Luego el libro entero tiene más de guerra que de entretenimiento, como era de esperar, a pesar de que uno de sus atractivos es su carácter, en parte, logográfico, con un excurso sobre las costumbres de los galos y de los germanos, y constantes y precisas descripciones de tácticas y técnicas de poliorcética, desde cómo se forma para la batalla campal o se levantan empalizadas con troncos y piedras (y fosos y terraplenes) a cómo se manejan los manteletes o las máquinas de asedio, que asustaban a los enemigos con su velocidad inverosímil, o, sobre todo, el célebre pasaje de la construcción de un puente sobre el Rin, que, una vez cumplida la misión, se vuelve a destruir.
Estos excursos etnográficos tampoco dejan en muy buen lugar a los enemigos, como era de esperar. Los galos, muy corpulentos, se ríen de la baja estatura de los romanos, pero huyen despavoridos cuando los ven avanzar en formación. Su carácter, aunque «arrojado y dispuesto para emprender guerras», adolece, sin embargo, de una mente «débil y muy poco resistente para soportar las desgracias». Son leales con el compatriota hasta la muerte —suicidio incluido—, pero también son víctimas de su credulidad y, con frecuencia, «esclavos de rumores sin fundamento». Por lo demás, salvo los druidas y los caballeros, el estatus general de la población no es mayor que el de un esclavo, y acostumbran a celebrar sacrificios humanos, o a matar de cualquier manera al último que acude a una llamada a filas. Los druidas son presentados como una especie de santones intocables, con la prerrogativa de no ir a la guerra ni pagar tributos (privilegios que persisten en algunas otras sociedades modernas), y huyen de la escritura como método de aprendizaje, porque, para ellos, «con el recurso de la escritura se relaja el celo en el aprendizaje y la memoria». Sus dioses, que para César son versiones burdas de las divinidades romanas, incluyen a algunos como Tentates (o Tutatis, como en el Astérix), el Dios del Pueblo. Es célebre su manera de estar de acuerdo con lo que diga el jefe, entrechocando sus espadas, que suena como a una especie de paloteado bárbaro, o que considerasen deshonroso que a un niño se lo viera con su padre…
El galo por excelencia es el arverno Vercingétorix, que protagoniza el libro VII y en él una apoteosis de pueblos galos, una prolongada lista de nombres curiosos entre los que destacan los belóvacos, los únicos que «no aportaron su cuota, porque decían que harían la guerra a los romanos en su propio nombre y con independencia y que no seguirían el mando de nadie», y donde es de suponer que estaría Quadrátix, el pueblo de Astérix. En todo caso, fue la más larga y costosa batalla que César tuvo que librar. Vercingétorix se nos presenta como un líder implacable: las faltas graves las castiga con la muerte, y «cuando se trata de una falta leve, los despacha a casa con las orejas cortadas y con un ojo saltado», y su prestigio, sorprendentemente, aumentaba con las derrotas. En su epopeya asistimos a su descubrimiento de la guerra de guerrillas y de los ataques dispersos y simultáneos, toda vez que de los ataques en masa contra los romanos suele salir escaldado, y de la táctica de la tierra quemada y del corte de la línea de suministros, que tan buenos resultados le dieran al general Kutuzov contra el ejército de Napoleón, y eso que el general francés había escritor una edición comentada de La guerra de las Galias que, visto lo visto, tampoco le sirvió de mucho.
Igual que en libros anteriores, el clímax de la acción bélica llega en el sitio de Alesia. Los asedios eran, como la peste para Tucídides o Lucrecio, un tema perfecto para desarrollar todas las habilidades retóricas, desde la écfrasis o descripción minuciosa del cerco y las reflexiones tácticas del aislamiento, a la acción bélica del asalto y el patetismo del sufrimiento (o la gloria de la victoria). Cada aspecto necesitaba de prosas y recursos diferentes, de modo que se convertían en piedra de toque para demostrar la versatilidad del narrador. El hecho de que este sitio de Alesia se encuentre ya casi al final de la obra lo convierte en algo así como un epítome del arte narrativo de César.
