15.11.25

La luz final


Los lectores de Pombo, sobre todo a estas alturas, ya salimos entregados. Después de tanta prosa escolar y cursi que se nos vende últimamente como la repanocha literaria, abres un libro de Pombo y su resplandor te fascina como el del maletín aquel de Pulp fiction, como si hubieras encontrado un ansiolítico que al mismo tiempo fuera euforizante, con la tranquilidad y el entusiasmo de los placeres de verdad. Esa entrega previa, sin embargo, deslumbra pero no ciega. Cuentos autobiográficos I es un libro no sé si irregular o variado, con una mayor parte esplendorosa, la que se refiere, en primera persona biográfica, a su infancia y juventud, al mundo sobre todo de esa preciosidad que es Aparición del eterno femenino, un gozo deslenguado y santanderino al que aquí se añaden otros episodios que podrían haber formado parte de aquel libro —a su modo, traducidos al idiolecto de Ceporro— y otros que bastarían para, en ese mismo tono, con esas mismas historias, componer un libro hermosísimo. Pero hay, también, otra parte más sombría, más reescrita, de cuentos o partes de novela o narraciones por mitosis, en todo caso más cuento que autobiografía, más ficción que historia, más gris también, como de otras épocas más tristes y desesperanzadas. El contraste es tan intenso que una parte anega la otra con su belleza restallante, y la hace parecer algo pesada con su fulgurante brevedad.
Esos relatos tan buenos, tan puramente autobiográficos que son más de la mitad de los que componen el libro (aunque algunos de los otros son más largos), van de la figura lejana y antipática de sus padres a una carta final a la madre sobre la mutua imcomprensión, una carta que bien pudiera estar en ese inventario de papeles viejos que va sacando su ayudante Iñaki y van dando forma al libro entero. La carta quizá sea antigua, pero los recuerdos se dictan (Pombo sigue dictando, afortunadamente para nosotros) «con la inequívoca certeza de la luz final que me ilumina ahora, incesante y benévola», y se buscan en fotografías antiguas, pocas, con las que el autor no sabe en realidad si tiene o no tiene que ver. Pero lo ve desde unos ochenta y tantos años que se notan en la claridad precisamente, en cómo cuenta sin rencor hacia sí mismo, como hecha ya la rehabilitación de su pasado, algo que se nota en otras narraciones escritas quizá cuando era un sexagenario unamuniano y cenizoso, en los tiempos de El cielo raso y por ahí. Eso quiere decir, pienso ahora, que la buena edad para el recuerdo son los últimos momentos, cuando todo es luz y perdón a uno mismo, cuando ya no cuentan los errores y uno se conforma con lo que fue. Si alguien espera de un autor tan laureado y prestigioso como Pombo que se pase el libro dándose pisto y hablando de que conoció a Fulano y a Mengano, que busque algo menos auténtico. Aquí solo importan los momentos verdaderos, y si en algún caso se incluyen nombres famosos es por complacer a un amigo, como la anécdota con Sabina —y Esperanza Aguirre—, o por una refrescante memoria del antifranquismo individualista, sin martirologios ni catecismos ideológicos, caso del Carnicerito de Málaga o, en el sentido opuesto, de José María Cagigal.
Esta memoria de primera persona, de tal y como contamos a un amigo para no hacernos pesados, tiene momentos definitivos que coinciden precisamente con esa desmitificación de la ortodoxia antifranquista. Cuando un policía se acerca a él por la calle y le escupe un «¡Usted es maricón!», a Pombo, que pasará tres días en los calabozos, no se le ocurre más que contestar con aplomo militar: «¡Sí, señor!». Esa anécdota dice mucho de cómo es él. El servicio militar le resultó placentero porque le gustaba la teatralidad absurda de la vida castrense. Su homosexualidad la vivía con realismo crudo: «La legitimidad de mis sentimientos era absoluta, y la declaración de ellos, inverosímil», y por eso se largó a Londres, y no a alternar con élites oxonienses sino a limpiar apartamentos, una época que cuenta con gratificante naturalidad, sin victimismo de ninguna clase: quejarse es de mala educación, y Pombo siempre ha sido un señor, el señor Pombo, como lo llamaba Juan Benet. Es más, cualquiera habría abusado ahora de la intensidad juvenil de aquellos años en Londres, mientras en España nos comíamos los mocos, pero Pombo no solo no presume de ajetreos ni frivolidades sino que declara —quizá desde su retiro casi monástico— que «la felicidad tiene que ser tranquila», y que al final de su vida, ya instalado en Madrid, ha descubierto que «una sosa, rutinaria manera de vivir es la mayor perfección posible». Nada de saraos institucionales, por favor.
Pero esta parte de autobiografía sin veladuras narrativas tiene sus puntos culminantes en la infancia santanderina, en dos cuentos antológicos como 'El chinchorro' y el espléndido 'La isla de los ratones', felicidad de infancia recuperada, de poesía refulgente, de música verbal, allá en la bahía, leyendo a Stevenson, jugando a pescar calamares, aguantando el bofetón de ver cómo se sustancia con la fuerza bruta lo que no eran más que sueños de literatura. Maravillosos, y no muy lejos anda 'Abundio', sobre la granja que tenían sus padres en un pueblo de Palencia, donde el adolescente Pombo echaba de menos los verdores cántabros con tanto paisaje abrasador y polvoriento, y de paso nos hace pasar un rato divertidísimo. 
Pero eran tiempos viejos, papeles viejos, y para completar un libro había que incluir otros que quizá digan más del Pombo pesimista de hace veinte años, o incluso antes, que del de ahora. Es el caso de 'La factura de la felicidad', sobre un pseudoamorío falto de sustancia que recuerda mucho a Los delitos insignificantes, esta vez en una improbable relación heterosexual, o de 'La vida cotidiana', con ese dramatismo un poco desaforado de quien se presenta en su despacho a pedirle cuentas, un esquema que ha utilizado más de una vez en sus últimas novelas. Es el caso, en el mejor de los sentidos, de 'La casona', que es como una visita a los ambientes de Donde las mujeres, muchos años después, llena de mustia melancolía, y es el caso, sobre todo, de 'El pésame', el más largo, soso y plomizo de todos los cuentos, cuya severidad ojerosa decepciona un poco después de una primera mitad tan encantadora. Menos mal que, con buen criterio, antes de cerrar el libro regresa a la luminosidad infantil, no de la bahía de Santander pero sí de los trigales castellanos y las gallinas leghorn, y cierra con una límpida y sincera carta de desamor.
No sé si es una crítica decir que se trata de un libro desigual, que sobran algunos relatos y nos quedamos con ganas de más de la otra clase, de la clase infancia y juventud, de la clase artista adolescente, de esa última luz que felizmente lo alumbra y esperemos que siga alumbrando muchas más entregas de este proyecto de autobiografía sin rencores ni contemplaciones. Solo cuando se es tan pombiano como soy yo se le pueden poner peros a un libro tan hermoso. La fidelidad absoluta siempre encuentra algún defecto. Son las cosas del placer.

