20.12.21

La novela inmóvil


Mi edición de Paradoja del interventor llevaba un marcapáginas en la 74, de cuando, hace casi veinte años, fue novedad y la traje a casa y empecé a leerla, pero por alguna razón entonces no llegué hasta el final. Ahora sí, y de paso he sabido la razón por la que entonces interrumpí la lectura y por la que ahora no lo he hecho. Entonces (2004), dos amigos poetas, Luis Alfonso Díez y Manuel Villalba, con quienes comparto la afición por la lectura de Ferlosio y de García Calvo, me hablaron de él con entusiasmo, y aún faltaban cinco años para que triunfara sin reservas entre la crítica más refinada con El espíritu áspero, obra que tiempo después me divirtió y me aburrió a partes iguales. 

La razón por la que Paradoja del interventor no me acabó de absorber es que entonces yo disfrutaba más de la prosa oral, de una voz narrativa verosímil o reconocible, en todo caso escuchable, e Hidalgo Bayal prescindía deliberadamente de los elementos de mímesis en favor de una prosa fantasmal,  como esos cuadros en los que las figuras son hieráticas y estilizadas y por la ventana solo se ven líneas rectas. Ahora que veo con más nitidez sus partes ferlosianas (el monólogo, casi al final, del mozo de la cantina es el caso más evidente, y una de las mejores páginas del libro) y ese aire de desolación onírica, de espíritus deshidratados y personajes inmóviles (que solo dos años después, por ejemplo, y con más mímesis y sentimentalismo, emplearía Cormac McCarthy en La carretera) me gusta ahora no por lo que significa sino precisamente porque el tono de épica triste, tan ajeno, tan literario, es el que mejor le va no solo a la historia que se nos cuenta sino a lo que la sustenta, en este caso la kafkiana historia de alguien que pierde un tren en la estación de un páramo y se apodera de él el efecto, digamos, exterminador, dicho sea en su acepción buñuelesca, la pesadilla de quien no puede abandonar un sitio y nunca termina de saber por qué, y se obsesiona con búsquedas inútiles (quizá de sí mismo) y entra en esa otra realidad. 

Porque el interventor había decidido al fin comprender que la realidad es un arcón con doble fondo, que junto a la realidad de la superficie, generalmente aceptada como normal, hay otra realidad oculta, secreta, subterránea. El interventor había sido arrojado por los dioses a la segunda realidad, la subterránea, como un cadáver con mortaja de viajero, de forastero, incluso de interventor, pero a la postre, inmóvil, sustraído a la acción.


Es decir, el viajero interviene en el círculo vicioso de la podredumbre, pero su intervención consiste en no intervenir, en ser testigo estupefacto de su propio viaje a los infiernos, que al mismo tiempo es un camino de perfección, un aprendizaje atónito pero resignado. A su alrededor danzan los desposeídos, pero también las alimañas, como en esas afueras por donde vagan mendigos que han perdido el alma, borrachos iracundos y estrepitosos que se ensañan con quienes pueden, caricaturas expresionistas de seres abstractos y corrompidos, delineados por la economía de los sueños. Mucha literatura dentro de la literatura, como siempre en Bayal, para hablar de la desorientación y de la crueldad, de lo irreversible del mal, en términos tan hondos como ajenos al ventajismo de lo trepidante. Son las adscripciones de los seres las que permanecen, pero no quienes las encarnan, que son desalojados o quemados vivos; permanece el mito pero su interior, lo que está vivo, es pasto de sacrificios con que se sacian la soberbia y la locura.

No sé si es o no peyorativo que Paradoja del interventor me parezca un buen libro de poesía pero una novela con carencias, por la planitud de los personajes, varados en su condición simbólica, o por una estructura que atornilla sin desarrollar, y que podía haber terminado donde termina o cien páginas antes o cien páginas después. Bien es cierto que cuando disfruto de un libro me pongo más exigente que cuando simplemente me entretiene. Rafael Conte, leo por ahí, saludó la novela como la mejor que había leído en las últimas décadas (algo parecido dijo en el 89 de Juegos de la edad tardía, de Landero, muy amigo de Hidalgo Bayal), lo que abunda en mi visión como novela poemática y metaliteraria, lejos de los cauces narrativos al uso, pero cerca de los métodos de vanguardia histórica. Me recordaba a El día menos pensado, la primera novela de Enrique de Hériz (fallecido muy prematuramente hace un par de años) y al Camino de perdición de Mateo Díez. Novelas muy elaboradas y reflexivas, atentas al detalle sonoro y al hondo pensamiento, serias, oscuras, que no invitan a ser devoradas sino degustadas, porque, a pesar de los hitos incendiarios, leyéndola no vamos a ninguna parte, permanecemos en el mismo lóbrego lugar, como si nos concentramos en un juego de visiones que nos proporcionan la misma imagen desasosegante. La apariencia de progreso argumental es como el drama del protagonista, avanzar y no moverse, temer y no escapar, como esos héroes trágicos que de lejos ven la pira en la que se van a consumir pero siguen caminando hacia ella con la cabeza baja. 


Gonzalo Hidalgo Bayal, Paradoja del interventor, Tusquets, 2004, 229 p.

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