28.3.23

Terapia lírica


Cada año aprovecho las relecturas obligatorias para pasarme por aquellos títulos del autor correspondiente que me faltan por leer. Este año le ha tocado a Cela y su Pabellón de reposo, la novela que escribió al año siguiente del zambombazo de La familia de Pascual Duarte. Pabellón de reposo sucede en un sanatorio para tuberculosos de Guadarrama, uno de los dos en los que convaleció muy joven el propio Cela, un edificio interesantísimo que pronto fue una ruina y acabó demolido en los años 90. De siempre se ha dicho que en aquella estancia, sentado en la tumbona (chaise-longe) de la galería, Cela se tragó la colección de clásicos de Ribadeneyra, sobre todo la novela picaresca, que tanto le influiría.  
A Cela esta novela no le gustaba, seguramente porque se dejó llevar por un lirismo del que abdicaría de inmediato, hasta el punto de incluir años después un epílogo en el que venía poco menos que a justificarse por haberla escrito. No le parecía flojo el tema ni su tratamiento, desde luego, pero sí, seguramente, la proliferación de adjetivos ornamentales (demasiados de ellos antepuestos) y la necesidad de tratar los sentimientos de los moribundos sin la tralla inmisericorde que usaría después. Parece que, después de la hermosa barbaridad de Pascual Duarte, Cela hubiese decidido descansar bajo un almendro florido, al pairo de pensamientos tristes. Desde luego que asoma el Cela salvaje (el lance del de la 52 con la de la 34, o la impasible escrupulosidad con que cuenta los esputos de sangre), pero la ternura puede al cinismo, incluso en el banquero que se pasa más de media novela dando instrucciones a su agente para que calle la boca de una querida y termina lamentando sus pecados y reconciliándose con la señora, que se instala en el pueblo de al lado para asistirle en sus últimos amenes. Esa ternura, en ocasiones, juguetea con el lenguaje pazguato, y otras con la entereza del deshauciado. En Pascual Duarte había encontrado una voz, y aquí, sobre todo al principio, hasta que decide recoger, trata de marcar distancias entre los diferentes personajes y sus fragmentos escritos, no hablados. 

Cela está en transición. Sin salirse de la primera persona, accede al personaje múltiple; sin abandonar un realismo de lo excepcional, se va metiendo en el panorámico. Digamos que aquí está probando, pero se nota que no le convence someterse a varias voces, sobre todo porque hay algunas en las que él no se puede meter. Cuando deja hablar a la 34 (un anticipo de la Elvirita de La colmena), por momentos escuchamos a una mujer culta y cansada, delicada y fría, en las que quizá sean las mejores páginas de la novela. Otras voces están más tomadas de su mala leche: la ingenua, el meapilas, el donjuán de sanatorio…, a veces para bien, como el muchacho de la 15, quizá el más cercano al joven Cela, y otras para mal, como el poeta que se evapora a las pocas páginas. Le gustaba, se nota, el método, la estructura, que le permitía escribir sin la necesidad de narrar, sostenerse en el alambre de una situación inmóvil.

Era, no obstante, una buena situación. El Real Sanatorio de Guadarrama une la enfermedad y la muerte con el esplendor de valles y roquedas. El paisaje es el contrapunto lírico al monótono toser de los enfermos, en él se inspiran para resistir, o se calman ante la llegada del final. Antonio Machado unió ambos extremos en el maravilloso poema Flor de verbasco. Cela supo ver el hermoso conflicto entre los pulmones y las montañas, el aire puro y la pura vida, pero la novela tiene un defecto fundamental: su autor se cansa de ella. 

Pabellón de reposo se publicó por entregas en El Español, una revista de ideología falangista. No sé si Cela repitió el ejercicio del serial, que tanto practicaron sus maestros del 98. Creo que no: Cela es de darle vueltas a los escritos, no para armar sólidas estructuras sino para igualar el tono. Esa audacia de lanzarse a una novela por entregas que tenía Baroja, a Cela le resulta demasiado urgente. Sería interesante, además, averiguar si en aquella primera edición se incluyen las dos cartas en las que amables lectores le piden que no siga, que solo consigue hacer daño a los que están pasando por la enfermedad. Hay un momento en que la novela uniforma su estilo y desmembra sus fragmentos, todavía más. Como arqueología de La colmena, el libro sigue siendo interesante, sobre todo porque queda claro qué es lo que a partir de entonces evitó Cela, prestar a los personajes más voz que la suya, ensayar un lirismo un tanto artificioso, apartarse de la más estricta oralidad. Cela borró todas esas huellas de poeta pobre y se vistió con su armadura cínica, ese arte de la constatación amarga que aquí aparece de vez en cuando, en ritornelos como el del jardinero que lleva los ataúdes en una carretilla verde, o las frecuentes alusiones a los bárbaros tratamientos que se estilaban. 

Cinco años después, en 1948, Cela daría en Viaje a la Alcarria la verdadera y definitiva talla de su prosa, cuando ya debía de tener bastante a punto La colmena. Y lo curioso es que el Viaje también fue una urgencia, esta todavía mayor, porque en el tiempo en que escribía un capítulo de Pabellón de reposo, una semana, tenía que escribir entero el libro de viajes. Quizá por eso, quién sabe, esta vez sí le saldría una obra extraordinaria.


Camilo José Cela, Pabellón de reposo, Obras completas, I, p. 171-327, Destino, 1989 (=1943)

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