Álvaro Pombo, Cuentos autobiográficos, volumen I, Anagrama, 2025, 185 p.


5.11.25

Trágica y fecunda



Una trágica casualidad, la muerte de su único hijo, empujó al marido de Elizabeth Gaskell a proponerle que escribiera una novela para salir del insoportable abatimiento en el que se había hundido. Cuando la terminó tenía treinta y ocho años, que a mediados del siglo XIX no era precisamente una edad temprana, y Mary Barton se convirtió en la primera piedra de una extraordinaria carrera literaria que en solo quince años alumbró ocho magníficas novelas, otras tantas colecciones de cuentos, una biografía ejemplar, la de Charlotte Brontë, y una consideración literaria que desde entonces no ha hecho más que crecer.  Es célebre (jamás falta en los resúmenes de contraportada) el hecho de que Charles Dickens fichara inmediatamente a Gaskell para su revista Household Words nada más leer esa primera novela, y comenzara una amistad que dice tanto del olfato literario de Dickens como de su honestidad profesional y sentido de la utilidad social de la literatura.
Porque Mary Barton se publica en 1848, cuando los estragos de la revolución industrial han provocado que las condiciones miserables de los trabajadores de las ciudades entren a formar parte de novelas que sirven para denunciarlos y reclamar un poco más de humanidad. Dickens ya había escrito Oliver Twist y La tienda de antigüedades, y, como nos recuerda Jenny Uglow, la biógrafa de Gaskell, el tema de las espantosas condiciones laborales estaba siendo tratado por algunas otras escritoras de la época como Elizabeth Stone, quien, para escribir The Cotton Lord en 1842, ya se había basado en el asesinato de Thomas Ashton a manos de obreros en huelga, asunto que dio pie a la trama de Mary Barton. Es decir, por más que parezca muy temprana esta especie de protonaturalismo de denuncia de las condiciones de trabajo (sobre todo si lo comparamos con las piezas más célebres del naturalismo francés), la industrialización y una crítica severa de sus excesos, muchas veces con la Biblia en la mano, fueron fenómenos simultáneos. Si Dickens se tomaba en serio el escandaloso abandono de niños o las condiciones de miseria intolerable de sus padres, otros autores se enfrentaban desde la literatura a los abusos por parte de los patrones y reflexionaban sobre las soluciones propuestas por pioneros del socialismo como Owen. Gaskell puso el acento no solo en las condiciones laborales abusivas sino en la horrorosa vida que aguardaba a los obreros y a sus familias cuando salían de la fábrica.
En el caso de Mary Barton, esta siniestra contradicción queda plasmada, más que en la protagonista, en su padre, John Barton, y en el jefe de la fábrica de telas para la que trabaja, Carson. Por reciente que fuera el fenómeno industrial (la acción se desarrolla a mitad de la década de los 30, con los primeros trenes), las más recalcitrantes perversiones del sistema ya habían encontrado acomodo: los seguros solo amparaban a quienes podían pagarlos, y un incendio de una fábrica no representaba tanto perjuicio para su dueño (a veces incluso una oportunidad de negocio) como para los trabajadores que se quedaban en la calle sin nada de lo que ahora entendemos por subsidio. Ese es el caso de Carson, cuya fábrica se incendia, y de Barton, que pierde su trabajo igual que pierde a un hijo recién nacido por no tener qué darle de comer. Carson no sabe ni los nombres de los trabajadores que condena a morir de hambre, y Barton trata de asomar la cabeza en los primeros movimientos sindicales. Gaskell no duda de parte de quién está, si no la razón, al menos sí las consecuencias lógicas de la desesperación. Barton está herido de muerte desde el mismo momento en que no ha podido salvar a su hijo, y no puede librarse de su resentimiento ni aunque se deje caer en las blandas llamas del opio. 
Este es el entramado, digamos, moral que levanta Gaskell, el de una familia honrada de trabajadores que se ve condenada a la miseria por los fríos cálculos mercantiles de sus empleadores. Su hija, Mary, tiene que trabajar como una mula por poco más que la comida, y obsesionada con salir adelante se olvida de Jem, su pretendiente desde que eran niños, el marido que el destino le tenía reservado, para fingir ante sí misma que se encapricha de quien pueda ofrecerle algo mejor, nada menos que el hijo de Carson. Las mejores páginas de la novela coinciden con una sucesión de dilemas trágicos. Mary acepta que la ronde el hijo de quien maltrata a los de su condición, y él mismo se mofa de los huelguistas que reclaman condiciones dignas. Cuando ella por fin ve la luz, cuando se da cuenta de que ni siquiera la consideran digna de ser otra cosa que un capricho, ya la tragedia se ha desatado: alguien mata al hijo de Carson. Su antiguo pretendiente, Jem, es acusado de asesinato porque se cometió con un revólver de su propiedad. Vuelan las páginas en las que desesperadamente Mary trata de buscar una coartada en el simpático marinero Wilson, uno de esos personajes que ventilan de aire fresco una novela cada vez que aparecen por la puerta. No, no fue Jem aunque la pistola fuese suya. Fue alguien que había caído a los abismos de la desesperación, y Mary se enfrenta a un nuevo dilema trágico de proporciones griegas, porque ha de salvar a su novio inocente, pero quizá eso cause la condena de su pobre padre culpable.
Leo también en el libro de Uglow que algunas reflexiones del último tercio, las relativas a la necesaria piedad entre dueños y trabajadores, fueron añadidas a instancias del editor por una simple cuestión de espacio: le faltaban palabras para rellenar el capítulo. Quizá eso explique ciertos alargamientos innecesarios, algunos incluso repetitivos, en la última parte de la novela, después de la trepidante búsqueda del marinero, verdaderamente buena, pero también la inclusión de subtramas de índole folletinesca que luego deben resolverse de forma expeditiva, por ejemplo la de Esther, la tía de Mary, que también confió en el hombre que no debía y se perdió en un callejón oscuro, o el solemne agón que mantienen casi al final, antes de un colofón al menos esperanzador, los dos viejos antagonistas, los dos padres destrozados por la muerte de sus hijos: uno, Barton, que lo perdió por la crueldad y la desidia del sistema; el otro, Carson, por los extremos perniciosos de una avaricia que en la época se daba por normal. Gaskell, quien lamentaría saber expresar con tanta hondura el dolor por la pérdida de un hijo, trata de comprender sin por eso mitigar la fuerza de su denuncia; ofrece una solución piadosa para una situación despiadada, pero no lo hace de modo que resulte ni lejanamente mojigato. Es una constatación y una propuesta, hechas ambas con tanto respeto al ser humano como amor a la verdad.
No es de extrañar, desde luego, que Dickens no dejara escapar la pieza. En posteriores novelas, Gaskell se cuidaría muy mucho de usar esos añadidos que ralentizan el ritmo sin que avance la trama, rebajaría ciertos excesos melodramáticos con los que se corre el riesgo de desdibujar la intensidad, precisamente por querer forzarla; llegaría a ser una verdadera maestra del fresco narrativo, con estructuras más holgadas, no tan férreas, aunque igual de sólidas. Pero nada de eso quería decir entonces ni ahora que Mary Barton no sea una estupenda novela. Lo que sí garantizaba es que lo bueno no había hecho más que empezar.

