26.9.24

Naturaleza lírica


Antes de empezar con la clave de bóveda de Saramago que es El año de la muerte de Ricardo Reis, hemos retrocedido a esta colección de relatos de 1978, a medio camino entre el intelectualismo libresco que ya vimos en Manual de pintura y caligrafía y el descubrimiento de la naturaleza, por así decirlo, que iluminaba las, a mi juicio, mejores páginas de Levantado del suelo. Y así, de las seis piezas que componen Casi un objeto, las mejores son sin duda las que se lanzan a la lírica descriptiva como atmósfera envolvente de la fábula, sobre todo la historia del centauro, y las peores aquellas que, en aras de una estructura tan cuidada como confusa, desaparece la frescura que todo relato, a fin de cuentas, debe tener. Decía Poe que la primera norma para escribir un cuento es que se pueda leer —y escuchar— en un sola sesión, como un solo golpe de imaginación. Y ahí es donde, en algún caso, aparece el único defecto que uno le encuentra a veces a Saramago, la prolijidad, el exceso gratuito, aquello de lo que podría prescindirse sin dañar la intensidad ni la hondura del relato y cuya presencia lo lastra de un plomizo regodeo. 
Será por la cercanía —o, más bien, por mi muy limitada cultura literaria—, pero no me cuesta establecer vínculos entre lo que escribe Saramago y otros libros escritos en castellano. Si en el Manual de pintura… la influencia de Cortázar flotaba como el humo de una sesión de Thelonius Monk, aquí es aún más nítida (es decir, más espesa), sobre todo en el relato ‘Embargo’, en el que resuenan títulos tan célebres como ‘La autopista del sur’, ‘No se culpe a nadie’ o incluso ‘Casa tomada’, o en el que abre el libro, ‘Silla’, al margen de que pueda o no referirse a la lenta podredumbre de la tiranía («Cae, viejo, cae»), con ese tono entre científico y filosófico de las andanzas de la carcoma y esa distancia irónica con que Cortázar explica el absurdo de lo más cercano. En ambos casos, y también en el de ‘Cosas’, a esta vena cortazariana se le transparenta la plantilla kafkiana, que llevada al extremo siempre produce efectos muy cercanos al surrealismo. La extraña inconsistencia de la realidad es un trasfondo de pesadilla sobre, en este caso, la imposibilidad del sometimiento absoluto de la población, fábula orwelliana que resulta, sin embargo, densa, cargante, innecesariamente prolongada.

Pero hay otro autor argentino del que no es difícil acordarse leyendo cuentos como ‘Reflujo’ y, sobre todo, ‘Centauro’. En ‘Reflujo’, que por otra parte nos recuerda a El testimonio de Yarfoz, novela de Ferlosio que se publicaría casi diez años después, la idea es el negocio de la muerte con la excusa de su desaparición de la vida pública, la construcción de un perfecto cementerio que, como diríamos ahora, interactúa con la realidad más o menos viva que lo rodea, y eso que es un cuadrado perfecto. También aquí el rey muere no sin antes darse cuenta de que ni se pueden poner puertas al campo ni a la muerte ni a la vida, ni mucho menos a su gran proyecto funerario. Aquí la gracia está precisamente en la poca sangre, en la frialdad arquitectónica de la narración, en el engranaje intelectual de la fábula, en el brillo del acero con que da la sensación de que está escrito.

El otro relato evidentemente borgiano es, decimos, ‘Centauro’, el mejor del libro si no fuera por un final en el que la blanditia viene a estropearlo un poco, porque después de tan hermosa y potente narración la cosa naufraga en una escena que más parece sacada de un King Kong en blanco y negro que del elevado clasicismo en el que se inspiraba. Salvando la sorpresa innecesaria de la naturaleza del protagonista (podía haber dicho que es un centauro en la primera línea y lo habríamos leído con el mismo placer), el arranque del relato es fabuloso, en el doble sentido de traer una fábula clásica como la que trajo Borges con el Minotauro, con esa misma mezcla de fuerza y de malancolía, y en el de que esas páginas son de lo mejor que uno ha leído de Saramago, quien supo ver que en la descripción de la naturaleza también habitaba la más alta poesía. Huye el mito de los hombres racionales que quieren cargárselo a pedradas, se alía con otros mitos (como don Quijote) y debe guarecerse de la ignorancia y la superstición, y se convierte, así, en el último mito, porque 


el mundo transformado persiguió al centauro, le obligó a esconderse. Y otros seres tuvieron que hacer lo mismo: fue el caso del unicornio, de las quimeras, de los hombres lobo, de los hombres con pies de cabra, de aquellas hormigas que eran mayores que zorros, aunque más pequeñas que perros. Durante diez generaciones humanas, este ueblo diferente vivió reunido en regiones desiertas. Pero, con el pasar del tiempo, también allí la vida se volvió imposible para ellos y todos se dispersaron…


    El relato pierde parte de su grandeza en ese final con dama del bosque en el que chirrían un poco esas costumbres tan de la época de sacar mujeres «completamente desvestidas», y adornarlas con descripciones de su desnudez que suenan más a macho tecleante que a personaje mitológico. ‘Centauro’ es, insisto y en cualquier caso, lo mejor del libro, el relato que más se aleja de la prolijidad y al que menos agrava el mensaje, que en este caso no es una queja contra la persistencia del absolutismo sino un lamento por la muerte de la fantasía.

El libro se cierra con otra versión moderna de una fábula clásica, en este caso, al menos en parte, y sin trágico final, de Hero y Leandro, adobado con un recurso narrativo muy de aquella época, también en España, la descripción brutal de la castración de un cerdo, sin ahorro de sangre ni de costumbres tan bárbaras como darle de comer al animal sus propias criadillas. Contrasta la escena con el amor adolescente de los dos muchachos en el río, que precisamente se disponen a gozar de lo que al cerdo le han quitado. Digo que es muy de la época porque semejantes rústicas barbaridades quedaban muy bien en relatos y cortometrajes, un surrealismo de aldea que por lo visto es menos localista de lo que yo pensaba. 


José Saramago, Casi un objeto, trad. Eduardo Naval, Alfaguara, 2022 (=1978), 162 p.

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