25.10.11
Un taller con mucha luz
Nacho Navarro sacó esta foto en el cine Maravillas, el día del estreno de Un taller con mucha luz. De izquierda a derecha y de arriba abajo, Remedios Clérigues, Carlos Gómez Silva, Reyes Esteban, Mª Ángeles Pérez, Gonzalo Tena, Leo Tena, Pascual Berniz, Caterina Burgos, Ernesto Utrillas, Carmen Escriche, José Miguel Iranzo, un espontáneo y Fernando Torrent. Diario de Teruel le ha dedicado el reportaje Creadores que dan luz a Teruel, que firma F. J. Millán.
5.9.11
Un taller con mucha luz
7.12.10
Remedios Clérigues por las trincheras

Leo Tena mira un cactus

El verano pasado Teruel estuvo especialmente surrealista. El Museo de Teruel acogió una exposición de José Manuel Ubé que compartía edificio con el fotógrafo Rodney Smith, al que la gente suele tomar también por surrealista. Puntophoto trajo el surrealismo chino de Maleonn, tan barroco. Y en la exposición que nos ocupa, en Desde la sombra, pudimos ver elementos surrealistas en la instalación de Remedios Clérigues y el surrealismo casi militante de Leo Tena.
Cada vez que nos preguntamos por qué nos gusta tanto el surrealismo por estas tierras, la respuesta suele confundir el efecto con la causa. No tenemos esta inclinación al surrealismo porque Buñuel sea de Calanda. La tenemos en la misma medida que la pudo tener Buñuel. Es, por así decirlo, nuestra forma de humor más natural. Pero no hablo de Buñuel con Leo Tena en su estudio de líneas claras. Las cosas aún están desperdigadas por el suelo porque el fotógrafo está de mudanza, y da la sensación de que ese necesario desorden debería preservarse. Se imagina uno el final de la mudanza y el estudio cobra una dimensión matemática, sin más líneas curvas que un cactus que el fotógrafo está mirando con la cámara y un botijo marca Ubé.
Leo Tena, como buen amante de la perfección, practica un surrealismo científico. Todos los días anota sus sueños en un cuaderno de campo (de campo soñado) y va incorporando referencias, esquemas, dibujos, fotografías, hasta que se decide a indagar en una de aquellas imágenes y reconstruirla con su lenguaje estético. Leo tiene claro que ese fue su camino después de Vida X, en 2004, donde empezó a mezclar la fotografía de composición con la radiografía. Pero no solo es fiel al lado onírico del surrealismo, sino a su esencia, digamos, no intervensionista, al instinto creador. Una cosa es crear una imagen sin dejar que la censure la conciencia y otra reproducirla con exquisita maestría técnica, siempre y cuando esta técnica no ensombrezca la máxima de la unión libre.
Lo que Leo Tena presentó en Desde la sombra no era especialmente surrealista, pero sí conservaba un punto de ensoñación, de agujero desde el que solo se puede mirar en mitad de un sueño: era un gigante diminuto, una larva hipertrofiada, lo grandioso y lo minúsculo, tan atractivos. El trabajo previo sobre sus sueños incluye un método surreal, y sólo la puntillosidad técnica es tan cerebral como las líneas blancas de su estudio. Lo que allí presentó era arte tomado como algo ajeno a la realidad que sirva para hablar de ella, pero Leo Tea compagina este surrealismo a veces tan ortodoxo con el reportaje en blanco y negro. Y aún aquí, en esta visión de lo real, no de lo surreal, hay algo que une ambas facetas de su obra, lo que, bien explicado, cabría calificar de espectral. Sus fotos de calles con personaje tienen algo de fantasmagóricas, del otro lado de la realidad. Leo Tena es un amante del negro, para vestirse él y para vestir sus fotos, y a mí me da que esa actitud tiene algo de noventera. Cuando le pregunto por la época del arte turolense que más le interesa, Leo Tena sonríe y habla de aquellos últimos ochenta, o la época de Maenza y por ahí, bastante anterior. En esa devoción hay algo generacional, pero también es verdad que entonces el surrealismo era una forma de expresión cotidiana.
