22.6.23

¿Por qué dicen que estoy loco?


Si a un cuento de Poe lo multiplicamos por una novela de Stephen King, el resultado puede ser macabro y absorbente, incansable y excesivo, pero también, si se pasa un poco de rosca, delirante y cómico. Y Bret Easton Ellis se pasa bastante de rosca en esta novela. Poe introdujo la locura como motor de la acción y el desdoblamiento del narrador como fundamento del suspense; King, el detallismo morboso, la meticulosa descripción de las acciones criminales. Ellis ha bebido de todo esto y, en el caso de King, no tiene problemas en reconocerlo, como si asumiese el reto de escribir una novela por el estilo sin abandonar su obsesión por la minucia realista y las marcas de coches, de ropas y de drogas, que en la novela justifica su preciosismo con un diario que llevaba el autor por aquel entonces. Incluso ha dicho en las entrevistas promocionales que se trata de «una novela histórica», el mundo en 1981, mientras escribía o soñaba con escribir Menos que cero entre niños pijos que se tiran a todo lo que se mueve y se meten todo lo metible y cuyos padres no les hacen demasiado caso, obsesionados como están, a su vez, con una intensidad vital llena de glamour degenerado. Para que nos entendamos: una cosa es que una pareja de chico y chica se pongan hasta arriba de todo tipo de estupefacientes y otra que el padre de la chica se entretenga tirándose al muchacho. Una cosa es que Ellis saque un asesino en serie y otra que compita en nivel de salvajada con aquel sujeto que cortaba a trocitos los sesos de sus víctimas en American Psycho. Esto último es lo que hace que Ellis sea, no ya inverosímil (eso es lo de menos), sino, en ocasiones, directamente ridículo, una especie de a ver quién da más que acaba por hastiar más que asquear, y eso que lo que más disfruta uno del libro es de su potencia narrativa o sus excelentes diálogos, dignos (otra ironía) del mejor guionista de Hollywood.
    Y así, a pesar de la indesmayable torrencialidad de la prosa y del muy trabajado cargamento de realia, el libro decrece en interés precisamente porque se apodera de él la imitación de Stephen King y se va desvaneciendo lo que tiene de «novela histórica», que en su primera mitad es ciertamente interesante, cuando aún no prefiere la «versión exagerada»  a la simple ficción, ese «embotamiento-como-sentimiento» . Ellis nos habla de un mundo de adolescentes que, como dice Ryan (un personaje cuyo papel es no acabar de tomarse en serio al autor), «son todos unos putos robots consentidos, protegidos en sus mansiones donde les dan todo lo que desean»; una época «en la que pasarse días sin coincidir con tus padres no parecía algo particularmente extraño ni anormal».

En este mundo de Rolex, Jaguars y Polos, el joven Ellis, en una divertida parodia de la autoficción, lleva un argumento a Terry (el padre de su novia, el que le propone un quid pro quo) que es un resumen perfecto de la novela entera:


…un chico, sus amigos, gente joven en L.A., sexy, un poco bi, drogas, un asesinato, una persecución, violencia y derramamiento de sangre, un misterio que el chico resuelve o tal vez no. (...) Éramos adolescentes preocupados por el sexo, la música pop, el cine, la fama, la codicia, lo material y nuestra propia inocencia neutral.


A mí Bret Easton Ellis, más allá de su, digamos, cinismo hipnótico, siempre me ha parecido un moralista, y mucho más en esta novela, en la que cada personaje invita a que el lector juzgue la clase a la que pertenece, la de unos seres de otro planeta que se degradan a medida que devoran la barra libre que para ellos es la vida. Tiene algo Los destrozos de grande bouffe, de comilona degenerada, hinchada de drogas y excesos, de atracón pop, más pendiente de lo que va a pasar que de lo que pasa, casi siempre algún desbarro. Pero son pocas las escenas sutiles, los detalles delicados, a pesar de la meticulosa descripción de todo. Los itinerarios de Ellis por las carreteras de Los Ángeles son un canto al Google maps, igual que la pingüe documentación un exceso, ahora, demasiado fácil, en el que la economía poética no tiene nada que decir. Ellis no se conforma con una pieza sino con la discografía entera, no con un atuendo de verano sino con la tienda de Ralph Lauren completa, una costumbre provocadora que se convirtió en marca de la casa y aquí se desparrama con el mismo escaso control que el protagonista tiene sobre sus procesos mentales, ese yo no estoy loco que da cuerpo a la novela entera.

Y sin embargo esta novela tan moralista no pasa el más laxo control de esa ola de mojigatería idiota que llamamos cultura de la cancelación. Pese a ser siempre un ejemplo de lo malo, de las familias disolutas y las voluntades corruptas, del mal camino de los jóvenes desmandados, etc., la extrema crudeza con que lo ilustra es más de lo que nuestras mentes flojas están dispuestas a admitir. Quizá sea esa paradoja lo más interesante de todo: cómo, si lo deshojamos de maquinaria novelesca, queda un lacerante ejercicio de explicitud. Allí no se salva nadie: el que no está todo el día colocado está borracho, y el que no, engaña a todo el que se le acerque, y el que no, viaja por las cloacas del placer como quien viaja por Beverly Hills en un descapotable, disfrutando del aire corrompido. Los destrozos está más cerca de Jonathan Swift que de lo que entendemos por realismo sucio o exhaustivo. Ellis es como el hermano de Holden Cawfield que hubiera leído Matadero cinco, dos lecturas obligatorias del protagonista en el instituto, junto a Corre, Conejo, el que vaga sin rumbo merced a «un impulso inexplicable». Salinger, Vonegut o Updike son puntos de referencia explícitos, hasta que una marea de sangre cuajada, mutilaciones espantosas y regodeos sádicos lo tiñe todo de humor negro, el típico de algo tan ochentero y posmoderno como la reinterpretación del género. En este caso, lo que hace Ellis es reinterpretar a Stephen King con una estética tan descarnada que termina resultando algo indigesta. 


Bret Easton Ellis, Los destrozos, Random House, 2023, 675 p.

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