Pero si los galos le parecen a César algo atrasados, los germanos ya son medio salvajes. César nos dice que no practican la agricultura y viven como hombres primitivos, vestidos con taparrabos de piel. En vez de la agricultura, que en aquella época era una seña de civilización, los germanos practican una especie de propiedad rotatoria, para que «no surja el deseo del dinero, de donde nacen los bandos y las disensiones», una especie de protocomunismo que a César también debió de parecerle un atraso. Los germanos, sin embargo, no son tan desalmados como para cometer sacrificios humanos, quizá porque tampoco tienen druidas, pero sí sorprendentemente pudibundos, pues, por ejemplo, consideran muy vergonzoso haber tenido relaciones sexuales con una mujer antes de los veinte años. Uno no sabe hasta qué punto César comprobó todo esto de primera mano, porque cuando habla de la selva Hercinia y sus especies animales dice algún que otro disparate que recuerda a los que decía Plinio el Viejo de las costumbres de la India, que estaba un poco más lejos de Roma. Y así habla de bueyes con figura de ciervo y de uros imposibles de domesticar, lo que contradice a los «uros disparejos» que, según nos cuenta Virgilio, usaban en la Nórica para trabajar la tierra cuando la peste mató a los bueyes de labor. Pero lo más sorprendente es que hable de alces sin articulaciones en las patas, que si se caen al suelo ya no pueden levantarse y se mueren, de modo que cuando están cansados o enfermos se apoyan en los árboles sin perder la vertical. Lo más divertido es cómo los cazan los germanos: talando los árboles para que no puedan apoyarse…
Y a los britanos, en fin, al margen de que dan lugar a la única gran batalla naval de la obra, César los infravalora, también porque no siembran trigo (ni se les puede saquear en condiciones) sino que «viven de leche y carne y se visten con pieles», y ya entonces se pintaban con glasto, como los gelonos, que deja en la piel un color azulado. De algún sitio tiene que venir la precoz afición de los ingleses por los tatuajes. Lo único que César parece valorar de ellos es su costumbre de atacar por oleadas, lo que sorprende al lento y amazacotado ejército romano. Pero, en general, para él los bárbaros son insolentes y es su arrogancia, quién lo diría, la que enciende los ánimos de los romanos, así como que traten de engañarlo, que traicionen las treguas pactadas o que intenten colar topos en el ejército de César. Y además tienen mala fortuna, algo imprescindible para el éxito en la guerra: los vénetos, por ejemplo, no puden huir tras la batalla naval porque se para el viento. El final que les da César es bastante previsible.
Lo que César desprecia de los bárbaros es lo contrario de lo que alaba de sus huestes. César es un adalid del deber patrio, sin interés personal, y está orgullosos de sus falanges acorazadas y sus órdenes de ataque, de su astucia táctica y su desarrollo técnico, y de maniobras disuasorias como atravesar el Rin, que «marcaba el límite del imperio romano». Su maquinaria naval asusta a los bárbaros, así como la eficacia de la caballería hispana y de los honderos balerares, de los que también habla Virgilio. Las virtudes del ejército son, en fin, «disciplina atque opes», organización y recursos, y las del soldado, «tanto la mesura y el control como el valor y la grandeza de ánimo»: modestia, continentia, virtus et magnitudo animi. De la continencia, sabiendo de las costumbres del propio César, casi es lícito dudar, aunque quizá solo se refiera a uno de sus principios tácticos y narrativos más usados: magnificar al enemigo, hacerle creer a él que es más fuerte que los romanos y de paso al lector que la situación era más insostenible de lo que acaso fuera. Los enemigos siempre son una ingente muchedumbre de guerreros, famosos por la fama de su coraje. Pero César los engaña por el mismo motivo por que él podía sentirse engañado, porque «muchas veces todo lo que no está presente perturba intensamente las mentes de los hombres».