Leo Tena confía en que se produzca un nuevo renacimiento artístico, que ya toca. Un florecimiento variopinto y libre, donde cada cual se suba al árbol que más le apetezca. Él se sube al árbol del surrealismo, a sus ramas sin hojas, a sus frutos subterráneos. Quizá por eso lleve tanto rato mirando el cactus, sus formas abstactas, redondeadas y puntiagudas. Tengo la sensación de que está retratando la punta de las espinas. Habrá soñado con ellas.
Electricidad estática de Mª Ángeles Pérez

Cuando a la fotógrafa Mª Ángeles Pérez Hernández se le pregunta qué época del arte turolense le interesa más, en esa cara de ilusión que se le pone a la gente cuando habla de lo que más le gusta surge una sonrisa de duda, un leve mirar al techo. Y no es para menos. Mª Ángeles es esa dama culta que se entusiasma con Caravaggio. Ha declarado varias veces que le fascina el maestro Sánchez Cotán, el de los bodegones austeros, el cardo pálido entre sombras negras, un detalle que para mí es síntoma suficiente de buen gusto. De modo que MªÁngeles se inspira en el barroco, y en sus puñados de tierra, en sus piedras hechas migas, en sus raíces petrificadas, en el dramatismo de lo que nadie nunca vio. Hay en efecto en esta fotógrafa un afán de ver las cosas en una realidad absoluta, dicho sea no en el sentido de total sino en el de completo, cerrado, aislado en su sentido original. Lo que las cosas son por sí mismas, miradas con el microscopio del artista.
Aunque ese barroquismo de las formas reales, vamos a llamarlo así, es el mismo que se respira en su estudio. En un espacio de techumbres inclinadas (no la inclinación de aguas fuera simplemente, sino con algo de pináculo, de elevación estética) la artista vive entre libros de arte que rompen cualquier sombra de diafanidad. Y cultiva también el coleccionismo, algo que siempre ilumina la mentalidad barroca. Coleccionar lápices, por poner un ejemplo, y exponerlos todos en una vitrina, metidos en hermosos búcaros transparentes, es como una obra conceptual sobre los infinitos modos que hay de no escribir nada. Cada lapicero seguro que determina lo que se escribe con él, aunque sea en una proporción inmensurable, o despreciable, como dicen los científicos. Da la sensación de que los viajes que emprende MªÁngeles al interior de los objetos consisten en desbrozar un selva para encontrar un templo prerromano donde se conserva, custodiada por el olvido, la sustancia de las cosas que tenemos alrededor.
Claro que si uno sabe que Mª Ángeles es oftalmóloga, tiende –y qué facil resulta- a atar más cabos de los necesarios. En la otra profesión de Mª Ángeles hay que mirar siempre lo que sirve para ver, y mirarlo de un modo en que nunca se ve. Es una profesional de la realidad oculta, y sabe que una mínima parte de la retina es un gran tapiz barroco plagado de formas hermosas.
Y sin embargo Mª Ángeles duda, y al final concede que quizá, en vez del barroco turolense, tendría que elegir el modernismo, aunque solo sea porque vive en una de las casas que Pau Monguió tiene esparcidas por la capital. (Debo decir que no sé si fue porque estábamos en un ático o porque circulaba por allí el espíritu de don Pau, el caso es que recibí bastantes descargas de electricidad estática mientras visitaba su estudio). Pero esta duda, después de charlar un rato con ella, yo creo que responde a su deseo primordial de obrar con equilibrio. Hablábamos de Teruel, y el barroco turolense tampoco es Caravaggio ni Sánchez Cotán.