Elizabeth Gaskell, Mary Barton, trad. Miguel Temprano, Alba, 2012, 540 p.

4.10.25

Patchwork


A falta de Ruth, de la que hay una traducción en castellano muy difícil de localizar, Lady Ludlow era de lo poco de Elizabeth Gaskell que faltaba por traducir y ahora publica Alba en traducción de Jesús Cuéllar. No es exactamente una novela, por más que todo esté hilvanado a partir de los recuerdos de la narradora, Margaret Dawson, y de las andanzas y desvelos de su benefactora, Lady Ludlow. Pero ya desde la nota previa se nos avisa de que, después de ser publicada por entregas, como sus otras novelas, en Household Words, la revista de Dickens, en 1858, pasó luego a formar parte de un volumen de relatos, Round the Sofa, en el que se incluyen otras historias que cuentan quienes visitan a la señora Dawson. En Lady Ludlow es ella, Margaret, la que, anciana y tullida, recuerda los tiempos en que, siendo la primogénita de nueve hermanos y habiendo perdido a su padre, marcha a casa de Ludlow para vivir con ella y «otras jovencitas» de cuya educación se ocupa la refinada dama.
Lo mejor del libro quizá sea este arranque y la descripción de la extravagante señora Ludlow, una mezcla, muy Gaskell, de señorona de rancia y clasista y, sin embargo, de buen corazón. Todo ello se demuestra en la historia que vertebra el libro entero, con algún que otro excurso que, sobre todo uno, habría dado para otra historia independiente que mencionaremos después; esta otra, la principal, es la del joven Harry Gregson, hijo de campesinos, que intenta ser educado por el clérico Gray pero encuentra la firme oposición de la señora Lawson, quien considera que los pobres no deben saber leer ni escribir, y que su analfabetismo es una garantía de sosiego inamovible. Así que rechaza al joven, que ha cometido el delito de aprenderse de memoria una carta para hacerla llegar a su destino a pesar de que pudiera extraviarla por el camino, como secretario particular, y en su lugar contrata a otra estrambótica dama, la señora Galindo, que se nos presenta con su propia historia incorporada, esta vez la de un rico baronet tío suyo que repudió a su familia (a pesar de mantenerle una asignación) y se marchó a recorrer mundo. Y otra vez es más interesante la presentación de esta señora Galindo, excéntrica y graciosa, que la historia un tanto apretada que luego se nos cuenta. 
Esto de apretada requiere una explicación, sobre todo porque es el motivo de que no haya disfrutado del libro. Venía de leer la impresionante Hijas y esposas, medida, reposada, con todos los elementos narrativos en perfecto equilibrio, las presentaciones, los antecedentes, las escenas descriptivas, los diálogos informativos, las anécdotas de transición… Pero aquí uno tiene la sensación de que Gaskell aprieta el paso en algunos momentos en los que narra desbocadamente lo que merecería un más sosegado relato, y en cambio se demora en antecedentes que exceden a los hechos o de explicaciones, por ejemplo, de derecho sucesorio. Ese contar un acontecimiento en cada línea no siempre resulta satisfactorio, sobre todo porque después se emplean unas cuantas en detener esos mismos acontecimientos. 
Hay casos como el del joven Gregson que, aunque se terminan por cerrar adecuadamente, carecen de desarrollo, y otros como el del capitán James (un marino a la que Ludlow saca del hospital para ponerlo al frente de sus tierras) en el que se mezclan las buenas acciones con los disparates, y en todo caso solo las primeras reciben adecuado desarrollo. El tempo de la novela y el del relato breve se van entrelazando de un modo que hace que la narración vaya a tirones, y que las veces que va demasiado deprisa dé la sensación de que en las otras avanza con demasiada lentitud, y viceversa, que es lo que suele ocurrir cuando se mezclan ritmos narrativos.
Ocurre también que el drama, o incluso la tragicomedia, soporta mejor el paso del tiempo que el relato humorístico. En demasiadas ocasiones intuimos que lo que dice Gaskell tenía que hacer troncharse de risa a los lectores de aquel entonces pero a nosotros nos deja fríos, y eso lo sabemos porque las novelas de Cranford, con pasajes todavía muy divertidos, abundan en ese tono. Las señoras extravagantes y contradictorias, el conservadurismo inflexible y el maleable corazón, dan lugar a personajes pintorescos con los que la propia Gaskell se divierte más que, me temo, nosotros ahora.
Pero en esta miscelánea de ritmos también la hay de temas. Junto a las historias de terratenientes en paisajes tipo Constable, con esos toques de humor inglés, hay una, bastante larga, romántica y dramática, que no acaba de cuadrar con el conjunto del libro, «la fatídica historia de Clément y Virginie». Clément fue, de niño, amigo de juegos de Urie, hijo de Lady Ludlow, y ese es todo el vínculo que lo une con el resto de relatos. Se trata, además, de una larga novela resumida: mientras la leía no evitaba pensar que, con el mismo argumento pero más desarrollada, esta historia sería la Historia de dos ciudades que no escribió Elizabeth Gaskell, y no deja de tener su gracia que la preciosa novela de Dickens se publicara en 1859, solo un año después de este libro. La historia de Gaskell cuenta los amores imposibles de dos jóvenes, primero porque Virginie rechaza a Clément y se va a vivir a París en plena Revolución, y luego porque Clément va a buscarla, cueste lo que cueste, y ambos son denunciados por Morin, enamorado de Virginie. Al final, al pie ya de la guillotina, Virginie reconoce el amor sincero de Clément y se abraza al condenado más afectuosa y agradecida que apasionada.
Es otra de las muchas afinidades Gaskell-Dickens que, de nuevo, imagino que habrá sido estudiada, o bien que el tema (Balzac lo emplea más de una vez) se prestaba a la narración sentimental. Lo que sí está claro es que como novela breve queda un poco densa, lo suficiente como para preguntarse por qué no emprendió con ella una novela larga. Aunque casi mejor, porque la habría terminado después de que Dickens publicase una de sus mejores obras. Y tampoco era plan.

