17.9.24

El mapa fantasma


Lo menos hará diez años desde que el abogado Alfonso Casas me enseñara su colección de reliquias de la batalla de Teruel encontradas por esos páramos pelados. Allí había cascos, tarjetas, insignias, latas de conserva y toda clase de restos de munición que uno pueda imaginar, y solo era una pequeña parte, me dijo entonces, de la magnitud colosal del armamento que unos y otros emplearon para conquistar, defender y reconquistar esta pequeña capital de provincia, la primera que el ejército republicano tuvo bajo su control y la que obligó al ejército franquista a retrasar su entrada en Madrid. Teruel ha sido siempre cruce de caminos, apeadero sangriento, lejos de todas partes y en medio de los más negros destinos.
Alfonso Casas lleva treinta años pateándose trincheras y parapetos, casamatas y nidos de ametralladora, rascando con los dedos en la tierra, en busca de algún fragmento de aquel infierno, al tiempo que va recopilando testimonios de toda clase y materiales bibliográficos: cartas desde el frente, informes oficiales, notas de prensa, cablegramas del alto mando, memorias y estudios que, casi por decantación, han ido dando forma a este estudio.

La batalla de Teruel fue una conjunción de la siniestra parsimonia con la que Franco planteó una guerra de desgaste y aniquilación, y la entusiasta pero mal organizada respuesta del ejército gubernamental. Mientras Mussolini se desesperaba por la calma con la que Franco se tomaba las matanzas, en el bando republicano no había una sólida estructura de mandos intermedios que garantizase una coordinación eficaz. Unos no tenían prisa por terminar la escabechina, y los otros demasiada por alardear de victorias puntuales. Negrín reprochando en Barcelona a Indalecio Prieto, ministro de Defensa, su falta de optimismo es una triste imagen que simboliza un aspecto demasiado importante de lo sucedido. Y uno se espanta al saber que semejante carnicería, en el fondo, no empezó más que como una maniobra de distracción. Entre proteger el paso hacia Levante de las tropas republicanas e impedir el avance hacia la capital de las franquistas, el resultado fue una de las páginas más desalmadas de la guerra civil española, y eso que tuvo unas cuantas.

Casas repasa minuciosamente, con escrúpulo de abogado serio, el transcurso de aquella contienda, desde que el general franquista Rey d’Harcourt asentó sus reales en Teruel después de la sublevación, hasta que el general Varela entró apartando aljezones con la punta de la bota. Entretanto, dos meses de inhumana destrucción, de lucha encarnizada y penurias insoportables en medio de uno de los más duros temporales de nieve que se recuerdan. Quien no moría de un balazo, moría por congelación, o porque se le caía la casa encima, o de hambre y de sed. Y ese es el principal problema con el que se enfrentan los libros sobre la batalla de Teruel, el de reflejar, además de las operaciones bélicas, el espanto inenarrable que tuvieron que soportar los combatientes, muchos de ellos forzados por la casualidad o por la geografía, y, sobre todo, los civiles, masacrados por sus compatriotas, desvalijados por sus iguales, cuando no martirizados por extranjeros a los que, como dijo el otro, nadie había dado vela en nuestro propio entierro. La carta desesperada y con faltas de ortografía, escrita en una trinchera a quince grados bajo cero por un soldado raso comido por las pulgas, vale tanto como la orden de ataque redactada por oficiales bien abrigados en la seguridad de un cuartel general, entre sacos de tierra o muros de hormigón. El mapa del teatro de operaciones (una expresión tan cínica como certera) es igual de relevante que esa lata de sardinas sin abrir que Casas se encontró en un barranco y que, más de medio siglo después, contenía una especie de «paté untoso» no muy distinto al que cualquier soldado de entonces, y la mayoría de los vecinos de la ciudad, se habrían comido con los ojos cerrados y les habría sabido a gloria.