En todo caso, el barroquismo de Mª Ángeles Pérez es una densidad profunda, infinitesimal, vertical, no ancha ni aparatosa ni superficial. (Con disimulo miré entre sus libros, a ver dónde estaban las obras de Borges). Y eso puede ser una inclinación natural, una cosa del carácter, o bien producto de su propia evolución estética. La veo poner fondos, cajas, cubos, aislar con luces una piedra, un palo, un hilo de arena. Con la rapidez que da el conocimiento, la fotógrafa aísla el objeto, lo enjaula en el profundo negro, procede al tratamiento de lo prescindible, lo despoja de escamas y de nubes. Busca en él. Maneja el trípode como a un muñeco articulado que se hunde en el objeto con teleobjetivos de laboratorio. Y todo ello en aras de la perfección. No es el suyo un barroco de florindangas (quizá por eso la duda modernista), sino un barroco más Zurbarán, más de la textura del habito de estameña que de las curvas ensangrentadas que oculta, más del trigo mínimo, espiga por espiga, que de los amplios paisajes a brochazos.
Mª Ángeles no sólo habla de cuadros para ilustrar sus gustos fotográficos. Nombra también a quienes admira, a Isabel Muñoz, a Joan Fontcuberta, a Chema Madoz, pero lo hace un poco como si fueran referentes del oficio, no de la aspiración. Es más, declara abiertamente que ella llegó a la fotografía por la pintura, y que su punto de vista es esencialmente pictórico, algo que la libra de ese mal necesario de la fotografía contemporánea: la ocurrencia. No hay ocurrencias en la fotografía de Mª Ángeles Pérez. La ocurrencia es algo previo, difuso, demasiado grande, y luego viene la escrupulosidad estética, el camino de perfección. A lo mejor no era ni el pararrayos que –supuse- tendríamos sobre nuestras cabezas en tarde de tormenta ni el fantasma de Pau Monguió, que sigue quejándose de las cristaleras que le han cascado en la fachada, sino acaso el espíritu del cardo severo lo que me erizaba el vello de vez en cuando y sin venir a cuento. Pero Sánchez Cotán en los ojos de Mª Ángeles conserva siempre un temperatura muy agradable, un aire de sosiego, una especie de calefacción espiritual, viva y tranquila, eléctrica y estática.
6.12.10
La torre helicoidal de Gonzalo Tena

Reyes Esteban en decantación

El taller de la ceramista Reyes Esteban es un corral reconvertido. Donde antes hubo gallinas, ahora se apilan los troncos para la chimenea. En el lugar de los conejos hay hermosos macizos de flores. El suelo negro de gallinaza está empedrado de formas irregulares. La antigua cuadra tiene una honda pila de fregar con esa madera con estrías que se encaja en el mármol y que ahora es ya tan difícil de encontrar. Las paredes que antes estaban pobladas de aperos son estanterías repletas de botes de productos químicos. Reyes está decantando una tierra sigilata de Celadas por el método grecorromano, con ella tiene previsto empezar un trabajo nuevo. Está drenando la tierra como quien extrae las impurezas de una herida, como quien lava la sangre de la obra que está a punto de crear. Todo en este antiguo corral respira orden y limpieza. No hay dedazos ni manchurrones. No hay trozos de barro arrugados ni tampoco piezas rotas de otras cocciones. Incluso al horno forrado con guata de amianto parece que le han cambiado esta mañana los vendajes.
Ya tuve esa misma sensación cuando, nada más entrar a la exposición Desde la sombra, a la izquierda, vi las dos piezas que Reyes había presentado. Una, titulada Muros, era una serie de ocho piezas alargadas, algo más abajo del centro de las cuales sobresalía del panel rojizo una cerámica de porcelana, como un azulejo sin brillo, terroso, de líneas blandas dentro de las que, sin más cromatismo que la sombra del relieve, se podían ver motivos claros, reducidos a sus líneas esenciales: los frutos de un árbol, las líneas del mar, el pequeño ventanuco en la fachada alta, otro árbol sin frutos, una sala vacía, un escalerilla, algunos de ellos habitados por un personaje de cuatro palotes y cabeza redonda, un ser atormentado y tierno que en aquella superficie tan clara mostraba la esencia más cercana de su drama, la que reconocemos sin dificultad.