Elizabeth Gaskell, Lady Ludlow, trad. Jesús Cuéllar, Alba 2025

28.9.25

No precipitarse


Es inevitable, mientras uno disfruta de su lectura, pensar que esta larga novela se quedó sin final porque la autora murió a falta de los últimos capítulos, o quiza solo del último, a juzgar por lo que el editor aclara en el epílogo. Elizabeth Gaskell sufrió un ataque fulminante al corazón, es decir, no era consciente de que estaba escribiendo su última novela, ni tampoco debía sobreponerse al agotamiento de una enfermedad que la estuviese devorando. Y este detalle cobra su importancia desde el momento en que la novela entera, donde hay enfermedades y muertes, no está en ningún momento ensombrecida por el pesimismo melancólico de quien siente muy cerca la suya. Se diría que termina tan de golpe como la vida de su autora, sin previo aviso.
Claro que, como también recalca el editor, Gaskell había dejado suficientes indicaciones para saber cómo acabaría la novela, que por otra parte tampoco eran necesarias teniendo en cuenta el sosegado discurrir de la trama, ajena por completo a los cambios repentinos y a los secretos inesperados. Todo en ella se va fraguando con la debida calma, jamás amontona datos narrativos, antes bien elabora hermosos frescos de los que se desprende un avance del argumento, los capítulos son representaciones en sentido estricto, es decir escenas presentadas en tiempo real, o lo bastante real como para que el lector pueda presenciarlas, asistir a ellas, vivir en ellas. Las hay que son espléndidos relatos (la visita del hidalgo Hamley al anciano campesino moribundo), y otras que forman parte de la intensidad imprescindible en un relato que además fue publicado por entregas (la inquietud de Molly con las habladurías en torno a Preston), o bien que se solazan en un género que Gaskell bordaba como la señora Gibson borda en su inevitable bastidor, el de las damas cotillas, el de las tertulias a la hora del té, en el que se había especializado en sus novelas de Cranford; pero no hay eso que podríamos llamar trepidante, y que, como por ejemplo demostró en Lady Ludlow, Gaskell también dominaba, sino un tempo surgido de la tradición de Austen, los jovencitos casaderos como tema de un vasto tapiz que integra todas las clases y todas las edades.
La trama de Hijas y esposas se arma sobre dos familias, una con dos hijos y otra con dos hijas. Los hijos son los herederos de un hidalgo, un «Hamley de Hamley», orgulloso de su rancio abolengo, por más que otros destinos menos nobles hagan más fortuna que él con sus tierras y sus costumbres. El hidalgo pronto se queda viudo de una fascinante mujer que desde el lecho donde la enfermedad la mantiene postrada irradia un resplandor de inteligencia y de bondad (de hecho, antes de informarme de las causas por las que fallecío Gaskell, pensé si no sería un inquietante autorretrato), pero esta mujer es el vínculo con la otra familia, en la medida en que casi acoge como hija a Molly, huérfana de madre y personaje principal de la novela. 
Los Hamley, pues, tienen dos hijos, Osborne y Roger, opuestos en todo menos en el afecto y la complicidad que se profesan, y al mismo tiempo representantes de la transición que el mundo civilizado está viviendo hacia los años 30 del siglo XIX. Porque Osborne es romántico y de salud muy delicada, aficionado a la poesía y sin ganas de medrar en un mundo de emergentes liberales, que además ha roto las limitaciones de su abolengo casándose en secreto con «una sirvienta», como la llamará su señor padre, ¡y además francesa!, heredera de aquellos salvajes revolucionarios y compatriota de aquel descerebrado al que dieron una lección en Waterloo. Osborne es, además, guapo y galante, y primogénito, lo que provoca chiribitas en los ojos de la señora Gibson, maestra viuda, casada en segundas nupcias con un médico de pueblo, y con una hija de su primer matrimonio, Cynthia, a la que quiere casar a toda costa con un buen partido.
El hermano de Osborne, Roger, es más feo, menos galante, no va a heredar y encima le ha dado por las ciencias. Es un Darwin en potencia (la novela se empezó a publicar solo cinco años después que El origen de las especies), amable, buen amigo, cómplice de las zozobras de su hermano. Mientras Osborne se apaga como se apagó el romanticismo, por consunción, Roger sale a recorrer el mundo, a explorar las selvas vírgenes y ganarse un prestigio entre la comunidad científica, algo que, para los arribismos lugareños de la época, era como no ser nada. ¡Si al menos se hubiese hecho abogado!, lo que, en una época en la que no hacían falta estudios para serlo y sin embargo se podía medrar mucho más que con los escudos heráldicos de una fachada, da idea de a qué distintas velocidades evolucionaban los unos y los otros.
Pero Roger, ay, se enamora de quien no debe, la mobile Cynthia, una muchacha guapísima que lleva locos a todos, incluso a quienes ella no quisiera llevar. Esta Cynthia es otro estupendo personaje, porque en su atractivo irresistible no hay un gramo de altanería, ni una pizca de soberbia en su sincero afecto por su hermanastra Molly, aunque, eso sí, una lengua elegantemente viperina hacia su madre, la señora Gibson, que es falsa y tonta y engreída y resentida y todo lo que se le quiera añadir para hacer de ella el único personaje verdaderamente detestable de toda la novela. Sin embargo, como Gaskell es así, la dama termina incluso dando pena, haciendo gracia, de puro estúpida, y el lector siente hacia ella lo mismo que el sufrido señor Gibson o su hija o su hijastra: ganas de que se calle.
Esa hijastra, Molly, en efecto, es el centro de la novela, y también el único personaje que no tiene aristas, cuya bondad le impide equivocarse, lo que no redunda en vanidad sino en sufrimiento por lo malo que pueda suceder a los demás. Tiene Molly, no obstante, genio suficiente para no ser ñoña, porque no hay que confundir el buen carácter con la flojera espiritual. Molly ama y soporta, pero no transige con lo intolerable, por más que le cueste sus disgustos desairar a quien sin embargo lo merece. Es hija del doctor Gibson, el punto de unión entre las dos familias, el mero médico de pueblo que comparte territorio con el hidalgo científico, pero también sentido común (a pesar de que siga casado con semejante pieza). Pero Gaskell quería retratar todas las variantes: los aristócratas venidos a menos (los Hamley) y los que se mantienen en lo alto (Harriet y su despectiva madre); la nueva clase media que tiene un buen pasar (la señora Gibson y su marido médico) y que fluctúa entre el orgullo de lo que ha conseguido por sí misma y la búsqueda de una fortuna por la vía del casorio. Y, en fin, los pobres, los sirvientes, los campesinos, aquí no más que figurantes, pero siempre tratados con la delicada dignidad que Gaskell impregna a todo lo que toca, sobre todo para dejar constancia de que, mientras unas clases emergen y otras declinan, ellos siguen igual de desvalidos.
De novela total, cabría calificarla, en el sentido de que, partiendo de una trama de novela sentimental, Gaskell retrata un mundo reciente con la misma nitidez que Norte y sur (allí con más protagonismo de las clases bajas), y el divertido encaje de bolillos del provincianismo coral, y todo con un ritmo pausado pero no moroso, lento pero jamás desesperante, en una prosa limpia, pausada, elegante. Ni siquiera el final que nos hurtó su muerte se puede lamentar más que por lo que la provocó, porque la novela se sostiene como un barco que avanza sobre la mar en calma. Duele que se acabe, pero no porque sea antes de tiempo, o porque falte algo que contar, sino porque seguiríamos leyéndola mil páginas más. La autora podría haberse centrado ahora en los viajes de Roger, en la paciencia de Gibson, en la crianza del hijo de Osborne… Su depuradísima técnica de no precipitarse, no avanzar más de lo debido, es una garantía de placer. Había materia para mucho más que un capítulo, pero las novelas, como las vidas, a veces se acaban así, sin más.

