16.10.22

Telarañas vanguardistas


El diario El País (y las editoriales de su cuerda) han hecho una de esas listas estúpidas de los mejores cien libros del siglo XXI en la que lo único que se demuestra es lo poco que han leído los miembros del comité de selección, o en todo caso lo poco variado de sus lecturas. En esta última se da bombo a los escritores de la casa, cómo no, de algunos de los cuales se nombra hasta media docena de novelas, al tiempo que se silencian nombres y títulos imprescindibles, quizá, ya digo, por simple y petulante desconocimiento. Entre los afortunados, con casi todo lo que ha escrito desde el 2000, está Enrique Vila-Matas, un escritor cada vez más encerrado en el vanguardismo afrancesado del siglo XX, más concretamente en las décadas de los 60 y 70, cuando estaba bien visto que un escritor escribiera sobre el escritor que escribe y, salvo los manidos ritornellos, repeticiones de detalles que parecen dar coherencia al asunto, se jactara de no pensar demasiado en lo que pone, como si cada vez que escribe una frase se olvidara de todas las que ha escrito antes y dejara que saliese de la sintaxis lo que no habitaba en la cabeza. Las comparaciones son odiosas, y esta más, porque a lo que más se parece este Montevideo que acaba de publicar Vila-Matas es a esos ejercicios pseudosurrealistas con los que Camilo José Cela iba empalmando frases sin ton ni son hasta completar doscientas páginas. Lo que de siglo XXI tiene Montevideo quizá sea la erudición gratuita (internet siempre a mano), pero esa orgullosa renuncia a la trama, ese amor umbilical por el profundo problema de no saber qué escribir, los homenajes y citas a diestro y siniestro y el método de volver a contar un cuento ajeno e improvisar variaciones elásticas, todo eso es muy siglo XX, incluida esa apariencia, tan OuLiPo, de escribir como en una hoja Excell, pasando de motivo en motivo como en saltos de caballo (el trebejo, no el cuadrúpedo) sobre un esquema de recursos.
El nudo del asunto, si es que hay asunto (bueno, sí, lo dicho: el escritor que no sabe qué escribir, y por eso homenajea) es un cuento de Cortázar, La puerta condenada, la historia de un individuo que encuentra en una habitación de hotel una puerta cerrada, al otro lado de la que gime un niño y una mujer lo intenta consolar. La operación de estiramiento, de reescritura, de reinterpretación, de repetición sin fuelle a que somete Vila-Matas a ese magnífico relato es solo interesante cuando se ciñe al modelo, cuando habla de Cortázar, cuando lo cita generosamente, cuando se limita a lo que en el fondo sucede: que el autor ha leído el cuento y ha decidido dar unas cuantas vueltas en torno a él, a ver qué sale. También era muy del siglo pasado que la novela no tuviera por qué tener sentido pero sí ser sólida y, por encima de todo, ambigua, aperta, de modo que el estilo fuera el mismo aunque lo dicho con el estilo fuera repetido o no tuviera que tener un sentido inmediato, o se notase (eso se nota mucho) qué frases han salido por salir, y no son la consecuencia de la anterior sino lo primero que ha brotado de la pluma, como cuando en esas noches huecas del domingo uno escribe frases sueltas sin demasiadas ganas. El estilo (la coherencia) está expuesto con nitidez en la novela, y no solo en las habituales menciones a Kafka, sino en frases como esta:


Estaba deambulando por un lugar real, pero, al mismo tiempo, si alguien me hubiera visto en aquel momento, yo no le habría parecido tan real, aunque solo fuera por el pasmo absoluto con el que iba registrando lo real como si no lo hubiera visto nunca antes.


Este es el estilo Kafka, el «pasmo absoluto», la constatación extrañada, trufada de exageraciones banales, gente que se desternilla por tonterías o se angustia por memeces, todo en una prosa muy incisiva (con mucho inciso, con mucha coma) y esa imaginería centroeuropea de los años veinte del siglo pasado en la que los personajes parecen siniestros monigotes, ese aire de cabaret decadente que solo hace gracia a quienes fingen haber entendido más de lo poco que dice. Pero esa distancia, el horror de que no encaje lo evidente, es un método, no un fin en sí mismo; es una forma de ver la inconsistencia de lo real, no la consistencia de lo irreal. Por eso, cada vez que no habla solo de Cortázar, Montevideo no es más que un ejercicio de estilo sobre la coartada, tan siglo XX, de que lo demás es tarea del lector. Ni siquiera la figura de Cortázar, cuyo nombre ilumina la página, consigue la empatía necesaria para viajar por el resto de las páginas sin la sensación de que podrían barajarse, o quitarse la mitad, o añadirse el doble, y la novela no sufriría quebranto alguno, acaso porque no siempre trescientas páginas forman una novela. A veces, algunas veces, trescientas páginas no son más que trescientas páginas. Eran también muy siglo XX las novelas que se podían abrir por cualquier parte y que presumían, más que de lo que ofrecían, de lo que no tenían, que coincidía con todo lo que se pide de una novela: una historia, un mundo, un desarrollo. A cambio, eran capaces de tejer polvorientas telarañas a partir de una metáfora manida, o del sentido literal de una frase hecha, como hizo el propio Vila-Matas en aquella novela de la «visión de la hostia», cuya lectura soporté porque hay algo en él que me empuja a terminar sus libros, un cierto humor a lo Buster Keaton, el hombre serio que mira entre respetuoso y estupefacto una situación absurda, que se mete en berenjenales sin tres ni revés pero nunca pierde la compostura. Si, además, se va proyectando sobre él la sombra de Cortázar, al final no resulta tan aburrido.


Enrique Vila-Matas, Montevideo, Seix-Barral, 2022, 300 p.

2 comentarios:

  1. Me gustaría que tú hicieras una lista de títulos destacables desde tu punto de visa. Me hago cargo que es una empresa harto difícil...

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  2. Anónimo8:50 p. m.

    La mía iba a ser todavía más extravagante. Gracias, Luis.

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