Claro que, otra vez, este miedo al y del enemigo es parte sustantiva de la estructura dramática de la narración, que ya desde el libro primero se ordena en cuatro partes: las descripciones del lugar de la batalla, el miedo al potencial del enemigo, las conversaciones infructuosas y la batalla con victoria final. Siempre se llega a una situación crítica en la que está «perdida casi toda esperanza de salvación», hasta que una eruptio o salida en tromba del campamento, o el mismo aguante indesmayable de los soldados consigue dar la vuelta al panorama. Otras veces la flota queda destrozada y los britanos vuelven al ataque, o sorprenden al ejército romano cortando el trigo y se emplean con pericia como aurigas en sus carros de combate.
Pero siempre llega la caballería: «Cuando se avistó nuestra caballería, los enemigos tiraron las armas, volvieron las espaldas y murió un gran número de ellos». Y no es de extrañar que haya habido un estudioso (Cleary, 1985) que relacionara estos Comentarii con las novelas del Oeste. Los britanos/indios siempre dan sensación de miedo cuando llegan a la empalizada del campamento, pero aun en las peores circunstancias el ejército resiste:
«Fue tan grande el valor de los soldados y tal fue su presencia de ánimo que, a pesar de que por todas partes se abrasaban en llamas, de que eran hostigados por una nube de dardos y de que comprendían que todo su bagaje y sus fortunas estaban ardiendo, sin embargo nadie se apartaba de la empalizada para retirarse, sino que ni siquiera casi ninguno [sic] miraba hacia atrás y todos luchaban entonces con gran coraje y valentía».
En uno de estos alardes de resistencia, Julio César nos cuenta uno de los pocos episodios ejemplares (tan habituales, por ejemplo, en Tito Livio) de valor y lealtad, la de los valientes Tuto Pulón y Lucio Voreno. La historia, contada con intensidad, ocupa el capítulo 44 del Libro V, y uno se pregunta cuántas veces se habrá visto alguna escena parecida en el cine bélico contemporáneo. Los dos son hombres muy valientes, centuriones de primera línea, que mantienen entre ellos constantes disputas sobre quién va el primero en la batalla. Uno de ellos se lanza por delante contra el enemigo. El otro no se queda atrás. Pulón es atacado y va a su rescate Voleno, que a su vez cae herido a una fosa, a cuyo auxilio acude Pulón, «y ambos, sanos y salvos, tras dar muerte a muchos enemigos, se retiran dentro de las fortificaciones entre grandes aclamaciones». Y no falta la coda didáctica: «Así la Fortuna en la lucha y en la rivalidad trató de tal forma a los dos que siendo rivales uno del otro se ayudaron y salvaron mutuamente y no se pudo dilucidar cuál de los dos parecía que debía prevalecer al otro en valor».
Sin embargo, aunque se retrase la caballería, siempre estará Él, César, capaz de infundir ánimos aun en la situación más desesperada, como en su célebre discurso contra los cobardes, de efectos inmediatos. César está en todas y no deja rincón del frente que atender, estrategia que calcular u orden que impartir. Célebres entre sus hombres son su honradez y buena estrella, su capacidad de improvisación en plena lucha, su paciencia para levantar la moral, de modo que hasta los heridos se ponen de pie sujetándose la herida cuando ven que César viene en su ayuda. El jefe supremo se presenta como leal y riguroso con las normas de la guerra: en ocasiones renuncia a un ataque en franca superioridad para no exponerse, por ejemplo, «a que, derrotados los enemigos, se pudiera decir que los había rodeado a traición en la entrevista», y si otras entra en guerra es porque, «si hiciera la vista gorda» con los que los han afrentado, se han sublevado, han desertado y se han conjurado, se expondría a que «los demás pueblos pudieran pensar que les estaba permitido hacer lo mismo».