La otra obra, Mudar la piel, eran dos piezas de cerámica onduladas, puestas en paralelo, en dos tonos muy contrastados. Nada chillones, eso sí. Son tonos de sosiego, tonos piedra, recogidos y otoñales, por más que ella no los hubiera vinculado conscientemente al paisaje que los rodea. Reyes vive en Celadas. El camino que la une con Teruel, nada más abandonar el Polígono, es ese mar de tonos pardos y cielo limpísimo que se prolonga, alternando el rojo intenso de las arcillas con el blanco de la cal, por toda la hermosa ribera del Alfambra. Esta es tierra de poca lluvia y toda junta. Los huertos se riegan con pozos artesianos, las calles están dispuestas para aprovechar la sombra. Todo hay que ir a buscarlo dentro de la tierra, no tanto en su superficie. Las líneas ondulantes de las lomas tienen esa misma dura levedad con que Reyes Esteban había dispuesto esas dos planchas onduladas, sostenidas por el canto, jalonadas por dos rocas volcánicas y con un figura humana de porcelana, perfecta en sus escasas dimensiones y con el elocuente hieratismo de los modelos científicos. En la parte exterior de las planchas, pintada de oscuro, cruzaba y las dividía en dos la línea del ritmo cardiaco.
En su estudio de Celadas, encima de la mesa de modelar, hay otra pieza de aire parecido. Una gran teja craquelada a la que estaban en disposición de ascender, con una cuerda de nudos, tres figuritas humanas. Las figuras son tan buenas que me siguen invitando a ver la obra desde su punto de vista. Es fácil ver la larga cuerda desde abajo, el vértigo de una escalera demasiado alta, la soledad del lado interior. Es fácil entrar en la dimensión de la obra. La limpieza de formas es también una limpieza de métodos y de objetivos. Igual de limpia la distribución de las piedras y de las figuras que las reflexiones que nos transmiten. Y tanta claridad solo se sostiene a base de contundencia. Los símbolos que usa, las líneas narrativas, escapan a la identificación inmediata, dicen algo que solo explica su contemplación, no su desciframiento.
Reyes Esteban se sienta en el antiguo corral que ahora perfuman los macizos de lavandas y habla de que no se conforma con la corrección formal, a pesar de que se pase la vida peregrinando por maestros ceramistas para aprender nuevas técnicas de ellos. Reyes, sobre todo, quiere decir, más incluso que ser contemplada. Sus ideas pulcras, a prueba de contaminaciones (algo que más de un disgusto le causó a su pueblo), llegan a la obra en perfecto estado de salud. Su armonía de formas es a prueba de toxinas. Y sin embargo reflexiona sobre tóxicos tan potentes como la soledad o la existencia. Reyes da largos paseos por los cerros entre los que siempre ha vivido. Por ellos busca trozos de metralla de cuando la guerra, una afición que heredó de su padre. Muchos de ellos adornan las ventanas de este viejo corral reconvertido en taller de artista claro. Sus formas, tal y como quedaron después de reventar, con los flecos del desgarro, están colocadas de manera que a uno también le apetece entrar en ellas, en su significado real y en su apariencia estética, dos lados del arte que Reyes Esteban sabe decantar con métodos milenarios.