Estos dos extremos, el de los mapas y el de los diarios, el de las órdenes y el de los recuerdos, son los que Casas se propone conjugar en este libro. Sin solución de continuidad se yuxtaponen cuestiones de poliorcética y escenas imborrables, cifras escalofriantes e historias que la transmisión oral ha cubierto con el barniz de la epopeya. Casas nombra a los generales y a los soldados, a los ministros y a los vecinos evacuados; de los unos se ha informado con rigor documental, y a los otros ha ido a escucharlos, se ha sentado con ellos y ha anotado sus palabras. Entre el tratado militar y el ejercicio de historiografía oral, entre Martínez Bande y Ronald Fraser se sitúa, creo yo, el empeño de este libro, que si bien basa su estructura en la cronología de las operaciones militares, también aporta testimonios de primera mano; por algo Casas ha sido también durante todos estos años inmejorable guía de muchos descendientes de figuras ilustres que pisaron el averno, y de mucha figura ilustre cuyo antepasado anónimo se dejó la vida en estas tierras inclementes. Y no soslaya extremos que pudieran connotar un juicio interesado: tanto cuenta el bárbaro escarmiento contra soldados traicionados por su propio instinto de supervivencia como el buen trato que, en general, el ejército republicano dio a los cautivos, y es igual de relevante la firmeza imperturbable de los defensores franquistas que el no menos despiadado trato que sus propios correligionarios les brindaron. 

Uno cierra los ojos y trata de imaginar lo que debió de ser el avance de la caballería del general Monasterio a través de los páramos helados del campo de Visiedo, una visión irreal, fantasmagórica, como el hecho de que tanta gente se sometiera a un sufrimiento tan atroz y a una muerte tan segura. Esos campos entre el Guadalaviar, el Jiloca y el Alfambra ya entonces solo eran visitados por yuntas de mulos que labraban la tierra polvorienta, pero en la cruel asepsia de los mapas eran vías de comunicación, zonas de repliegue, campos de batalla, la guerra como un juego de generales sobre marañas topográficas en las que un hombre no es más que un punto indistinguible en el trazado de una flecha. 

Quizá por eso hay que reprochar, más a la editorial que al autor, el que no haya señalizado más el texto, con mapas que orientasen las descripciones y un índice onomástico que agilizara las consultas. Así uno debe ir cotejando el texto con alguno de esos mapas del ejército que son los únicos donde aparecen rincones desiertos, inhabitables, que sin embargo para un general eran un buen sitio donde hacer que sus tropas se murieran de frío, mapas de la muerte donde solo se ven líneas de ataque.


Alfonso Casas Ologaray, Teruel. El Stalingrado español. Renacimiento, col. Espuela de Plata, 2024, 319 p.

12.9.24

Whisky de los 70



Hará bien el lector que se adentre en la obra de José Saramago en no empezar por el principio, no ya por su primeriza La viuda, que se publicaría en castellano a finales de siglo, sino por este Manual de pintura y caligrafía, que es de 1977, y se nota. Hay libros cuya lectura exige no perder de vista las circunstancias en que fueron escritos, porque de lo contrario pueden parecer un tostón presuntuoso, antes incluso de que al llegar al final el juicio no mejore en absoluto. Si uno ha leído, por ejemplo, Amor en días de furia, la única novela —creo— que escribió el poeta Lawrence Ferlinguetti, esta otra novela de Saramago se comprende mejor, no porque sea incomprensible, en absoluto, por más que divague sobre el utilidad del arte y las relaciones entre la pintura y la escritura, sino porque a estas alturas los personajes que presumen de distancia, que se sientan en el suelo «de espaldas al diván» a escuchar jazz y frecuentan el sexo de capítulo octavo, como diría Cortázar (quien también frecuentó esos personajes), ya nos resultan algo revenidos, pero en su época eran de lo más moderno. Decía Juan Benet que en las novelas de García Hortelano los personajes no hacían más que darse duchas y ponerse un whisky, y con semejante piropo (menos mal que eran amigos) ya sabe uno de qué pie cojea toda la obra de Hortelano. En esta novela de Saramago hay alguna que otra ducha pero sí se ponen vasos de whisky y las sábanas quedan manchadas después de esos encuentros amorosos en los que no hace falta decir nada, y que suenan más a fantasía del autor que a vivencia del personaje. Luego todo se cierra en unas pocas páginas con amores inverosímiles, tramas políticas, encuentros con la policía y el renacer de un hombre nuevo que cuando llega a su casa se da una ducha y se pone un whisky.
En este caso, el protagonista de Manual de pintura y caligrafía es un retratista nada orgulloso de sí mismo («sé muy bien quién soy, un artista de poca categoría que sabe su oficio pero a quien le falta genio, talento incluso») al que una familia de empresarios ha encargado un retrato que el protagonista empieza dos veces y no acaba ninguna, una porque lo tacha y otra porque el cliente no lo quiere, en una escena que da muy bien el tono kafkiano que a veces toma el personaje con ese distanciamiento de impostada seriedad. El pintor escribe, y el escritor escribe sobre el hecho de escribir, «juego con las palabras como si usase colores y los mezclara en la paleta», algo que en los 70 todavía tenía su gracia, y busca el conocimiento en la desfiguración y, como su clientela, él también tiene «ese aire que decimos civilizado, con algunos detalles de intelectualidad y de simplicidad pretenciosa».

