15.11.22

Mazurca para Bibiana Candia


Lleva uno muchos años dándose cuenta de que lo miran mal cuando dice que le gusta Camilo José Cela, o que la prosa de Mazurca para dos muertos es un monumento de nuestra lengua, un vivero de ritmos y recursos que no han proliferado porque resulta difícil tener un oído tan fino, es más fácil borrar su nombre de los libros, despreciarlo sin haberlo leído. Y de pronto uno encuentra un libro que es un homenaje a la prosa de la Mazurca pero también una novela fresca y un poema, rigurosamente contemporáneos, y de paso una llamada de atención a lo que significa una novela histórica. He leído Azucre, de Bibiana Candia, con el entusiasmo de quien sabe desde las primeras líneas que la prosa suena bien porque está viva, que el ritmo envuelve la historia en una bruma musical, cercana, dicha, hablada, tierna y cruda, de una expresividad y un aliento que van de la canción de pueblo al canto épico, del pie de foto a las entrañas de la conciencia. Bibiana Candia va hilando un episodio histórico, intrahistórico más bien, enterrado en papeles amarillos, el viaje de unos cuandos mozos de aldea, de Galicia a La Habana, donde creían que iban a trabajar y hacer dinero y los hicieron esclavos en una plantación de caña. 
   Las cartas quebradizas donde se cuenta son el punto de partida de un poema, no de un novelón. Ese asunto habría dado para el consabido tocho de historia novelada, con damas por el medio, persecuciones y venganzas, toda esa morralla del folletín didáctico que sorprendentemente sigue teniendo su público. Candia opta por la estampa, por el momento, cuando salen del pueblo, cuando van por el mar, cuando llegan a Cuba, cuando los muelen a trabajar, cuando los torturan, pero esa estampa es un fragmento potente, un trozo de carne del desastre y un grabado de ignorancias y calamidades, de curas grasientos y capataces sin entrañas, de compañeros asustados y bueyes tranquilos. El presente celiano, su desarticulación deliberada, las mezclas de voces de personajes y sentencias del narrador, esa poderosa claridad de las cosas dichas por su nombre, de las frases pronunciadas por un ser vivo, va destilando el hollejo histórico en licor poético. Esa es la labor de la poesía, prescindir de la hojarasca de los datos, que para eso están los mamotretos, y dedicarse al espíritu de los acontecimientos, la injusticia consignada con cinismo, la piedad más inspirada que sermoneada, hiriente y breve, deslumbrante y precisa. Con esa prosa puede contar Bibiana Candia lo que le dé la gana, y todo tendrá ese perfume a canto susurrado, a oído para no saltarse el ritmo y vista para caer en los detalles elocuentes. Es una fiesta leer un libro tan bien escrito. Abandona uno el lápiz de señalar errores y se entrega, acepta las reglas estéticas, viaja en el ritmo de la prosa, disfruta.

La propia Bibiana Candia escribió un excelente artículo sobre Camilo José Cela que a mí ahora me suena a manifiesto literario. Y manifiesto de verdad. Lo primero es la prosa, la historia es el tema. Y la prosa es música verbal. Esa fue la gran enseñanza de Cela que, en parte por culpa suya, las generaciones posteriores no quisieron aprender. Algunos lo imitaban en secreto y lo odiaban público (el Llamazares de El río del olvido, el Muñoz Molina de La noche de los tiempos), como resentidos contra el señorón desagradable que sin embargo trataba la prosa con mejor oído que ellos, y con más humor. Pero era la «prosa macho», como la llamaba Umbral, y tiene que ser una voz femenina del otro extremo la que recoja el legado y lo ponga al día, ese castellano galaico que el maestro interpretaba como nadie.

Porque no se trata de escribir como Cela sino de adoptar sus técnicas expresivas, perfectamente vigentes en la prosa de hoy, y una cierta coloración estética que saca la emoción de la crudeza y la ternura de la claridad. Porque la voz de Bibiana Candia es propia, más delicada pero igual de expresionista. Lo que comparte con Cela es el lenguaje, el idioma, la lengua musical de los poemas que es la única que permanece. Lo que no comparte es la disolución del argumento, antes bien prepara Candia un final un poco demasiado rápido, desde la muerte de uno de los rapaciños hasta las consideraciones finales. Cela continuaba su salmodia polifónica sin aterrizajes dramáticos, en un texto compacto que estaba igual de sabroso al principio que al final, pero hacía echar en falta por lo menos un declinar, un ir acabándose. Candia no se sale del discurso cronológico y remata con ecos de violencia cinematográfica, algo que, más exageradamente, hacía Jesús Carrasco en Intemperie y que, aunque fue lo que le sirvió a Zambrano para el cine, a mí me dio la impresión de que de algún modo se cargaba la novela. Es este final de imágenes ya vistas, el ogro desde abajo, el huir entre las cañas, lo que me da la impresión de que, más que terminar el libro, le da el pasaporte.

O quizá era solo que, atenta a redondear el libro, se aparta un poco de la música, descompone la figura, entra en las páginas a compadecerse, como si los lectores no pudiéramos sentir lo mismo sin variar el tono implacable y hermoso que nos traía en andas. Igual le pasa como a Carrasco, que acaba siendo eso precisamente lo que haga popular esta novela, el argumento. Da igual. Con que disfruten de la prosa suculenta mientras esperan la llegada de la sangre, ya van bien servidos. 


Bibiana Candia, Azucre, Pepitas ed., 2021, 143 p.

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