5.12.10
Pascual Berniz pinta un retrato

Pascual Berniz está manchando, como él dice, un óleo de grandes dimensiones. Pecios de múltiples colores se han adueñado de la tela. Luego, explica Pascual, la pintura, que será un paisaje, irá emergiendo de los colores, los aprovechará, los tapará, los ensanchará: son la base cromática sobre la que este excelente dibujante hará brotar después la obra. Son, digamos, la esencia de la pintura, su sustrato, su alimento, ese mundo de colores atrevidos que puebla la luz clara de su estudio. Se amontonan los grandes retratos perfectos, las piezas más abstractas, los paisajes imposibles, las ilustraciones de La fuerza de una promesa (precioso libro escrito por Toni Losantos que está, me cuenta, en trance de reedición), o acuarelas que son mares como torbellinos de colores, hontanares de combinaciones aparentemente caprichosas, generalmente inusuales, que en las manos de Pascual Berniz adquieren una coherencia que es la huella contundente del artista. Hay que ir con cuidado para no mover de sitio los cuadros de gran formato, enmarcados ya para ser expuestos, de su hija, de su mujer, de sus amigos, porque Pascual, más que pintar del natural, pinta del cordial, de la cercanía, por más que el modelo sirva para una escena de Los Amantes que es como si en el cuadro de Muñoz Degraín se hubiera encendido la luz, hubieran quitado los cirios y los curas, los muebles pesados y los mantones, como si el artista hubiera tenido suficiente con el acto de besar, un plano medio de dos cadáveres enamorados, tan restallantes, tan vivos y luminosos y serpenteantes, tan latentes y espirantes que uno se olvida de la circunstancia de la muerte para disfrutar de la circunstancia del sentimiento. O bien abre cartapacios llenos de acuarelas, ese arte simple y difícil, por el que todo el mundo empieza pero que sólo pueden cultivar quienes tienen un dominio superior de la forma, quienes prevén, antes de tocar el cartón con el pincel, cuál será la curvatura de la gota. El óleo tiene vuelta atrás, pero las acuarelas no. Y quizá por eso Pascual Berniz pinta como si se estuviera dando un baño, o eso me sugiere su hermosísima serie de Ofelias, donde se mezcla el hiperrealismo acuoso, virguloso, con los paisajes imposibles.
Pero son Ofelias vivas y felices, porque, repito, en Pascual todo está vivo, y me atrevería a decir que todo es feliz. La suya es, como decía Cicerón, una curiosa felicitas, o sea, y literalmente, una abnegada feracidad, una limpia fecundidad, un estado de permanente creatividad que quizá no deje espacio para el dolor. Lo pienso viendo un hermoso retrato femenino, una mujer de cabellos grises y párpados cerrados, un intento de abordar el frío y la desolación de la vejez del que sin embargo emerge la belleza cercana y conmovedora del ser humano que ha vivido mucho.
No es mal defecto estar poco capacitado para el tormento, desde luego, pero tampoco estoy seguro de que sea así. La felicidad reinante es, sobre todo, el efecto que causa en mí, yo que soy más bien dado a los tonos poco llamativos, a las gamas reservadas, y que solo disfruto con los estallidos de color cuando son incontestables. Cuando decimos, por ejemplo, que el rosa chicle no mezcla con el verde ciprés, en realidad asumimos que casi nadie sabe hacerlos mezclar, hasta que vemos a alguien que los junta como si siempre se hubiesen llevado bien. Cuando le pregunto de dónde ha salido esa extraordinaria luminosidad, esa fiesta sin chillidos, esa claridad, Pascual Berniz toma aquí y allá de su extraordinaria sabiduría artística, pero también habla del paisaje de los Monegros, su tierra natal, y todavía me resulta más extraordinario que semejante pirotecnia sin ruido, tal fragosidad sin forzamiento haya sido interiorizada en el paradigma del secarral. Las cosas, claro, hay que verlas de cerca, hay que sentirlas y olerlas y vivirlas, en este caso para descubrir su auténtico color.