Elizabeth Gaskell, Hijas y esposas, trad. Damián Alou, Alba, 2018, 764 p.

21.9.25

Ventana

Cuaderno de verano, y 93


Han bajado de golpe las tamperaturas. De momento sólo son diez grados con respecto a la tarde de ayer, pero esta semana nos quedaremos por las noches a dos pasos del hielo. Da la sensación de que esta larga y pesada estación ha recogido sus cosas y al marcharse dejó una corriente de aire que por primera vez en muchos meses invita a entornar la ventana y a no quedarse casi a oscuras hasta que se oculte el sol. Esa brisa fresca está haciendo sonar la fronda de los álamos, pero no es como la del viento solano de estos días atrás, que era un viento enloquecido; esta es aire frío de respirar profundamente, asomado a la ventana, aire limpio ya de sensaciones pegajosas, que mece las ramas de los árboles como susurrando una canción de despedida.  
Termino de corregir las pruebas de una novela que no tardará en salir. En la última escena, la protagonista, una emigrante rusa que tira de su vida y de su familia como una sirgadora del Volga, se queda un momento sola en la casa y abre una ventana. Siente el frío en la cara y para ella es como si le vinieran ecos de su tierra, como si el viento la sosegara y le diera fuerzas para serguir peleando. Luego cierra la ventana y se reincorpora a sus tareas cotidianas. Mientras la corregía he sentido ese fresco en los brazos, ese regreso, pero también el peso del cansancio, y el ánimo para seguir adelante. 
«Largo trecho anduvimos, el tiempo es llegado /  de soltar los caballos, echan humo sus cuellos», dice Virgilio al final del libro II de las Geórgicas, y digo yo al final del libro II de estos Cuadernos. Todo son finales, tarea cumplida, refrigerio que conforta después de una larga travesía. No pensé que cada día, desde aquel lejano solsticio, tuviese temple suficiente para seguir buscando los detalles que me acompañan, las brisas suaves que me consuelan, la conciencia repetida de que no hay más paraíso que el que uno sepa crear dentro de sí mismo. Meteremos al establo los caballos, les daremos agua fresca y alfalfa reciente, de la que ayer vi que acababan de segar, antes de que la lluvia la estropee; los almohazaremos con mimo, les peinaremos las crines, les cambiaremos las herraduras, los dejaremos descansar. Mañana empieza el otoño y habrá que echarse otra vez al camino. 

20.9.25

Escoba

 Cuaderno de verano, 92


Hay que barrer el verano como se barren los vasos vacíos y los banderines que quedaron por el suelo. Aún no ha caído ni una hoja, pero hay que pasar el escobón por los fragmentos de caña sueltos que rompió el pedrisco y el viento caliente de estos días ha separado de los fierros que lo sostenían. Hay que recoger con el abanico de alambre los palitos que han ido cayendo de las puntas de las ramas muertas. Hay que limpiar pasos y aceras, barrerlos bien y baldearlos para que salga la tierra de entre las grietas de las losas, porque cuando empiece la lluvia, cuando caigan las hojas y empiece la tormenta no merecerá la pena limpiar nada hasta que el campo termine de desnudarse. Veremos entonces cómo se acumulan por los rincones y cubren entero el jardín con una alfombra de papel mojado, y ya no habrá nada que hacer hasta que el frío detenga el otoño, pero al menos lo dejamos más presentable para la llegada de las lluvias. Las tortolicas acuden a la fuente a buscar consolación y allí lo dejan todo perdido, así que hay que rascar los medallones blancos y negros que dejan por todas partes cuando se posan en la cancela para ejercer de tortolitos, su silueta recortada en el sol de la tarde. Y no hablemos de los mastines. Hay que llevar al muladar los sacos de desperdicios, las bolsas grandes de jardín llenas de broza, los envases que se acumulan, la vida que se extiende. 
Y luego nos paramos a mirar el resultado porque no va a durar más que unas horas. Se ha levantado un viento que en cuanto dejemos de mirar habrá vuelto a llenar el suelo de las primeras hojas secas de la parra, que junto al castaño de indias son los primeros en anunciar que el verano ha llegado a su fin. Los otros árboles mantienen su verde frondoso como si nada estuviera pasando. Y por un momento, solo por un momento, cuando todo está limpio y barrido, es verdad que nada pasa, la imagen detiene el tiempo, la vida contiene la respiración. De pronto vemos cómo una hojilla de la parra traza un arabesco y se posa dulcemente sobre el suelo recién fregado. Galán la mira como si a él también le fastidiase un poco, o igual respira porque por fin va a terminarse la calor.

