1.5.24

Una última calada


Leo a Paul Auster desde hace treinta y tres años, desde que, a principios del 91, Alfonso, el dueño de una caseta de la Cuesta de Moyano, un hombre grande y afable, me recomendó La música del azar, que acababa de salir en castellano. Desde entonces, anterior o posterior, en inglés o en castellano, no creo que me haya dejado por leer ningún libro suyo, desde la edición de Trilogía de Nueva York en la editorial Júcar, que compré en la librería Paradiso de Gijón, hasta la última, Baumgartner, que leí en inglés antes de que apareciera traducida. Novelas, cuentos, ensayos, guiones, memorias…, todo ha ido cayendo a medida que se publicaba, con añadidos como ediciones especiales (la deluxe de la Trilogía que editó Penguin) o incluso una lata de Schimmelpennicks, los cigarrillos-puros que Auster fumaba y que algo habrán tenido que ver, ay, en el cáncer de pulmón que se lo ha llevado a la tumba. 
Hace unos meses supimos que estaba enfermo y muy desmejorado, pero el optimismo es la primera condición de la supervivencia, propia y ajena, y no pensábamos que la cosa fuera tan fulminante, a una edad, 77 años, a la que aún le quedaba, a su ritmo, un puñado de historias que contar. Celebro que haya tenido una carrera tan extraordinaria, sobre todo en un país en el que su forma de narrar implica ir un poco a contracorriente y no llegar al gran público, y sobre todo celebro que sus dotes, digamos, europeas, hijas del extrañamiento, hayan arraigado, y de qué manera, en esta parte del globo. Incluso celebro que haya tenido tiempo de hacerse viejo, no mucho para los tiempos que corren, ciertamente. Lo que lamento es algo propio, personal, egoísta, otra costumbre que desaparece, otro decorado de la vida que se esfuma, otra estantería que ingresa en el mundo de los muertos, de los que leíamos cuando éramos jóvenes y estábamos vivos, y eran lo bastante jóvenes como para acompañarnos toda la vida. Se acaban ellos, más pronto o más tarde, y su muerte es el preludio de otros finales. Son pocos los novelistas vivos que uno lee siempre, escriban lo que escriban, McEwan, Pombo, Ford, Houellebecq, y el que no ha brincado los ochenta no para de fumar, a veces las dos cosas, de modo que pronto (si no soy yo el que se adelanta, claro), mi biblioteca se habrá teñido entera con la penumbra de los clásicos, escucharé con mis ojos a los muertos, pero ya no habrá nada nuevo que esperar de ellos, ni tampoco tendré ganas de afiliarme, por así decirlo, a la obra nueva de algún joven escritor. Cada cual es hijo de su tiempo, hasta para sus lecturas imprescindibles.

Pienso ahora, el día que me desayuno con su muerte, qué fue lo que me atrapó de aquella primera novela, La música del azar, y me convenció para no dejar de leer a Paul Auster. Supongo que era el aire kafkiano de la historia, lo verosímil inquietante, la prosa tensa como el cordel que sirve para medir y para estrangular, sin frases de relleno, sin filigranas ni apósitos sentimentales. Cuando publicó en castellano su primer libro de poemas, Desapariciones, escritos todos en los años 70, dijo, además de nombrar a Paul Celan como su maestro, que su relación con la escritura había ido creciendo de la condición mínima y seminal de un poema breve a la más larga y compleja de un relato, pero que el método seguía siendo el mismo, es decir, entiendo yo, que Auster nunca se dejó llevar a ver qué pasa, dejando que fueran sus dedos los que hablasen o buscasen una trama mientras rellenaban páginas, sino que sus libros, todos, eran como esa muralla que se ve obligado a levantar Sachs, el atónito protagonista de La música del azar, piedra por piedra, juntura por juntura, con columnas que cada cierto tipo se repiten para dar al conjunto la debida consistencia, del mismo modo que en la vida es el azar el que nos va repitiendo y nos sirve de rima. 

Pero en Auster este azar no era el mismo azar casual de Anthony Powell, del que se reía Julian Barnes, sino un azar siempre metafórico, significativo. Recuerdo un relato en el que el protagonista cuenta que su padre se había comprado un coche nuevo antes de morir a los 63 años, creo. Durante el velatorio, el hijo bajó a la cochera y se sentó al volante del coche, todavía oloroso de plástico nuevo, y miró el cuentakilómetros, que también marcaba 63. Este tipo de rimas del tiempo me han servido como material de clase más de una vez, por ejemplo con las historias de El cuaderno rojo, casualidades inquietantes de cuando el autor era niño, notas dispersas en los hilos de la luz que componen una sinfonía coherente. 

Durante años, no obstante, cuando me preguntaban por una sola novela de Paul Auster, dudaba entre El palacio de la luna y otra que me revolucionó, más como aficionado a la literatura que como ciudadano con conciencia política, Leviatán. La primera era el mundo extraño y cotidiano al mismo tiempo de Auster, verosímil y fantasioso, raro y posible; la segunda, una desgarrada huida hacia delante de quien se siente preso de su propia coherencia. Las dos, y todas las demás, compartían esa prosa tensa y clara, ese deslumbramiento de lo que los demás vemos pasar como si nada, el acercarse a las cosas y escucharlas, y sobre todo, sobre todo, el tratar a los personajes con el máximo respeto si es que quieres que tengan algo interesante que contar.

No todas me han fascinado, desde luego. Por lo que leo, debo de ser de los pocos que acabó cansado de 4321, o que, cuando iba un palmo más allá de lo verosímil (Mr. Vértigo), sentía que su juego ya no funcionaba. Pero daba igual, era una apuesta de vida, el amigo que uno se hace un día en una librería, porque alguien de fiar te lo presenta y porque al leerlo sientes lo mismo que los colegiales cuando encuentran a sus primeras amistades duraderas, que tienen la sensación de que ya lo entienden, de que ya lo han leído, de que ya lo conocen, aunque no recuerden de qué.

2 comentarios:

  1. Ay Antonio, en cuanto me he enterado de la noticia he venido a tu blog buscando algo de consuelo. Qué palo.

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    1. Pues poco consuelo, Pilar. De pronto admiración y afecto son la
      misma cosa, por si aún no lo sabíamos.

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