Pascual Berniz no trata mucho el paisajismo canónico (debajo, en las manchas, ya está toda la sabiduría clásica habida y por haber), pero ha respirado mucho paisaje. Como pintor le gustan esos centímetros cuadrados de pintura realista que aislados forman impresionantes pinturas abstractas. Me habla del cuerpo de Leight Bowery, el modelo de Lucien Freud, o de la raya blanca gruesa que pintó Velázquez en la casulla del papa Inocencio, y que de lejos parece un estudio científico de los tornasoles de la seda. El realismo es algo que se intuye, que se ve de lejos. La verdad de la pintura está sujeta a otra gramática. Su potencia, el tuétano de que está hecha, sigue normas en las que triunfa la materia del color, no el simple parecido. Y el color fue macerado en los ojos de Pascual allá en los Monegros o en la masía de Allepuz en la que vivió tres años, Ofelio bañado en la inmensidad.
Mediada la entrevista, el realizador, José Miguel Iranzo, sugiere a Pascual Berniz la posibilidad de filmarlo en plena faena, o haciendo como que traza una sombra, o raya en un cuaderno de bocetos. Pascual sigue con su amena charla y sin pensarlo pide al entrevistador que pose para él. En cuestión de tres minutos, como una flor rodada a cámara ultrarrápida, la cámara ve aparecer el rostro del entrevistador en medio de un revuelto de colores. Yo sabía de sus dotes repentinas por los excelentes retratos que improvisa en las sesiones de Versos del jardín, pero esta vez la impresión no era solamente admirativa. La única diferencia entre mi rostro y aquellas pinceladas gruesas es que en el cuadro se veía el mejor lado de mí mismo. No mi perfil más favorecedor, sino lo mejor de mi persona.
4.12.10
Diego Arribas entre las alpacas

El escultor Diego Arribas carga alpacas en las cercanías de Rodenas. A lo lejos se ve el pedrusco dramático del castillo de Peracense. Huele a paja recién segada, a los tomillos y las jaras, frescas de alguna tormenta breve. Se oyen las chicharras y el zumbido fugaz de una moscarda. Diego apila las alpacas en forma de escultura. Con forma sugeridas por el entorno, nacidas del paisaje, las fotografía y las vuelve a desordenar. No usa máquinas ni ayudantes. Carga él solo las alpacas apoyándolas contra los muslos, las apila con sus grandes manos de escultor, altura tras altura, de modo que las necesidades de su trabajo en soledad van creando nuevas formas, escaleras que desaparecen conforme aparece la obra. Para crear el objeto tiene que ascender a él con estrategias propias de la lógica y la soledad. Es esta soledad, este intenso acto sin fisuras, como si con el círculo de alpacas ascendiera un tiempo delimitado y a la vez eterno, el momento del esfuerzo desbordante, la hora de descargar las ideas y vivir en ellas.
El gran círculo de alpacas tiene siete pisos, cinco filas de balas de metro y pico de largas y más de medio metro de profundas y de largas. Por fuera da la sensación de un tabique de bloques de adobe sentados a matajunta, pero Diego no ha roto una sola alpaca, lo que le ha obligado a colocar dos filas de alpacas en el sentido de la circunferencia y otra cruzada en los extremos de la hilera. Me imagino sus cálculos sobre la arena, las medidas de un objeto imperfecto para que cuadren en un círculo perfecto. Y, por otra parte, no sé cuáles son las medidas de las alpacas, pero todo el mundo sabe cuál es el verdadero peso de la paja.
El gran círculo está roto por una elegante abertura sin dintel, como la entrada a un templo esotérico, a un laberinto mitológico. El círculo sin techumbre, como la parte indestructible de una ruina, no tiene más pisos de alpacas porque excedería las medidas del paisaje. Está situado en mitad de una era, el lugar donde llegaron las espigas. Ese círculo está hecho con la técnica de cuando las eras ya no fueron necesarias, cuando los trillos empezaban a decorar las mesas de los bares y un mastodonte de hierro devoraba el cereal y lo arrojaba en paralelepípedos irregulares. Luego vinieron las alpacas circulares, con las que, curiosamente, no habría podido construirse un círculo tan limpio como este.