Especialmente interesantes son sus viajes por la pintura italiana, por más que ocupen el espacio que uno esperaría que ocupasen los hechos, la narración, algo de lo que ya hablamos a propósito de Memorial del convento, del que aquí encontramos algún detalle premonitorio al hablar de los pájaros de Trubbiani, «construidos de cinc, aluminio y cobre, estas aves de alas largas, sujetas a mesas de tortura, inmovilizadas en el instante anterior al de la muerte…». Mucho arte, sí, y mucho libro sobre otros libros (Robinson, del que cita largos fragmentos, igual que de algún pesado texto marxista, o las Memorias de Adriano, La cartuja de Parma, y, sin nombrarla, claro, la Historia de la pintura en Italia) y mucha autocrítica de espejo deformante, como cuando juzga lo que está escribiendo como páginas «demasiado artificiosas para mi gusto y en las que me dejé arrastrar por no sé qué tentación de virtuosismo loco, contrariando la severa regla que me había impuesto de contar lo acontecido, y nada más». Pero protagonista y autor están más pendientes de la definición por oposición, tan del estructuralismo de la época («Unos y otros separados de mí. Y yo de mí mismo») y de la autoflagelación pretendidamente cínica, como cuando el personaje no se arrepiente de confesar que mientras llevaba a los padres de un preso político a verlo a la cárcel él se excita con la hermana, que va de copiloto y con la que protagonizará un final de amor meloso tan redentor como inevitablemente cursi. 

La novela, en fin, «duró el tiempo preciso para que acabara un hombre y empezara otro», para que desapareciera el pintor mohíno y apareciera el artista comprometido, para que se diluyera el viajero diletante y tomara forma el amante entusiasmado, y uno piensa, al acabar su lectura, que ese deambular por los Museos Vaticanos, ese jugar con las palabras y ver de lejos a los otros era, a fin de cuentas, mucho más interesante que el apaño narrativo de amor sincero y Revolución de los Claveles con que la novela se termina, y no será la última vez.

Pero Saramago es Saramago, y con navegar en su prosa tenemos más que suficiente, por mucho que el retrato quede embadurnado de agorera distancia, culturalismo selecto y, sí, pedantería setentera, con más humo que luz. Y aun así uno encuentra, igual que el protagonista cuando vaga por los museos italianos, páginas que poner en la vitrina, relatos insertados que sin duda deberían figurar en su antología definitiva, en este caso uno que voy a copiar entero porque me recuerda a lo que dice Virgilio de las crías del ruiseñor y a lo que dice Lampedusa de su encuentro con la caza. Aquí ya está, creo, el Saramago crudo y desnudo, destemplado y lírico que luego tanto nos habría de gustar.


