23.4.07

MATERIALES MODERNISTAS, 2


Describir es nombrar los objetos, decir dónde están colocados y explicar su forma del modo más expresivo y transparente. No hay poesía más hermosa que aquella que nace de la minuciosa descripción de algo. Estas son máximas que nunca pierdo de vista y que de vez en cuando riego con lecturas muy concretas. Por ejemplo, Florencio Cornejo, la única novela del pintor Gutiérrez Solana, que ha vuelto a caer esta tarde.
Conocí la obra literaria de Solana como casi todo el mundo vivo: a través del discurso de ingreso de Camilo José Cela en la Academia de la Lengua. Leído ahora que los dos están pudriendo malvas, la verdad es que no sólo resulta una honesta confesión de magisterio por parte de Cela sino, sobre todo, la defensa de un método que sigue siendo vigente, el de la descripción exacta, contenida, cruel y tierna en partes iguales, llevada en las andas de un ritmo narrativo que, aunque no le interesara escribir novelas, Solana dominaba con tanta o más soltura que los pinceles.
Solana es el grado cero de la narratividad: un tipo viaja y cuenta lo que ve, sobre todo si se trata de trastos viejos y personas miserables. Se nota que, a su vez, Solana trata de imitar a Baroja, la manera de contar las cosas de Baroja, esa estética del trasto viejo que tanto nos consuela en los catarros. Pero Solana maneja un recurso extremo, la pura descripción, sin ese constante pasearse por distintas clases de narración que Baroja usa como nadie, y Solana, también, tiene, digamos, conciencia de palabra, es decir, escoge las palabras según criterios de tonalidad que las hacen brillar por encima de cualquier cosa que se cuente.
Florencio Cornejo es una novela porque el protagonista no es el autor, pero no se diferencia en nada de sus Escenas y costumbres o de La España Negra o de cualquiera de los otros tres libros que publicó sin que nadie le hiciera el menor caso. A la mínima gota de narración Solana se para a mirar cachivaches. Un viaje no es una reflexión ni un tránsito sino un potaje de olores fuertes y colores vivos, una retahíla de viajeros y de maletas y de gallinas que sueltan plumas. El personaje no piensa, contempla y en su contemplación está lo que quizá ni siquiera él sabe de sí mismo, y ese es un acierto que luego Cela explotó hasta la náusea.
Un hombre que vive en una casa llena de aperos en la provincia de Santander se entera de que su amigo Florencio Cornejo está a punto de palmar. Entonces emprende un viaje para ver si llega a verlo vivo. Antes de salir le pone de comer al burro, porque la casera del caserón es una mala pécora resentida desde que el burro le pegó una coz en las costillas. En el viaje va describiendo lugares, y antes de llegar recuerda cómo conoció a Florencio Cornejo. Juntos vivieron unos meses en Madrid, casualidad que Solana emplea para empalmar varios capítulos que podrían estar perfectamente en sus Escenas y costumbres. Un Madrid de Galdós (recuerda hechos de 1873 y la calle Toledo que describe es talmente la de Fortunata y Jacinta) en el que no sucede nada destacable. Parece que está pegado, pero en realidad uno ha conocido a mucha gente en un viaje en el que no pasó nada y del que no recordamos más que las calles de las tiendas.
El caso es que la novela vuelve al presente y empieza el relato de la agonía y muerte de Florencio Cornejo. Es gracioso porque cuando termina la muerte y Solana suelta un latinajo uno descruza las piernas como si ya se hubiese terminado la novela, pero pasa la página y lee: “Velatorio”, y entonces vuelves a cruzar las piernas como estaban y sigues leyendo, y miras y resulta que después viene el entierro, pero ahora con conciencia de delectación, como esos placeres que se prorrogan cuando ya empezabas a lamentar que se acabasen.
Solana llega a extremos que ríete tú luego de Cela. Ese velatorio es una pasada. Me lo he pasado en grande, y no he devuelto el tomo de las obras de Solana a la estantería porque mi viaje a 1907 es un viaje pictórico, una historia descrita en términos pictóricos, y en puridad modernista no todos los rojos deben ser de fresa ni todas las luminosidades mediterráneas. Hay una secta de hijos de Zuloaga que emplean muy bien el color de la sangre seca y el marrón de los tabardos de los chamarileros. De todo hay en un buen trencadís.
Por cierto, que al final Solana no nos cuenta si la casera dejó morir de hambre al burro. Esos detalles...

2 comentarios:

  1. Excelente, don Antonio, este artículo.

    Un saludo.

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  2. Genial artículo, señor Castellote.
    Llego aquí a través de Mabalot. No sé cuántos seremos los fans del Solana escritor, pero vamos a terminar formando una cofradía gracias a este invento de los blogs.
    Un saludo.

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