Detrás de la era ya sólo se ve una llanura de bancales sin labrar, un horizonte muy recto de cañas diminutas. En el inmenso campo hay algún árbol perdido y en el inmenso cielo una sola nube pasajera que viaja como un humo migratorio. Si alguna ermita se ve a lo lejos, tampoco excede las proporciones que respetó el artista. Uno dudaría entre pensar si es una obra de arte moderno o una tradición milenaria. Al inmenso azul y al amarillo secano les sienta como de molde. No se trataba de levantar solamente una obra de arte, sino algo que brotase del propio paisaje, que fuera natural en él.
Acabada la obra, Diego la deshizo y volvió a poner las alpacas en su sitio, en el lugar donde una máquina las recoge para que los hombres den de comer a los animales. Las intervenciones de Diego Arribas en el paisaje turolense son efímeras. Las podemos presenciar, no contemplar. Contemplar es ver en el tiempo, en el mucho tiempo, en las distintas estaciones. Habría sido interesante dejar que el ganado voraz, el fiemo y el cambiante clima las erosionase, las fuera derrumbando y la dejara como las tapias desdentadas de las parideras, hasta que al año siguiente, durante el mes de agosto, fuera costumbre levantar una construcción parecida y celebrar dentro de ella el final de la siega. Seguro que una forma tan perfecta tiene un grado de frescor inesperado.
Diego Arribas no busca paisajes que no hayan sido recreados por el hombre. Los bancales del Jiloca, las minas de Ojos Negros, los bosques de chopos cabeceros. Son paisajes hollados por la cultura, pintados por las mieses, esculpidos por el hierro. Pero lo efímero solo guarda la recompensa de la destrucción. Otras obras como la que presentó en la colectiva del Museo, Cada paso que das, son más duraderas. Eran quince placas de pizarra que por su tamaño recordaban al de las traviesas negras de aceite y de hollín, pero estaban más juntas, como las de una pasarela para cruzar un estanque. En la primera había trece líneas rojas rectas de diferente inclinación, y en la última solo dos, a un lado de la traviesa, allá donde los cruces y las pérdidas y los hallazgos habían llevado al resultado esencial, al único camino que nos queda.
2.12.10
Las alas de Carmen Escriche

Ese paisaje sin apenas nada, serio y frío, tiene una cercanía peculiar, como una crudeza doméstica. Rillo es uno de esos pueblos escondidos entre lomas, encaramados tan apenas a una ermita, o a la elegante torrecilla de la iglesia. La tierra es parda y la tormenta le da más nitidez a los rastrojos. Es la tierra, solo la tierra. Nada más entrar en el pueblo hay una de esas cocheras altas para meter tractores, y dentro un taller lleno de útiles de herrero, una mesa de tubos, una máscara de soldador, una radial con discos de diamante, y yunques y gubias y martillos pilones. Hay planchas de hierro apoyadas en aperos de labranza, y en una pared, colgadas de un gancho, vi las alas de insecto de hierro que estuvieron instaladas en la barbacana del Óvalo durante algún tiempo, y que sin duda es uno de los más bellos ejemplos de mobiliario urbano que hemos visto en décadas en nuestra ciudad. A las autoridades no se les ocurrió que esas alas tan grandes como ingrávidas, de coleóptero que no hubiera perdido la delicadeza, las alas del Ícaro que llevamos dentro, esa invitación a ver lo grande y lo hermosa que es la vega y ese toque de impulso centrífugo tan característico merecían haberse quedado allí para siempre, y no languidecer plegadas en el mismo clavo que unas colleras viejas.