En lo alto de un árbol (olivo, para decirlo todo) hay un pájaro. Un pardillo. Abajo, con un tirador en las manos, moviéndose lentamente, un chiquillo. El cuadro es clásico, y el objetivo simple. Ninguna crueldad: los pardillos nacieron para ser apedreados, y los niños para apedrear a los pardillos. Así es desde el principio del mundo, y, del mismo modo que los pardillos no han emigrado a Marte, tampoco los chiquillos se han recogido a conventos, aplastados por los remordimientos. (Cierto es que eso le aconteció al piloto que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima [¿o sería quizá la de Nagasaki?] pero la excepción, esta vez, no confirma la regla.) Dicho esto, tensas las gomas, hecha la puntería, allá va la piedra. Pero el pardillo no cayó. No cayó y tampoco alzó el vuelo. Se quedó en la misma rama, en el mismo sitio, piando de una manera que parecía indefinida, pero que, como se supo más tarde, era de abandono. La piedra le había pasado al lado, arrancando dos hojas de olivo que fueron cayendo, oscilantes, como péndulos de un hilo que ampliamente se fuera distendiendo hasta el suelo. El chiquillo se quedó sucesivamente molesto, asombrado, contento. Molesto porque había fallado, asombrado porque el pardillo no había alzado el vuelo, contento por esta misma razón. Otra piedra al tirador (también llamado tirachinas), nueva y más primorosa puntería, y el rápido ruido de la fricción del aire, el zumbido. Disparada en vertical, la piedra rebasó el árbol y se convirtió en un punto negro que se fue reduciendo contra el fondo azul del cielo, casi en la frontera blanca de una pequeña nube redonda, y, llegando a lo alto, se detuvo un instante, como quien aprovecha para ver el paisaje. Luego, como un desmayo, se dejó caer, decidido ya el punto en que otra vez iba a acomodarse en la tierra. El pardillo seguía en la rama. No se había movido, ni se había enterado, el pobre, piaba sólo y sólo sacudía las plumas. De molesto-asombrado-contento, pasé a sentirme sólo avergonzado. Dos piedras, un pájaro quieto y vivo. Miré a mi alrededor, para ver si alguien era testigo de mi pobre puntería. El olivar estaba desierto. Se oían sólo cantos rápidos de otras aves, y quizá, allí a pocos metros, un lagarto verde, a la entrada del agujero, en el escondrijo de un árbol, me mirara con sus ojos fijos y pétreos, tratando de percibir lo que veía. Voló la tercera piedra, y otra, y otra. Siete u ocho piedras fueron disparadas, cada vez menos firmes, cada vez con más trémula mano, hasta que, sin que el pardillo se hubiera movido, sin que hubiese dejado de piar, una piedra al azar, sin fuerza casi, le dio en pleno pecho. Cayó el ave de rama en rama batiendo las alas, con ese rumor afligido de quien se despide de la elástica firmeza del aire, y acabó cayendo a mis pies, sacudiendo en espasmos las patas y abriendo como dedos las apenas formadas rémiges (rémiges, artemages, esta lengua no es la nuestra). Era un pardillo joven, que aquel mismo día debía de haber abandonado el nido por primera vez, tan joven que aún tenía la boquera amarilla en el pico. Había conseguido reunir fuerzas para volar hasta aquella rama y allí se quedó, para recobrar energías en las alas y en su pequeña alma. Qué hermosas, vistas desde encima, las copas redondeadas de los olivos, y a lo lejos, si vista de pardillo no engaña, aquellos otros árboles que eran fresnos y chopos, plantados en fila, cubiertos de hojas que parecían manitas llamando a alguien o abanicos que hacían nacer el viento. Levanté al pardillo del suelo. Lo vi morir en mis manos en cuenco, velarse primero la pupila negra, luego el párpado casi translúcido moverse de abajo arriba y quedar así, dejando sólo una rendijita por donde la mirada pasó aún, en la última película del tiempo que restaba. Murió en mi mano. Primero estuvo en ella vivo, y luego murió. Volvió a morir en Venecia, preso con grilletes y candados a un banco de tortura. La cabeza, un poco de lado, volvía hacia mí un ojo dilatado de horror. ¿Qué muerte es la verdadera? Viajando hacia atrás en el tiempo y desplazándose entre tanto en el espacio, sobre Italia y Francia, y España, o planeando, muerto, sobre las aguas rejuvenecidas del Mediterrá-neo, el pájaro de Trubbiani, de cobre y aluminio, fue a posarse en la palma de mi mano, a ocupar el lugar del cuerpo aún tibio, pero ya enfriándose, del otro pájaro asesinado. En el olivar caliente y callado, el niño empieza a distinguir que los crímenes son y tienen dimensiones. Se lleva a casa el pardillo muerto y lo entierra en el huerto, junto a la valla adonde no llega el azadón: un túmulo para la eternidad.