19.9.25

Ofrenda

Cuaderno de verano, 91


Tal día como hoy terminaban en Roma los Ludi Magni, las fiestas mayores, llenas de competiciones y espectáculos, para celebrar el fin de las cosechas (quedaba la vendimia) y de las campañas militares. Eran días de holganza, de abrir las barricas del año anterior y comerse todo lo que aún no se había metido en las tinajas. Nosotros vamos recogiendo vituallas para una última cena a la luz de la luna. Ya tenemos localizado el tomate glorioso que nos vamos a comer, que dejamos en la mata para que acabe de coger color. Bajo un sol de justicia hemos ido arrancando las hojas más grandes de la albahaca, para hacer un pesto con los piñones que recogimos estos días al pie del pino viejo. Pondremos judías, apenas escaldadas, y es posible que saquemos algún puerro con fuste suficiente para comerlo hervido, sin que pierda su forma ni apenas su textura, como si la esencia consistiera en dejar las cosas como están. Quedan unos cuantos pepinos majos que agregar a la ensalada, no muy grandes, para que no pierdan el dulzor y se deshagan en la boca. Rallaremos las manzanas, que siguen algo ácidas pero en compota y con una miel de Ladruñán que nos trae un buen amigo harán un postre magnífico. 
Cuando era pequeño e íbamos a ver a los parientes de algún pueblo, en una época en la que la despensa todavía se llenaba sin salir de casa, yo veía a mis padres que se deshacían en elogios con los tomates, y levantaban la barbilla y cerraban los ojos para paladear una lechuga, y nuestros anfitriones, sonrientes y orgullosos, aguardaban con expectación el veredicto: «¡Qué barbaridad!», decía mi madre, «¡qué bueno está este puerro!», y yo pensaba que lo hacían por agradar, porque no sintieran aquellas gentes que nos ofrecían alimentos demasiado humildes, ya ves. «¡A que está rico!», me decían. «Sí», decía yo, mascando trabajosamente un cacho de berenjena.
Y de pronto me convierto en mis parientes, y organizamos un modesto banquete de fin de temporada y no podré ocultar una sonrisa satisfecha cuando alguien se sirva más pimientos. Y ellos se desharán en elogios, cualquier sabe con cuánta parte de agrado y cuánta de ganas de agradar, como nosotros entonces. Y brindaremos por Júpiter o por la Virgen de la Cueva, da lo mismo, con un vinillo que ha estado esperando en la penumbra del lagar.

18.9.25

Virgiliana

 Cuaderno de verano, 90


No es raro que cite tanto a Virgilio. En mi rutina campestre, nada más levantarme salgo a pasear, y de regreso, como dice Baroja de cuando está en Itzea, «me arreglo un poco» y me meto en mi cuarto. Y lo primero que hago no es escribir estos apuntes, sino avanzar en mis estudios sobre las Geórgicas, que empezaron hace años con una traducción en basto verso alejandrino, y continuaron con todo tipo de antecedentes, indagaciones y comentarios en los que todavía estoy metido y no tengo ninguna prisa en salir, porque más que un proyecto es una forma de pasar el tiempo. Durante el verano, además, desde que el sol está en lo alto no hay mucho que hacer fuera de casa que no sea socarrarse, de modo que Virgilio me acompaña casi toda la mañana.
Todo este cuaderno se debe, en realidad, a los años que pasé, en un piso del centro de Madrid, traduciendo minuciosamente a un poeta antiguo en un verso anticuado, y recopilando no solo libros en torno a ese libro sino leyendo y escribiendo lo que yo llamo literatura campestre, que no tiene nada que ver con ese ruralismo jarrapellejo y degradante que de vez en cuando vuelve a ponerse de moda. Se trata, como nos enseñó Virgilio, de, por decirlo con una frase de Stendhal que también le gustaba a Baroja, ver en lo que hay, elevar a categoría lírica, épica incluso, las más humildes menudencias del discurrir de los días. Virgilio llevó a las uvas y a las cabras a donde antes solo habían pisado los héroes de las epopeyas, edificó una Arcadia presente, un mundo intemporal en el que solo cuenta el frío y el calor, el agua y el sol. 
Y si me vine aquí a escribir este cuaderno acaso fue también por su enseñanza, porque quería ver y sentir lo mismo que cualquiera que haya estado cerca de la tierra y, como nos hace ver Virgilio quizá con un exceso de indulgencia, no sólo no haya sufrido por ello sino que lo haya convertido en el centro de su vida. Viajo al pasado mientras cuido los pimientos, elimino las fronteras cuando dejo el reloj en casa y me salgo a ver cómo maduran los membrillos. «Primores de lo vulgar», lo llamó Azorín, sin referirse a Virgilio, pero sí a la emoción del aire puro, al entusiasmo de la luz.

17.9.25

Niebla

 Cuaderno de verano, 89

No llueve, pero al menos hoy había niebla. Se veían sobre el campo húmedo la siluetas desvaídas de los árboles, las masadas apenas se podían distinguir. Por el camino me iba dando con la mano en las gotas de rocío detenidas en la punta de los juncos. Han vuelto a segar la alfalfa, un reconfortante aroma a hierba fresca invitaba a imaginar que está cambiando el tiempo. Lucrecio pensaba que «de los ríos todos / y de la misma tierra se levantan / unas nieblas y cálidos vapores» que son los que forman las nubes, y Virgilio recuerda que va a hacer buen tiempo cuando «bajan más las nieblas hasta la hondonada / y van cubriendo el campo entero». Pensé que se disiparía pronto pero estaba muy cerrada y ha durado bastante. Un cielo de color gris perla parecía dar la razón a Lucrecio, y que todo iba a acabar con algún trueno a lo lejos que trajera las lluvias que no nos ha traído agosto. La línea borrosa de la muela declaraba el final de la estación, la llegada del buen tiempo. 
Pero no todos hablamos de lo mismo cuando nos referimos al buen tiempo. No había hecho más que llegar a casa y estaba acariciando a los mastines, que siempre me salen a recibir, cuando he sentido en la nuca los primeros rayos que se abrían paso entre la bruma, y pronto ellos y yo nos hemos metido a cubierto, porque el paseo que anuncia el refrán para las mañanas de niebla prometía ser más parecido a un vagar por el desierto. Apenas he tenido tiempo de recoger unas piñas que habían caído al suelo, abiertas y sin fruto, y lo que una hora antes habría sido una escena propia de finales de septiembre, el recoger leña menuda para encender mientras cae la lluvia fina, ha regresado a la mañana tórrida de un verano impracticalbe. Hasta la humedad de la niebla se notaba demasiado caliente, y sus minúsculas gotas, nada más hacerse de día, se confundían ya con el sudor.  
Escuchamos el parte meteorológico con el escepticismo de quien piensa que quizá esto no se acabe, que julio y noviembre sean parecidos, por más que los frutos y las flores y los árboles insistan en llevar el orden que nosotros tenemos que variar. El frío es el sueño de un regreso, el consuelo de un tiempo que amenaza con haberse evaporado.

