15.1.23

Caballos desnudos

 


En la Primera Guerra Mundial, los alemanes usaron 1,8 millones de caballos; en la Segunda, 2,7 millones, de los que murieron dos terceras partes. A finales del XIX, por Londres circulaban trescientos mil caballos, con una vida hábil no muy superior a los cuatro años, hasta que los reventaban de trabajar tirando de carros y carretas. Y eso que para entonces ya hacía mucho desde que Rousseau incluyese a los animales como objeto de compasión, de la que Schopenhauer diría que es «la más auténtica demostración de humanidad». El caballo nos fascina y nos apena, las naciones civilizadas han renunciado a explotarlo (simones turísticos aparte), la mecanización del campo y el final de las grandes guerras redujeron drásticamente su nivel de sufrimiento, pero también su presencia en la tierra. Ahora ya es un artículo de lujo, un deportista de élite, un regalado miembro de las cuadras militares. En los países pobres el jumento sigue abundando, y también su explotación. Su pervivencia en condiciones dignas es inversamente proporcional a su condición prolífera. Son los últimos esclavos redimidos, aunque algunos de ellos sigan yendo al matadero y pasen al otro mundo en forma de salchicha.


Desde hace medio siglo el caballo se instala en la exclusividad que antes solo disfrutaban los palafrenes y los purasangre. Trasladamos a ellos nuestra sensibilidad, nos hacemos cargo, creemos entenderlos por su forma de mirar. La hipología es una ciencia sólida y abrumadoramente documentada. Hemos cambiado el látigo por la caricia. Hasta entonces, la misión del caballo ha sido llevar a la humanidad a sus más grandes conquistas. A ambos aspectos, a su heroica contribución y a su aciago destino, está dedicado este libro de Ulrich Raulff.

La invención de la rueda se completó con la tracción animal. No bastaba con inventar un vehículo sino que había que dotarlo de energía. Por eso fue antes la guerra con carros que con monturas. Aun así, el hombre tardaría toda la Antigüedad y necesitaría llegar a la Edad Media tenebrosa para inventar uno de las principales utensilios de su historia: el estribo, con el que se ganaron guerras y se conquistaron países. Fue, según Raulff, un invento de los francos, pero pasa por alto incomprensiblemente que los hititas ya lo habían usado para imponerse a los egipcios. Con ese artefacto, en todo caso, nació la geopolítica. El hombre podía hacer la guerra a gran velocidad sin perder el equilibrio, porque lo de los indios montados a pelo tirando flechas a toda pastilla no pasa de ser mitología circense. Galopar «sin bridas y sin estribos» es un ajetreo poco práctico. Con el estribo ya no son dos cuerpos los que avanzan dando botes sino uno solo prolongado, curiosamente solo unido al otro por un punto de apoyo, no por el cuerpo entero. El estribo es el poder. Marco Aurelio sentado a caballo con las piernas colgando no puede sino ir al paso, o como mucho trotando, pero los corceles levantados de los reyes barrocos son todo brío, como si se detuviesen de una larga carrera o estuviesen inquietos por lanzarse contra el que se ponga por delante. Napoleón a caballo es el dominio de la potencia, la velocidad en ciernes, como para sentar sus reales antes que nadie donde lo crea conveniente. Claro que, como se ha descubierto hace poco con el cuadro de Velázquez, un caballo rampante y desnudo, es posible que esos modelos de poderío los pintores los hicieran en serie y fuesen sentando en ellos a los clientes más importantes. En la Primera Guerra Mundial, no obstante, la esperanza de vida de un caballo, una vez entraba en servicio, era de diez días, por mucho que las crines le ondearan como las banderas.



Nos fascina ese carácter poderoso, pero también cierta fragilidad, la cabeza baja, el rocín flaco. Pintores como Gericault o Stubbs se afanaron en dominar la anatomía del caballo. Se pasaban el tiempo en los desolladeros, analizando músculos y huesos. Otros como Degas encontraron la modernidad pintando un caballo como si fuera un juguete, porque «se llega a la idea de lo verdadero a través de lo falso». Y otros como Lucien Freud los descarnaron sin necesidad de desollarlos, los hicieron espejo de autocompasión. No hubo antropólogo que no usara un caballo para datar un momento axial de la humanidad, ni filósofo que no encontrara en él un concepto con el que explicar conceptos que escapan a la razón, ni poeta que no diera lustre a sus héroes o a sus fantasías mitológicas con un hermoso corcel, ni gran novelista (Flaubert, Tolstoi) que no lo empleara para describir los anhelos y los sentimientos, sobre todo femeninos, porque son ellas (véase la película De chicas y caballos, de Monika Trent, 2014) las que encuentran en el caballo «el último peluche», la transición perfecta del juego al erotismo y a la maternidad, el verdadero sexo libre.
   Raskólnikov tenía pesadillas con un caballos apaleado y moribundo al que besaba llorando en su agonía. Nietzsche se agarró en Turín a un pobre caballejo maltratado y lo llamaba hermano. Los dos, Nietzsche y él, son quienes más lejos han llevado esta dolorosa mezcla de ambición y piedad, de gloria y de miseria, sin perder, aun en los momentos de la muerte, su hermosa dignidad.
   Por todos estos hechos, datos y autores cabalga Raulff en un tono a veces algo abstracto, otras ligeramente repetitivo, pero siempre abundante en conceptos prolíficos. Forma parte de esas historias transversales que en los últimos años, la era de los datos, se agradecen por su selección y organización. A eso se dedican los historiadores de la cultura, a escoger y a ordenar, como los poetas. Bien es verdad que a veces insiste demasiado en sus lecturas antropológicas, cuando lo que desde siempre se busca en este género son los datos elocuentes. Lástima que de aquí solo diga que el caballo ibérico, mezclado con el árabe, era el más buscado en toda Europa, pero le habrían servido detalles como la última carga del general Monasterio en Alfambra (otra de las incontables últimas veces que se empleó la caballería como fuerza de choque), o la imagen de un caballo de rejones junto a la de uno de picar, o la de un purasangre inglés frente a la de un brabanzón. En esa sugestiva teoría del origen caballar de los ritmos musicales, el tintineo del yunque, para el que le habría venido como de molde un martinete de Camarón. Pero es muy alemán el libro, morboso por momentos, entretenido, pero se deja la columna vertebral de la importancia del caballo: su trato con el individuo que lo necesita para trabajar y debe cuidarlo bien para que le dure. No todo ha sido guerras y exterminios, atascos de tráfico ni norias que chirrían. Buena parte de la humanidad sobrevivió hasta el siglo XX con un caballo en la cuadra, o un asno, o un mulo, clases bajas de las que en este libro rampante nunca se dice nada, compañeros de fueron creando por necesidad una compasión anterior a la filosófica y urbana. Fueron las ciudades las que mataron al caballo y las que declararon las guerras. En el campo, por la cuenta que les traía, casi siempre lo trataron bien.

Ulrich Raulff, Adiós al caballo, trad. Joaquín Chamorro, Taurus, 472 p.

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