9.2.22

Qué risa


Dos libros en menos de un año es mucho para casi cualquier autor, a no ser que, como ya sospechábamos en El huerto de Emerson, el autor se dedique a la limpieza de corrales, a sacar de la cómoda viejos manuscritos o a interpretar variaciones sobre temas conocidos. Es el caso de Una historia ridícula, que acaba de publicar. Landero vuelve al personaje rarito de sus principios, el pobre hombre  que se crea un mundo interior que mejore o dé sentido al exterior. En este caso, Marcial, más que un pobre hombre, que también, es un perfecto idiota, entre infantil y viejuno, como ese tipo que siempre se pone en el mismo sitio de la barra en el bar de abajo y nadie se dirige a él porque no está claro si es tonto o está loco, o las dos cosas a la vez. Marcial encarna la ridiculez del hombre común, del currante de barrio que a fuerza de soledad se ha ido un poco de la olla, un don nadie que vuelca su resentimiento en una prosa rancia y sebácea. Marcial sería una especie de cuñao con todos sus tópicos defectos, un alma de tergal que no ha sabido subirse al mundo en el que vive, que se alimenta de filosofía parda y no se entera de nada. Debo reconocer que al principio me irritó ese sarcasmo hacia el perdedor, como si Landero quisiera hacernos reír con un fantoche tronado y vulgar, mofarse del perdedor, del ingenuo, del retrasado mental. Uno prefiere pensar que Landero ha hecho el volatín de instalar la voz narrativa en uno de nuestros vicios más contumaces, reírnos del débil, no porque él lo vea así sino porque sabe o cree que la gente tiende a verlo así. Es ese tipo de individuo mal vestido, casposo y alelado, de sonrisa húmeda y el mirar extraviado, que no ha salido de las faldas de su madre o se refugia en astrosos putiferios donde hasta él tiene su turno, que se ha hecho experto en alguna estupidez o se piensa que es un gran artista incomprendido, y tiene amigos igual de imbéciles que él. Buena parte de la novela suena a risotadas al paso de un grupo de discapacitados. Ya sé (repito: ya sé —un ritornello que usa aquí Landero—) que lo podemos tomar como una amarga y descarnada visión del inadaptado, que aquí es un perfecto gilipollas. Y se puede alabar cómo Landero lo retrata, y no caer en el fácil error de pensar que esa manera de sobrarse con el personaje le hacía gracia al narrador. Esto yo creo que no es posible porque la novela no tiene ni puta gracia. Reírse con esta novela es casi ser tan bobo como su protagonista, o tan cruel como la mayoría de los secundarios. Se salva, cervantinamente, la gente que le hace caso, que se lo toma en serio, que lo considera tan normal o anormal como cualquier otro, tiernos primos y maritornes que aquí no hacen más que asomarse.
Landero, además, ha tirado de repertorio. La historia es como Calle mayor pero al revés, el incauto que se ilusiona con una muchacha que lo engaña y lo utiliza de bufón, para reírse de él igual que aquel a quien la primera mitad de la novela le haya hecho alguna gracia. Esto de que el narrador cuente una historia que el lector sabe que es de otro modo, y que sepamos por sus palabras lo que vemos que no es así, es un artilugio clásico (la ironía trágica de Edipo) para el que se requiere cierta habilidad que aquí viene garantizada por la estulticia del narrador. Por lo demás, los guiños son constantes, sobre todo a un Quijote de filosofía pajarera que, en vez de ir vestido de caballero andante, acaba disfrazándose de Travis Bickle, el de Taxi driver, para montar, de casualidad, una versión casera de Joker con azares teatrales propios de El Guateque. El recurso del tontaina que utiliza un castellano clásico, algo naftalinoso, a Mendoza le da para provocar unas cuantas carcajadas, pero con este libro de Landero se te pone ese rictus de pena que no es lo que más mueve a la risa. La locuacidad de Marcial es una inflamación más que otra cosa, un cuento insertado demasiado largo, un discurso final todavía más demasiado largo, aburrido y repetitivo, y un final de magia Borrás.

Y sí, sí, es así como los poderosos se ríen de los débiles, es así como su mala sangre les lleva al escarnio de los discapacitados por pura diversión. Si lo tomamos como libro de denuncia, todo serán buenas palabras, porque la historia es de una tristeza desesperante. Landero da su voz a aquellos a los que nadie escucha, pero esto es diferente. Marcial no tiene dignidad, no hay en él nada que nos mueva a la ternura, es una piltrafa como las que corta en su empleo de matarife industrial. ¿Por qué esta negación de toda dignidad, este pesimismo sádico? Reírse de los que hacen el ridículo deja mal al que lo hace pero también al que se ríe. Su historia ridícula es la historia de un tontaina que ve demasiadas películas. No es ejemplo de nada. No tiene nada que ver con el que, por ejemplo, no tiene estudios pero sí ínfulas, o siente la inferioridad ante los otros, o se ilusiona con lo inalcanzable. Esos ciudadanos no dan risa, no son ridículos. Esta novela no es ridícula porque, faltaría más, está escrita por un excelente escritor, que sin embargo ha pecado, en su afán de retratar al mindundi, de una prolijidad que sin aburrir fatiga. Ya lo creo que es una audacia técnica escribir un cuento deliberadamente malo, o pronunciar un discurso que repite como la comida grasienta. Si con ello quiere ser fiel al narrador (un escritor fallido, como tantos), es difícil saber a quién, al narrador o al autor, es necesario endosar las culpas. Incluso he pensado a veces que la novela es un amargo lamento, un no creer que tengamos arreglo ni que los merluzos puedan esperar de la literatura ningún tipo de redención. La del humor, en esta novela, desde luego que no.


Luis Landero, Una historia ridícula, Tusquets, 2020, 283 p

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