16.9.25

Reemplazo

Cuaderno de verano, 88

El huerto empieza a estar exhausto. Andaba quitándole unas hierbas a los calabacines y al desplazar uno con sumo cuidado, para arrancar una pata de gallina que crecía justo debajo, me he quedado con el troncho en la mano. Cuanto más crece la hortaliza, más frágil es, antes se agota, por nada se quiebra y se seca. Es como si las hubiera exprimido su propia generosidad, como madres consumidas después de una camada muy abundante. Las tomateras que más fruto nos han dado se están secando por momentos, como si ya no pudiesen más. Quedan en pie, lozanos y feraces, los humildes pimientos, que prometen seguir produciendo hasta bien entrado el otoño, mientras no les falte el agua y el calor, y lo mismo les pasa a las judías, que sin embargo he visto que amarillean por abajo, como los carrizos.
    Con las flores ocurre algo parecido. Se secaron las dalias, las hortensias se volvieron de papel, sale alguna rosa suelta, aquí y allá (eso sí, de pétalos naranjas bordeados de escarlata, auténticas émulas de la llama), y algunas otras tienen pinta de llegar hasta el final de la estación: los hibiscos de flor ancha y morada, como pétalos de gasa; la begonia recalcitrante, con sus medias copas coloradas; las alegres gazanias, margaritas de fuerte naranja; las diminutas y elegantes trompetillas de la salvia, de un rojo más amaranto, como enfundadas en un soporte negro, o las delicadas gauras, cuyos pétalos parecen mariposas blancas con nervaduras de color violeta. 
Da la sensación de que sean las flores más modestas las que mejor resisten el calor: los tagetes están tersos y reventones, y lo mismo hay que decir de los dondiegos o las lagerstroemias, que se niegan a morir. Hay, sin embargo, dos especies que ahora brotan profusamente, las dos también sencillas, flores de pueblo, por así decir, y las dos con distintos tonos de malva, más potente el de los pétalos del áster, de botón amarillo, y más pálidos, como de un lila rósaceo, los del sedum, que en los repertorios de botánica llaman ya sedum de otoño.
Entran y salen las flores y las verduras, como si vinieran unas estragadas por su turno y las saludasen otras, limpias, recién levantadas, y como si unas hubieran perdido el esplendor que en su día causase admiración y otras hubieran sabido conservar una hermosura humilde y duradera, menos vulnerable a la grandiosidad.

15.9.25

Inicio

 Cuaderno de verano, 87

Lo de las conservas ya es faena de interior, labores de manga larga, por mucho que el calor mantenga los horarios más allá de lo que marca el reloj biológico. El pensamiento atiende aún a los melocotones que siguen mandurándose en la rama, que son los últimos frutos que recogeremos en verano, pero está mirando a los membrillos, todavía verdes, que se han abierto paso entre las hojas. Los melocotones los seguimos viendo como fruta de temporada, por más que hagamos mermelada, pero los membrillos son conserva para todo el año, alimento de lagar. Los días acortan y pronto —esperemos— habrá que dejar la lectura para cuando atardece, mientras se hace la hora de la cena, y en vez de pasarse la tarde regando, quitando hierbas y protegiéndose del sol, habrá que atender a otros proyectos no tan perentorios, ni tampoco tan fugaces. Ante focum, si frigus erit; si messis, in umbra. Todo lo que se hace en verano termina con el verano, como esas obras de arte cuya perfección consiste en desaparecer, en ser destruidas. Los hierbajos volverán a ocultarlo todo, quemaremos las varas de las judías, no quedará rastro de los dondiegos, los caballones se desharán como esos aduares que deshace el viento cuando los nómadas los abandonan. 
Pero tal día como hoy florecen en nuestro interior ideas nuevas, cálculos, reparaciones, planes que llevan tiempo, tardes templadas, cada vez más frías, cuando haya que dar la luz del taller mientras preparo unos estantes de madera para la bodega, precisamente para colocar más botes de conserva, que no se pudrirán como los melocotones caídos en el suelo porque me tienen que sobrevivir. Supongo que es eso lo que se esconde detrás de los propósitos del inicio de curso, que nos hemos cansado de lo efímero, de lo que no cuesta ni perdura, de lo que no transcurre, que solamente sucede. Pienso ahora en reparar la puerta del cobertizo, que tiene un agujero por el que puede entrar algún topillo, o en pintar el barandado, porque el sol ha matado el color y reaparece el óxido del hierro. Pienso en todo lo que hemos ido dejando porque hacía demasiado calor, y cuando se podía salir de casa siempre había efímeras urgencias que atender. Cuidaremos, eso sí, los crisantemos, pero ya no son flores para el momento, ya no tienen esa inconsistencia del verano. Por algo se cultivan para las tumbas.

14.9.25

Maná

 Cuadernos de verano, 86

Estamos muy contentos con los tomates. Hace días que empezamos a hervir frascos de cristal para ir guardando las verduras con las que no dábamos abasto para comerlas frescas, y a freír tomates valencianos y de corazón de buey, que fueron los primeros en salir, y siguen creciendo y los cogemos bien maduros, a pesar de que las matas están algo amarillas. Como dice Neruda, él también un poeta tomatoso, jugoso, aparatoso, el tomate «invade las cocinas», con ese olor a pulpa cálida que se deshace, y ese aroma ya es de otoño, de faenas de interior, cosecha para guardar, conserva que colma la alacena. Ayer pasé junto a dos vecinos que hablaban del asunto, y uno (el mismo que sacaba el otro día las patatas) decía que no se le habían dado bien este año los tomates, «salvo los de pera», dijo, que por otra parte son los que se plantan para hacer salsa con ellos y embotarla, no para comérselos en ensalada. 
Pero este final de verano nos ha regalado con el estallido del tomate rosa de Barbastro, tremendos tomatazos con uno solo de los cuales casi hemos comido, llenos de carne, golosos, nerudianos. Los ponemos a diario, ora con aguacate o pepino y cebolleta, porque ponerles atún a esos tomates es matarles el sabor con el vinagre, ora solos, nada más que con unas gotas de aceite y unas escamas de sal, y algunos los damos como si ofreciéramos una hogaza de pan o un presente de embutido, pero están saliendo tantos, y están tan buenos, que no podemos por menos que batir alguno con pimiento y demás ingredientes del gazpacho, e incluso los hay que han pasado del rosa terso al rojo vivo y los hacemos también salsa para acompañar a las judías tiernas. Pero nos queda un leve resquemor de la conciencia, como si semejante aristocracia tomatera tuviera un fin innoble si lo hacemos frito y envasado, abandonado a la oscuridad del hielo. Llegará el día de invierno, sin embargo, en lo saquemos y aún gocemos de su sabor a tierra fecunda, su acidez sabrosa, que ahora nos hace salivar con solo sentirlo en la mano, antes de arrancarlo de la mata, y nos hará babear también descongelado, un poco por su sabor profundo y otro poco por el recuerdo de su benéfica sobreabundancia. Así serían, si los hubiesen conocido, los tomates de la Biblia.