José Saramago, Manual de pintura y caligrafía, trad. Basilio Losada, 2022 (=1977), 286 p.  

8.9.24

Los pájaros y el templo


En su Viaje a Portugal, al entrar en la iglesia del monasterio de Batalha, José Saramago, el viajante, habla del placer que lo inunda, y se fija en el juego de espacios que  describen las altísimas columnas, a medida que uno avanza por la nave y van apareciendo las capillas. 


O estático torna-se dinâmico, o dinâmico detém-se para ganhar forças na imobilidades. Seguir ao longo destas naves e passar por todas as impressões que um espaço organizado pode suscitar. Porém, não tarda o viajante a reconhecer que não estava tudo dito: pela porta entraram três andorinhas que voaram, aos gritos, nas alturas da nave, e então uma nova impressão tomou, um longo arrepio, assim ficando provado que sempre se pode ir mais longe acrescentando à linguagem outra linguagem, à abóbada a ave, ao silêncio o grito.


Leí este pasaje al salir del impresionante edificio manuelino, sus claustros, sus capelas imperfeitas, sin terminar, apuntado apenas el arranque de los nervios de la cúpula, o su sala capitular, construida por condenados a muerte, bajo cuya clave se sentó su arquitecto, Alfonso Domingues, nada más desmantelar la cimbra, mientras todo el mundo miraba desde las ventanas convencido de que se iba a derrumbar. En ese convento late una armonía sobrecogedora de sobria exuberancia, de austeridad monumental, de apabullante desnudez. Por muy decorados que estén los pórticos y los remates, conmueven en su sencillez flamígera, con las abundancias góticas pero también la claridad renacentista, sin ese amontonamiento adiposo que vendría luego en el Barroco. En el convento manuelino el espacio y el tiempo vienen a ser algo parecido, grandioso, inacabable, y al mismo tiempo recoleto. La nave central tiene una altura mareante, pero es una cáscara de nuez bajo el firmamento que aspira a sugerir. Dice Saramago que mejor habría sido pasar por este monasterio en avión, para no tener que detenerse en explicarlo, una tarea más difícil, dice, que la victoria sobre los españoles que sirvió de motivo para construirlo.

Y eso que venía de Alcobaça, cuyo convento es de una grandiosidad más doméstica. Allí me deslumbraba la cocina, alicatada hasta el lejano techo, el refectorio con su púlpito de piedra para amenizar las comidas con sagradas lecturas, o el claustro que ahora está decorado con evónimos pero en su tiempo sirvió para plantar berzas y lechugas: la vida cotidiana del convento cisterciense, no su fastuosa teatralidad espiritual, tan manuelina, por otra parte. Allí metía la cabeza por la inmensa chimenea y calculaba los espacios asignados a los monjes en el dormitorio comunal, donde caben, sin amontonarse, varios centenares. Allí pensé en la tierra, no en el cielo, pero la alegría sobrecogedora viene a ser parecida. La diferencia está en las golondrinas, esas andorinhas que me recordaron otro pasaje subrayado hace muchos años en el Memorial del convento. «Asciende hasta las bóvedas el canto de los pájaros», dice allí, y es posible que Saramago se acordase, porque su Viaje a Portugal lo publicó trece años después. Los pájaros y el templo, y esa placidez que uno siente cuando viaja por un país tan amigo, sin embargo, de la profusión ornamental, sobre todo cuando está relacionada con la muerte.

