padres e hijos


A Baroja le gustaban las genealogías por lo que tienen de curiosas, y a Valle-Inclán por lo que tienen de sonoras. Contaba Umbral —lo había leído en Pérez Ferrero— que cuando un día Baroja paró a Valle por la calle de Alcalá y le enseñó unos papeles con su genealogía, don Ramón lo mandó a la mierda. El caso es que Valle se inventó a sus antepasados y Baroja investigó en ellos. 
Por ahí empieza Goñi su A contrapelo, por el pasado legendario, como corresponde, con la leyenda de don Teodosio, que mató a sus suegros sin querer y luego expió su culpa en el monte Aralar. Como dice Goñi, esta leyenda la contó Carmen Baroja, la hermana de Pío, en uno de los artículos que hace bien poco ha editado su nieta, Carmen Caro. Pero Julio Caro, en Ritos y mitos equívocos, tiene un capítulo muy extenso sobre esta tradición, en cuyas primeras páginas cuenta cómo su madre y sus tíos escucharon, de chicos, esta historia de don Teodosio de boca de la tía Cesárea, la tía Úrsula de Shanti Andía, a la que Pío dedicó unas páginas en sus memorias, entre otras razones porque, como después nos dice Javier Goñi, fue ella quien le hablaba de Eugenio Aviraneta. 
Uno de los aspectos interesantes (y estudiables) de los artículos de Carmen Baroja es que en mucho de ellos resumió y divulgó aspectos etnográficos y legendarios que o bien ya estaba estudiando su hijo o los iba a desarrollar (el tema de las brujas) en grandes títulos de nuestra cultura. En aquella casa se leía a Frazier, y el joven Julio escribió un obituario del maestro, cuando aún no sé si estaba traducido siquiera, en el que demostraba conocerlo muy a fondo. Madre e hijo trabajaron sobre los mismos temas. Quizás el hijo proporcionó a la madre materiales para sus artículos, quizá la madre proporcionó al hijo ideas para sus investigaciones.
Pero la historia de don Teodosio, en el libro de Goñi, viene a cuento por otra relación familiar, la del padre del autor, elegantemente vinculado con la propia Carmen Baroja en un final de capítulo/relato que cierra y abre, porque las relaciones familiares continúan. A los 17 compró el padre del autor El árbol de la ciencia, y leyó el autor, y a los 17 ha leído su hijo el libro que compró su abuelo. El amor a los libros es hereditario. Los libros, sus ediciones, son el material genético. Jon Juaristi nos cuenta en Los pequeños mundos un rito parecido, el de iniciar a su hijo en la lectura de Shanti Andía como su padre lo inició a él. En los dos, Baroja es el el sujeto de la advocación, el altar en el que se queman las hierbas olorosas en loor al dios de los libros.
Mil veces multiplicaría Goñi la herencia y, por lo que a las tradiciones respecta, se ocuparía en conocer a fondo la literatura sobre Baroja, los testimonios contradictorios, las suposiciones más o menos fundadas. Está muy bien, por ejemplo, el pasaje sobre si Baroja tenía o no la puerta abierta en su casa de la calle Alarcón. Goñi conoce muy bien lo que se escribió al calor de esa tertulia, más del lado Benet que del lado Cela, claro. El Baroja que aparece en este libro es un Baroja que arrastra las zapatillas, que es el que más cantaron sus fieles, es decir, del que más material de primera mano tenemos. «Me interesa mucho este Baroja crepuscular que Baroja iba publicando , aquí y allá, en los años cuarenta», dice Goñi, cuya vida entre los libros marca hitos tan hermosos como irse a París a visitar a una novia y que esta le regale la biografía de Pérez Ferrero. Hay algo borgiano en el fondo de este libro, y no solo por las coincidencias paternofiliales, esas rimas del tiempo de las que hablaba Auster, sino porque el autor trata de libros con los que tuvo algún contacto personal, como si se hubiera metido en ellos y, en más de un caso, se hubiera tomado un café con sus autores, caso del polifacético Marino Gómez Santos, que escribió (y leyó) mucho sobre Baroja (y sobre Santiago Martín El Viti, y sobre Sarita Montiel), uno de esos personajes que se sientan a la mesa del protagonista como si fueran corresponsales de la historia, casi fantasmas, mientras afuera se pasea un poeta del 27. Así se fraguan capítulos tan intersantes como el de Gómez o, en ese estupendo reportaje sobre la muerte de Baroja, el de Castillo-Puche, que pertenece a esa rama del barojianismo que se empeña en hablar mal del maestro, y que tiene una tradición, a veces desesperante, que Goñi trata con distancia: después de la nota al pie que escribió Miguel Sánchez Ostiz, aquí muy apreciado, en su libro Pío Baroja, a escena acerca del polémico Baroja o el miedo, lo que dice Goñi sobre Eduardo Gil Bera es lo más templado que he leído. A fin de cuentas, sin miradas contradictorias no hay Baroja posible.
El Baroja que Goñi cita también es de aquella época crepuscular: el encargo de El País Vasco, Ciudades de Italia, el un tanto cansino El Puente de las Ánimas, el deshilachado Paseos de un solitario o el, digamos, surrealista El hotel del cisne, a propósito de Juan Pedro Quiñonero, que en aquellos 70 un poco salvajes escribió una pieza memorable, Baroja: surrealismo, terror y transgresión, y que ha escrito el último volumen de la colección Baroja & Yo; aparte de una porción de novelas cortas que Baroja escribió pasados los ochenta y que Goñi desentierra de los rimeros abandonados, en otro espejismo de atardeceres. El repaso a aquella época es bastante amplio: de libros tan agradables como el de Benaudalla, el proveedor de naranjas, a ediciones con trozos de Baroja sobre esto o lo otro como las de Giménez Caballero y alguna otra más reciente.
Goñi ha empleado, además, el recurso narrativo preferido por el Baroja de los últimos años, el saltar de aquí allá, el ir estableciendo conexiones nuevas, como si la parte de atrás de la biblioteca fuera una especie de centralita que nos va llevando por una ruta sinuosa (Borges otra vez) que quizá sea la más adecuada para conocer bien el terreno; como sería, en fin, la tormenta de recuerdos librescos que todas las tardes, a partir de las cinco, se producía en la sala de estar de la calle Ruiz de Alarcón, y como es desde siempre la erudición, y la palabra, como forma de vida. Como hay tantos Barojas como años tiene una vida adulta, la vida de Goñi entrando y saliendo de los libros viejos sobre los años viejos de Baroja tiene un aire de dedicación permanente, desde que era joven el autor y decidió leer todo lo legible, pero no descuidar que con un Baroja en la mano se está oficiando un rito que pasa de padres a hijos, hasta que la llama se extinga. 

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