13.9.25

Entretiempo

 Cuaderno de verano, 85

Está siendo un entretiempo raro. El campo se prepara para la otoñada pero persiste una temperatura de principios de agosto, de modo que los colores fluctúan entre los primeros ocres, naranjas y encarnados propios de la época y el tono pálido y sediento del calor. En el camino, las flores de las cañas forman a ambos lados un largo penacho gris, pero las hojas de los saúcos, que se cargaron de bayas negras, han tomado un color vinoso. En los campos, la alfalfa mantiene un verde jugoso, pero los herbazales han girado a un ocre violáceo. Se han secado las artemisias, pero los hinojos están en flor. Se diría que el otoño crece desde el suelo, acaso por falta de lluvia, y así se han secado los bancales que hasta hace pocos días estaban llenos de malvas y achicorias, y los ha sustituido el verde azulado de los acianos, que son más sufridos. Las cañas se secan por abajo, pero arriba, sujetando los plumeros, conservan todavía un verde cada vez más desvaído, y lo mismo habría que decir que los maizales, que en muy poco tiempo se han puesto amarillos, y solo en la parte de arriba, debajo de las espigas, conservan, algo rasgadas y deshilachadas, las últimas hojas vivas. 
    En casa, un ejemplo de este entretiempo entre agostado y otoñal lo tenemos en el arce japonés, el que decía que por las tardes va cambiando de color. En vez de ir virando lentamente al rojo intenso de las katsuras, que es cuando más llama la atención, tiene hojas frescas todavía, recién salidas, de un verde muy claro, y otras, en cambio, terrosas más que rojas, arrugadas, tan finas que se pulverizan al tocarlas, y no resistirían una volada de aire. Pero no es que la planta entera esté entrando en el otoño, sino que el calor quema una parte y a la otra no la deja ir madurando, y sin embargo, igual que los ribazos, casi descoloridos, sigue el tiempo que le toca, un poco desconcertada, imagino, como aquel que no sabe qué ponerse cuando sale a caminar por la mañana. De hecho, los pocos andarines con los que sigo cruzándome por el camino llevan a la ida un cortavientos cerrado hasta el cuello, y vuelven sofocados y medio desnudos. Se diría que salen de casa confiando en el otoño, y regresan como si hubieran estado en la playa.

12.9.25

Leñera

 Cuaderno de verano, 84

Nec requies. Aún no han empezado a caer las hojas, pero la acera está llena de los diminutos frutos rojos de la parra que cubre la fachada, y no dejan de caer de los pinos las acículas y de las arizónicas las escamillas, y menos mal que son perennes, eso sin contar que cada vez que segamos la grama vuelan briznas varios días, y siguen apareciendo, detrás de los tiestos grandes, hojas secas del otoño anterior que no habían terminado de caer. Son días estos de mucho barrer, también en la leñera, que ya hemos llamado a nuestro proveedor, porque luego viene octubre y se le acumula la faena. Quedan astillas secas, hojas que se metieron solas, serrín que se acumula de un año para otro. Empiezas a pasar la escoba y una nube de polvo lo cubre todo, hasta que vuelve a quedar limpia de viruta y bien regada con zotal, lista para una nueva carga.
Pero antes hay que vaciarla. En los meses de calor la leñera se convierte en una mezcla de cuarto trastero y cobertizo para herramientas. En la pared desnuda de troncos se apoya la escalera de mano, sobre la mesa yacen tijeras de tamaños diferentes, una pequeña junto al mazo de cordel, de cuando atamos los tutores, otra más fuerte para las zarzas y chupones y otra de mango largo para cortar el cabo torcido de las varas antes de clavarlas. A un lado, en sacos de pienso y en cestos de mimbre, se van acumulando las ramillas secas, y algunas algo más gruesas (aquella que se desgajó del olmo) cortadas en tarugos que ya estarán secos cuando haya que encender. 
En una esquina tenemos también apoyada una rama larga de cerezo que salió muy recta y decidí guardarla para llevarla al carpintero cuando muera la madera, a que me haga un bastón. La madera tarda en morir del todo, pero llega un momento que solo se impla o se contrae, dependiendo de la humedad y el frío, y sus nervios dejan de retorcerse. Una extremo de esa rama es lo bastante ancho, calculo, como para tallar un mango que sea como esos tiradores de las puertas que se acoplan a la mano, como si diesen al que los empuña una cálida bienvenida. Los tarugos de olmo son leña para el invierno que viene, y la rama de cerezo para el invierno que vendrá.

11.9.25

Luz

 Cuaderno de verano, 83

La luz anticipa el otoño. Durante todo el día es algo menos restallante, aunque no afloje el calor, pero al atardecer toma un tinte ambarino y produce un efecto curioso en el verde de las hojas que le siguen saliendo al melocotonero, pero sobre todo en las catalpas, que durante unos minutos se vuelven de un amarillo cadmio, algo azufrado, sin llegar a cítrico, quizá por el verde claro, cercano al verde lima que tienen todavía —y que vuelve a verse cuando se esconde el sol—, mezclado con el naranja del atardecer. Cuando dentro de un par de semanas cambien el color llegarán a un tono diferente, a juzgar por las fotos que conservo de otros años cuando sus hojas empiezan a perder la clorofila. Ahora es como si el sol las desnudase.
Encuentro un cambiante parecido al de la catalpa en el arce japonés, que a determinadas horas tiene también las hojas de un naranja terroso, pero si no le da el sol vuelven al verde mate, como un poco polvoriento, que han tenido todo el verano. En los castaños el proceso es otro. A la luz del día las hojas, algo apergaminadas, mantienen un verde ceniciento, pero con esta luz le sale un tono ocre por los bordes, como si empezaran a secarse, sobre todo si las ves al lado de un nogal, que mantiene el mismo verde desde junio.
Son, digamos, los tonos del entretiempo, los que menos duran, que solo se ven en determinadas condiciones, a determinadas horas, como algunos fenómenos astronómicos. El amarillo de la catalpa no será luego tan fresco, ni tan anaranjado el ocre del castaño. O no los veremos así, porque esos tonos raros no son más que el resultado de nuestros propios límites. El sol cubre con una veladura de luz cuando brilla con más fuerza, aleja los objetos, los enmascara. Pero estos rayos de la tarde parecen acercarlos más aún que el aire limpio de cuando se nubla el cielo, no pierden nitidez, la luz no borra sus contornos. No me atrevería a decir que se trata de un efecto de la luz más que cualquier otro tono que hayan tenido a lo largo del día. Me divierte pensar que sean estos matices entrevistos, esta iluminación fugaz la que más se parezca a la que ven los pájaros, la señal que les avisa de algo que nosotros no podemos percibir.
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