2.11.24

Un relato a la deriva




Decía el sagaz crítico Marcelino Cortés que, después de El año de la muerte de Ricardo Reis, Saramago «se amaneró». Y tanto. La balsa de piedra, sin ánimo de incurrir en metáforas manidas, es un peñazo de campeonato, un relato sin ton ni son en el que se mezclan dos líneas argumentales que ni casan bien ni acaban de funcionar por separado. La sensación permanente es que Saramago se duerme en la suerte, ha partido de una buena idea que no resultó ser más que una ocurrencia, qué pasaría si la Península Ibérica se desgajase del resto de Europa, y ha fiado el navegar de la novela a su capacidad de improvisación. No somos amigos de los planes previos ni de los escritores que interpretan partituras, pero tampoco de los que escriben por escribir, largos fragmentos prescindibles en los que se nota demasiado que aquella mañana el autor tenía prosa pero no historia.
    Una de las líneas argumentales es la fantasía de la que parte la novela, justificada sin necesidad como una especie de deslizamiento de la capa superior de la Península, desde el momento en que el mismo título es una paradoja tan inverosímil que no necesita de apoyaturas geológicas. Pero bueno, es literatura y lo aceptamos, y tenemos paciencia suficiente para ver hasta dónde llega la ocurrencia, pero pronto todo se queda en el peligro de que choque contra las Azores, en que Portugal mira a América mientras España mira a Europa, en que la Península, ahora isla, cambia el rumbo, o en que empieza a girar sobre sí misma, sazonado todo ello con ese humor retórico y redicho, de notario zumbón, que en ningún momento arranca una sonrisa porque no tiene ninguna gracia. Los añadidos de política ficción tampoco, ni las reacciones de los demás países ni el movimiento proibérico que se desata en Europa ni la un poco amojamada crítica al europeísmo, o los tres éxodos (o cuatro) que provoca la ruptura, el de los turistas extranjeros, el de los ricos y poderosos, el de los habitantes de la costa y el de la emigración a países europeos. Resulta significativo que, escrita cuatro años antes de que la URSS se desmoronase, todavía se hable de ella como de un ente sólido, como si el telón de acero no se hubiese arrobinado.

Sin embargo, aun embadurnada con buena prosa, la máquina chirría. Igual que la balsa de piedra va sin rumbo por el Atlántico, las líneas narrativas se pierden en sí mismas y no queda claro (en el caso de que tuviera que quedar) qué nos quiere decir con ello el autor, si que un iberexit avant la lettre— sería beneficioso para la Península, si que ni aun así se generaría suficiente confianza entre los dos países, si lo que ocurre es que Europa se ha podrido de capitalismo y merece la pena fundar una isla equidistante de los dos núcleos del capitalismo occidental… No lo sé, pero sí sé que el autor habla como si hubiera que saberlo, como si cualquiera captaría el mensaje profundo, tan profundo que está hundido en la inmovilidad, en un relato paralítico que no tiene bastante con los, por otra parte, destellos poéticos que a veces consigue Saramago, cuya extraordinaria altura solo sirve para tener una imagen más completa de la poquedad en que se sustentan.

La otra línea narrativa, que podría prescindir perfectamente del caso de la balsa, es la que forman cinco personajes (primero dos, luego cinco, al cabo seis) que van viajando por la Península, al principio en un Citroën 2CV, en Dos Caballos, sin artículo, porque así se llama el artefacto personificado, y luego en dos caballos de verdad, cuando el coche se estropea y las vías se colapsan de desidia y desconcierto, de modo que solo es posible avanzar con métodos preindustriales, en una galera como la de los antiguos buhoneros, en principio huyendo del desastre que significaría chocar contra islas que aún no se han movido, pero pronto en un deambular un tanto picaresco en el que, a su paso por Tierra de Campos, tierra de fray Gerundio de Campazas, al narrador le queda tiempo incluso para ironizar contra «oradores prolijos, citadores impenitentes, refranistas convulsos y escritores descomedidos» y que jarse de que «nos haya aprovechado tan poco la lección siendo tan clara». Ciertamente.

Ya en las postrimerías de la novela, el narrador tiene a bien resumirnos la condición de sus personajes (de cinco de ellos, que Lozano llega casi al final), a propósito de que se encuentran sin dinero y tienen que buscar trabajo: Joana Carda, «pese a tener licenciatura en letras, nunca ejerció su carrera, fue siempre, desde que se casó, ama de casa»; Joaquim Sassa «pertenecía a la base de los oficinistas», Pedro Orce «se ha pasado su vida preparando remedios» farmacéuticos, José Anaiço es «maestro de chiquillos», y María Guavaira «es la única que puede ir a pedir trabajo por esas heredades, y hacerlo en proporción a sus fuerzas y a su sabiduría, que no llegan a todo»; una sabiduría que tiene que ver con sus poderes prescientes, de medio bruja, mientras los otros representan una cuadrilla sociológica de aquellos buenos ciudadanos que no saben a qué carta quedarse. No obstante, organizan una especie de comuna sentimental en la que las dos mujeres se ocupan de que los tres hombres estén abastecidos de amor, en páginas que, como nos pasó en ocasiones con el Ricardo Reis, suenan un poco a erotismo de viejo verde. Pero en todo caso unas y otros no terminan de cuajar en personajes bien diferenciados, no se individualizan ni, por tanto, cobran vida, y la mayor parte de las veces lo que dice o hace el uno podría decirlo o hacerlo el otro. Tan solo el perro que los guía, pobre animal que llevan andando la mayor parte de la novela, hasta que deciden subirlo al coche, parece cobrar encarnadura dramática propia. Sí es verdad que ese tono de aventura quijotesca, de viaje naïf de buenas personas en busca de una fantasía confortadora, sea un viaje al pasado o a un mundo mejor, nos recuerda un modo de hacer que en los 90, después de publicada esta novela, tuvo en España famosos y brillantes seguidores, pero en este caso me temo que la cosa no termina de cuajar.

Empezamos, en fin, la obra novelística de Saramago por la que hasta ahora no solo es la que más nos ha gustado sino la única que volveríamos a leer, Memorial del convento, y la responsable de que, a pesar de tostones deslavazados como La balsa de piedra, no hayamos perdido el propósito ni la esperanza.


José Saramago, La balsa de piedra, trad. Basilio Losada, Seix Barral, 1987, 333 p.

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