Y quizá de ahí, de esa primera impresión que Saramago tuvo que sentir muy joven, naciera el Memorial del convento. Allí también se habla de la construcción de un gran monasterio, en principio para ochenta, pero luego para trescientos monjes, en Mafra, por capricho del rey Juan V, «por un voto que hizo si le nacía un hijo», razón tan peregrina como la que sirvió para levantar el de Batalha, que fue la victoria de Aljubarrota contra los españoles; y allí también hay un espíritu alado que recorre el libro entero, un ingenio volador que solo en parte es fantasía, porque ya nos anota Basilio Losada, en la deslumbrante traducción que le valiera el Premio Nacional en el 86, que fue Bartolomeu Lourenço de Gusmão, el Padre Volador, quien «inventó el globo aerostático y fue uno de los precursores de la aeronáutica». Ambos hechos históricos, el convento gigantesco y el primer avión, sirvieron a Saramago para armar esta maravilla, la que definitivamente lo consagró como el gran artista que es. El trabajo de Losada en la traducción, su esfuerzo por conservar las secuencias rítmicas, los versos entretejidos, la poesía que respira por las páginas, dan fiel idea de la extraordinaria belleza del original.

Porque la historia que nos cuenta el Memorial del convento vuela muy alto pero no se aparta de tan sólidos cimientos. Nos habla de Baltasar, que perdió una mano en la guerra, y de su amada Blimunda, mujer de una pieza, con extraños poderes adivinatorios que llevan al padre Lourenço a pedirle que vaya mirando el interior de los hombres y recolectando sus voluntades, que serán el carburante para su proyecto volador, la passarola, un cacharro davinciano que funciona con «sol, ámbar, voluntades, imanes y laminillas de hierro». Son estos dos elementos, el templo de piedra y el pájaro de hierro, los que estructuran la narración con el peregrinaje de los tres amigos hasta que logran armar el aparato y volar, en una escena que está entre el viaje en globo del Libro de Alexandre y las piruetas del barón Münchhausen, hasta que aterrizan entre los arbustos y la acción se llena de procesiones sagradas, comitivas reales y yuntas de bueyes en fila interminable para transportar un pedrusco que sirva de dintel al pórtico del monasterio. Saramago se extiende en la poesía de esos inventarios, de los séquitos floridos y las hileras de hormigas humanas, de sus trabajos y sus días, en un manuelismo verbal que hace honor, ya lo creo, a la belleza que se propone retratar, y sin embargo resuelve con demasiada prisa, a mi juicio, acontecimientos que hubieran requerido algo más de paciencia. Así sucede con la huida y muerte de fray Lorenzo (feliz casualidad que este Lorenzo también case en secreto a los amantes), perseguido por la Inquisición, que se ocupa de arrastrar piedras imposibles pero considera pecado emular las dotes de los pájaros. Y también con el último viaje de Baltasar, una vez que encuentra la nave voladora y por un azar narrativamente coherente vuelve a ascender a los cielos, o con la búsqueda final de Blimunda, que recorre los caminos en busca de su amado, hasta que lo encuentra en un auto de fe resuelto en media docena de líneas. 

El libro es de tal hermosura que toda esta desproporción entre lo narrado y lo descrito tiene que estar hecha a propósito. Saramago va de las fatigas a los oropeles, del suelo por donde se arrastra la miseria y la vanidad al cielo por el que vuelan los corazones limpios, o las cenizas que se lleva el mismo viento que avivó la hoguera, pero los hechos, lo que se dice los hechos que hacen avanzar la acción, no la piedra ni el monasterio, no el pájaro ni el amor, se narran con sorprendente economía. Da igual. Quizá sea que uno acaba la lectura con ganas de quedarse más tiempo contemplando la gloria del espacio y de la luz, como en los conventos por cuyas alturas gritaban las golondrinas.


José Saramago, Memorial del convento, trad. Basilio Losada, Seix Barral, 1986, 287 p.

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