Carmen Escriche* guarda esas alas y alguna que otra joya de hierro que va tomando color a oscuras. Al margen de que podamos seguir su obra expuesta, cuesta creer que sólo unos pocos pueblos avispados hayan emplazado alguna de sus esculturas. En la pasada muestra de Desde la sombra, una de las estrellas fue su espléndida Ataduras, un gancho mellado, ablandado, golpeado, con el retorcimiento de una clave musical, herido por las cicatrices de las soldaduras, del que cuelgan ramas de alambre grueso, petrificadas a favor del viento como esas sabinas a las que no dejó de pegarles el cierzo ningún día de su paulatino crecimiento. Era el movimiento de los hierros, la levedad metálica, pero también la mano que esculpe, retuerce, aproxima a la idea original, lucha por conquistar lo decidido.
Entre escoplos y martillos y yunques viejos hay en el estudio de Carmen Escriche fotografías de objetos útiles que envejecieron, cadenas oxidadas, muertas en una curiosa postura, candados dramáticos, chatarra lírica. Carmen viaja con una cámara y va guardando piezas abandonadas. No le interesa tanto la rejería de la catedral como los tubos de hierro de las empacadoras. Observa las máquinas del campo, hurga en las ruedas dentadas, estudia las curvas del aladro, y en ese taller, entre chispas y ruidos de sierra, Carmen Escriche somete sus fotos a dibujo. Se toma muy en serio los bocetos porque para ella la satisfacción consiste en acercarse a los proyectos con rigor y honestidad, no al pairo de las siempre pobres ocurrencias, que para ella no son nada.
Carmen viste ropas azules, como un mono moderno, con vaqueros manchados de óxido y una camiseta de Kukumutxu. Sin quitarse la escafandra de soldar, levantando solo la visera, me enseña el boceto definitivo (tiene docenas) de la obra en la que está metida, un monumento a la cama pensado para descansar eternamente en un alto a la entrada del pueblo. Carmen estaba soldando unas planchas de hierro de dos milímetros de gordas y me cuenta que, salvo las patas, la cama será de hierro mullido. Eso dijo, “hierro mullido”, quizá la expresión que mejor la defina de cuanto llevo escrito sobre ella. Está a mitad de faena, habla con la seguridad de quien trabaja sobre decisiones ya tomadas, pero respeta la incertidumbre del proceso. Apenas se centra en cuestiones generales, que ya las resolvió al principio, sino en el arte de la fabricación. Eso sí, cada soldadura es una cicatriz modelada con mimo. Cada bollo que le hace al hierro está medido con mano de joyero. La herrumbre que los baña les da un toque duro y cercano, lo mismo que a los bancales que tenemos alrededor.
Le vuelvo a preguntar por las alas. Le pregunto con qué criterio cree que los gobernantes se plantean el desarrollo estético de una ciudad. Carmen Escriche no pierde mucho el tiempo en vaguedades ni en verdades desesperantes. Ella lo que quiere es trabajar, mantener sin descanso la inspiradora continuidad, dar martillazos sin interrupción. Se está haciendo de noche y Carmen me enseña más bocetos apoyada en la puerta de una paridera vieja. Dentro hay dos perros que ladran un poco y después se callan. Hay mucha faena por delante. Carmen dejó el mundo de la ocurrencia metropolitana y se vino a estas tierras sin concesiones. Me lo está contando con la firmeza con la que sabe qué es lo siguiente que debe hacer con esa plancha de hierro doblada. El artista debe trabajar. El artista debe dejarse de tonterías y de frases profundas y darle al mazo. El tiempo que otros pierden en teorías urbanas ella lo gana en esa capacidad que tiene para sacar lo más leve de lo más duro, la delicadeza de lo herrumbroso. Detrás de nosotros están las alas, que no han perdido el color.
*Este verano anduve colaborando en un documental sobre arte contemporáneo en Teruel. Tuve la oportunidad de visitar los talleres de diez artistas, y de cada uno de ellos escribí una entrada que en principio tenía otro destino pero que de momento voy a colgar en este guardamuebles.