Suya es, como se sabe y aquí pone varias veces en práctica entre los ya de por sí bastante divididos pueblos galos, la táctica del divide y vencerás, pero la más famosa de su virtudes probablemente sea la clemencia con el enemigo, «clementia ac mansuetudo», por ejemplo cuando los nervios (otro pueblo galo) aceptan rendirse por fin:
«César, para que se viera que aplicaba la clemencia con los desgraciados que le suplicaban perdón, los preservó con el mayor cuidado, mandó que dispusieran de sus tierras y ciudades y ordenó a sus vecinos que se abstuvieran ellos y los suyos de todo daño e injusticia».
Pero esta clemencia no está reñida con el rigor, y menos en César, hasta el punto de que es mucho más difícil encontrar en La guerra de las Galias ejemplos de clemencia efectiva que de lo contrario, casi siempre, eso sí, en nombre de esa misma clemencia. Así, después de la traición de los vénetos durante los parlamentos previos y para que los bárbaros respetasen en adelante la inmunidad de los legados, «tras ejecutar al senado entero, subastó a los demás como esclavos». Otras veces narra una escabechina con escrupulosa exactitud, como cuando da muerte a cuarenta y tantos mil aquitanos y cántabros después de perseguirlos a campo abierto, o tala bosques enteros para que el enemigo no tenga donde esconderse, o, como les pasó a los sugambros cuando huyeron sin lanzar un venablo, les quema las aldeas y edificios y les siega todo el trigo. Cuando un general es vencido, como Induciomaro, lo ejecuta y clava su cabeza en una pica, o como Acón, líder de la conjuración de los senones, al que «según la costumbre de los antepasados» le da de latigazos y después le corta la cabeza. Y no se acaban los casos de buen corazón: los mandubios, con sus hijos y esposas, «al acercarse a las fortificaciones de los romanos, con toda clase de súplicas pedían entre lágrimas que los aceptaran de esclavos y les dieran comida. César, sin embargo, puso guardias en el vallado prohibiendo su acogida», y los abandonó a su suerte. Cuando toma la plaza de Uxeludono, «corta las manos a todos los que habían empuñado las armas y les perdonó la vida, para que quedara constancia fehaciente del castigo de los rebeldes», un acto de crueldad que no le importaba porque «César sabía que de todos era conocida su clemencia y no temía que, si actuaba de alguna manera duramente, pareciera que lo había hecho así por una crueldad innata». Coge fama y échate a dormir.
Se ha acusado tradicionalmente a La guerra de las Galias de ser una pieza propagandística, y resulta verosímil a cuenta de lo torpes que son los enemigos, lo hábil y ubicuo del gran jefe y la obediencia ciega de sus soldados, alguno de los cuales, no obstante, empuñaría su daga en los Idus de marzo. El libro entero es un gran paseo triunfal, un enorme obelisco esculpido, cuyas batallas crecen en fragor, sus enemigos en peligrosidad y sus victorias en grandeza. Al lector actual, aparte de que representa un modelo no muy distinto a los duces contemporáneos, algunos incluso actuales, con su inconfundible y al mismo tiempo distante y altivo uso de la tercera persona para referirse a sí mismo y aparte del placer de su latín, le queda sobre todo un rasgo muy moderno de su prosa, la precisión, la claridad, el no andarse con adornos ni filigranas, no ser prolijo, no abusar, por mucho que la sintaxis vaya creciendo en complejidad, de los recursos subordinantes, en una tendencia a la yuxtaposición asindética que concede a la prosa una fuerza sorprendente. En esos pasajes, descriptivos y narrativos, encontramos, más allá del general clemente, al escritor universal.
Julio César, La guerra de las Galias, ed. bilingüe de Antonio Ramírez de Verger, Cátedra, 2017, 738 p.