9.12.23

Materiales para el dolor


Los lectores de Paul Auster llevamos algún tiempo alarmados con el giro cruel que ha dado su vida. En poco más de un año se le ha venido encima la muerte de su nieta, Ruby, una criaturica de diez meses, quien había ingerido una combinación de heroína y fentanilo en un descuido de su padre, Daniel Auster, hijo de Paul y de la escritora Lydia Davies. Daniel, acusado de homicidio involuntario, murió semanas después, de sobredosis, en una estación de metro de Nueva York. Pocos medios literarios hay que no se hayan hecho eco del desastre, así como de la nula relación que el escritor mantenía con su errático hijo. 
Poco tiempo después, su actual esposa, Siri Hustvedt, hizo público que Paul Auster padecía cáncer y estaba sometido a un tratamiento «devastador», según ella, quien también dijo que de unos meses a esta parte los dos vivían «en Cancerland», una forma bastante certera de reflejar cómo la enfermedad anega la vida del paciente y de quien lo acompaña en su calvario. La propia Hustvedt publicó en la red una fotografía de Auster que es la que ahora podemos ver en la solapa de su última novela, Baumgartner, recién publicada. En ella se ve a un Auster estragado por el tratamiento, con gorro negro y gafas oscuras, la piel tirante y sin brillo y una media sonrisa que está a medio camino entre la resignación y la ironía.

Digo todo esto porque resulta imposible leer Baumgartner sin pensar, primero, si la novela ha sido escrita durante su convalecencia, o al menos terminada, y segundo si lo que en ella cuenta tiene algo que ver o puede estar influido por el bombardeo de desgracias que ha padecido en poco tiempo, del mismo modo que también resulta difícil emitir un juicio crítico que no tenga en cuenta lo que uno no sabe si debe ser tenido en cuenta. La novela, desde luego, habla de la pérdida y de la desgracia, de la vejez y de la muerte, y por momentos uno no sabe si sus palabras se refieren a personajes que han desaparecido o a cómo el propio protagonista se enfrenta a lo que le queda de vida. Hablando, por ejemplo, de la mujer de Baumgartner, a la que una ola demasiado fuerte partió la espalda mientras surfeaba en Cape Cod, Auster escribe: «No lo siento por mí, y no me estoy regodeando en la autocompasión o clamando al cielo: ¿Por qué yo? La gente se muere. Se muere joven, se muere vieja, y se muere a los cincuenta y ocho», que es la edad que tenía Ana en el momento de morir.  Pero es inevitable, durante su lectura, ir subrayando frases que pueden tener que ver solo con lo que nos está contando o también con lo que sabemos que está viviendo. Cuando Baumgartner piensa en el libro que tiene entre manos y en la posibilidad de terminarlo, habla de lo esencial que le resulta el tiempo ahora y de que «no tiene ni idea de cuánto le queda». Cuando habla de los padres del protagonista, se centra en la prematura muerte de ambos, a poco de cumplir sesenta años, el uno por una embolia pulmonar (después de toda una vida fumando cuatro paquetes diarios) y su madre de un cáncer de páncreas, «seis meses brutales en los que su cuerpo menudo se redujo a una espantosa delgadez». Poco antes de pensar en ella y revivir parte de su niñez, Baumgartner sale al jardín y disfruta del hermoso día, pero también se hace la pregunta inevitable: «Quién sabe si no es este el último buen día que verá».

Son muchos los pasajes en los que el lector se plantea esta doble lectura, dentro y fuera de la novela, referida solo a su protagonista o también a su autor, y no ayuda mucha saber que parte del material que la compone ya había sido escrito antes de su particular apocalipsis, por ejemplo la historia de los lobos de Ucrania, que apareció en 2020 y había sido escrita durante la pandemia, o determinados temas y secuencias que nos remiten, al menos, al tono de novelas anteriores suyas y a textos autobiográficos. En su historia de amor juvenil encontramos ecos de A salto de mata, pero tampoco es difícil volver a libros como Brooking follies en la historia de Judith o a 4321 en la de la infancia y primera juventud del protagonista, si bien la novela que más me ha venido a la memoria haya sido La música del azar, sobre todo por una cuestión de planteamiento narrativo que hace que el final de Baumgartner resulte previsible desde el principio. También aquella novela de hace treinta y tantos años estaba escrita en tercera persona cuando lo más lógico habría sido escribirla en primera, y la razón, el final de Sachs y del profesor Baumgartner, es en ambos casos la misma.

Baumgartner nos cuenta cinco historias relativamente independientes. En la primera, el profesor de Princeton reflexiona sobre el síndrome del miembro amputado, o cómo una parte de tu cuerpo parece seguir viva una vez que ha desaparecido, que es exactamente lo que le ocurrió, nueve años atrás, con la muerte de su esposa. La segunda le lleva a recoger poemas y fragmentos escritos por Ana y transcribir algunos de ellos, por ejemplo el hermoso relato en el que se nos cuenta en qué circunstancias decidieron vivir juntos. En contraste con ese canto al amor juvenil, la tercera historia es de un patetismo enternecedor, de cómo el setentón Baumgartner da un paso más allá de lo debido en la relación que mantiene con Judith, casi veinte años más joven que él y amiga y admiradora de la difunta Ana. En la cuarta, el protagonista, que ha comparado las familias bien situadas de las que procedían las dos mujeres de las que ha llegado a enamorarse, piensa ahora en la suya, la de unos pobres comerciantes de ropa, él un eslavo atrabiliario aficionado a la historia, ella una mujer maravillosa (nada nuevo en una madre de las novelas de Auster) que tiende a ver como un golpe de suerte lo que para cualquiera habría sido una injusticia intolerable. Y en la quinta, en fin, la hija que no ha tenido Baumgartner, una joven estudiante especializada en la obra de Ana, acude a visitar al profesor para recopilar la información que necesita, y esa visita, en un final un tanto sofisticado (mucho más que el de Sachs, y también más previsible, insisto) es la que determina el, digamos, hylemorfismo fatal de Baumgartner.

No es, pues, una sola historia, más bien varias que se refieren a lo mismo, eso sí, narradas con la maestría, la intensidad y el ritmo hipnótico de siempre, ese juego de prótasis anticadentes (sobre todo concesivas y condicionales) que da la sensación de que el narrador se tome cualquier minucia todo lo en serio que la minucia se merece. Las cinco historias parten, en efecto, de acontecimientos mínimos, que Auster contextualiza y detalla en un ejercicio de constante maestría. Si las circunstancias no fueran las que son, diríamos que, aunque magníficamente bien escrita, Baumgartner no es, en conjunto, su mejor novela. Teniéndolas en cuenta, para el lector de Auster se convierte, además de en un libro imprescindible, en una especie de consuelo.


Paul Auster, Baumgartner, Faber & Faber, 2023, 202 p.

2 comentarios:

  1. Los dramas vitales son más trágicos que los literarios

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  2. Anónimo7:36 a. m.

    O duelen más. Saludos, Luis.

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