3.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 4


Capítulo cuarto
Montes de piedad

Los Hermanos de La Salle llevaban poco tiempo instalados en Teruel. Nada más llegar se hicieron cargo del flamante asilo para huérfanos de San Nicolás de Bari, pero pronto abrieron unas escuelas para los muchachos de la ciudad y aquellos otros huérfanos que apuntaban maneras en los estudios. Todos los alumnos de sus aulas eran la primera promoción del nuevo colegio lasaliano, un caserón en forma de ele al que se entraba por la calle de Francisco Piquer, el que inventó los Montes de Piedad. Al día siguiente de su llegada, Raimon fue acompañado de su padre a inscribirse como alumno de tercero, el curso que había dejado a mitad en las escuelas de Tortosa. Los recibió un curilla jovencísimo, el hermano Jesús, un seminarista seco como un palo y con una sonrisa muy grande que llevaba en el cuello de la sotana un largo babero blanco partido en dos lengüetas paralelas. Por tener los doce años le correspondía ir a la segunda clase, pero el señor Monguió insistió en que ponerlo con los de su edad sería un atraso porque Raimon era un estudiante magnífico que sacaba unas notas extraordinarias, y porque ya se había quedado a mitad de tercero.
La conversación resultó apacible y llena de sonrisas. La del cura era muy grande, y la del señor Monguió muy contagiosa. Su padre se marchó diciendo adiós con el sombrero y el hermano Jesús replegó la sonrisa, y subió delante de Raimon una escalera estrecha con un barandado de hierro, a mano izquierda de la entrada, que comunicaba con las aulas del piso de arriba. Raimon estaba preocupado. Su madre le había obligado a ponerse un traje con pajarita, y aún le escocían las rechiflas que tuvo que soportar en Tortosa el primer día que apareció por la escuela con semejante indumentaria. Afortunadamente, a mitad de pasillo el hermano Jesús abrió un armario y sacó un guardapolvo de rayas que se abotonaba casi hasta el cuello. Mientras el hermano calculaba la talla Raimon se quitó la pajarita. Había empezado a llover. Por las cristaleras de la galería que comunicaba con las aulas se veían los primeros charcos en el patio, los muros de ladrillo de la catedral mojados por las primeras gotas. El hermano Jesús tocó en el picaporte de una puerta negra y ambos pasaron a la clase de tercero.
El profesor, el hermano Serafín, un anciano que sujetaba el libro encima de la barriga mientras paseaba por la clase, estaba dictando a los alumnos, que mojaban sus plumas en los tinteros del pupitre y sacaban por la comisura de los labios la punta de la lengua. El hermano no detuvo el dictado, y con dos gestos de sus ojos de búho indicó un lugar en la primera fila reservado para Raimon. Raimon sintió dos golpes en el hombro de la mano del hermano Jesús, que desapareció con su sonrisa, y se sentó donde le decían.
Raimón sacó del maletín de madera su cuaderno, su plumín y su tintero, guardó el maletín debajo del tablero abatible, cuyas bisagras chirriaron levemente, y se dispuso a copiar.
−Era bínubo y no bígamo el bigardo y begardo Alberto, que se guardó en el bolso la bonificación obtenida en la reventa de las anchovas y del escabeche −dijo el hermano Serafín.
Pero Raimon no estaba todavía en condiciones de respirar a gusto. El hermano Serafín le había indicado con los ojos el extremo más cercano a las ventanas, junto a la mesa del profesor, y su figura menuda y un poco pálida se abrigaba un poco entre las sombras de las nubes.
−El vacabuey es un árbol silvestre cubano que cultiva mi vecino el que vive en el bulevar y toca la marimba −dijo el hermano Serafín.
Raimón terminaba en un momento de copiar su frase, y aún le daba tiempo a mirar discretamente, por debajo del brazo, al resto de sus compañeros. Todos llevaban blusón de rayas, pero no los mismos zapatos. Las dos filas delanteras estaban llenas de zapatos de charol como los suyos, y las dos traseras de alpargatas.
−En el cuadrivio encontré a tu perro cuatralbo, que iba de escurribanda −dijo el hermano Serafín.
No, no había llegado lo peor. Nadie aún le había oído hablar. Su familia se marchó de Teruel cuando no había cumplido aún seis años. Sólo recordaba una imagen bondadosa de la señorita Gregoria, que le enseñó a escribir, y por eso le extrañaba que seis años más tarde siguiesen aún con la ortografía. En estos años su castellano se había vuelto gomoso, lleno de anchas vocales catalanas. Esa misma mañana le había dado los buenos días la doncella y la doncella, Milagritos, que, como todos, era nueva en la casa, no había entendido a Raimon, y la pobre muchacha no salió del apuro hasta que por fin se echó a llorar delante de Guillermina y le pidió que por favor que por favor que es que ella no sabía si el niño le había mandado algo y ella que era una burra no lo había logrado entender. El malentendido se aclaró al momento, pero Raimon se imaginó entonces la que se le venía encima.
−Las bestias sitibundas abrevaban en una balsa rebosante de bazofia −dijo el hermano Serafín.
Los muchachos miraban caer la lluvia, una sombra húmeda entre los cristales de la clase y los de la galería, con la boca abierta y aupándose un poco de sus pupitres, mientras el hermano Serafín llegaba caminando a la estufa de hierro que había en el fondo, se daba la vuelta y regresaba nuevamente hacia su mesa. El hermano Serafín empezó por el extremo opuesto a recoger las hojas y uno a uno, como si al entregar el ejercicio se sintiesen liberados de cualquier consideración, los alumnos miraban a Raimon y se reían.
Al pasar por las filas de atrás, el hermano Serafín dio un sonoro capón a un alumno que había manchado la hoja con el tintero. Toda la clase se volvió, y Raimon vio impresionado como aquel muchacho rubio de pelo cortado a cepillo y cara de pueblo se rascaba la cabeza para mitigar la escocedura, pero no movía un solo músculo de la cara, ni una sola muestra de dolor. El sonido del capón había recrudecido el silencio. Todos se sentaron firmes en sus sitios, con los brazos cruzados, a la espera de que otra gota de tinta hubiera caído en algún otro papel.
El último papel que recogió fue el de Raimon. El hermano Serafín abrió mucho los ojos cuando estaba mirando el ejercicio, y después esbozó una sonrisa buena, una sonrisota de labios grandes y papadas agradecidas.
−¿Cómo te llamas?
−Ramón.
−¿Ramón o Raimon? −dijo el hermano Serafín, que también tenía un leve deje levantino.
Ramón se arrepintió de haber alargado un poco más la incertidumbre.
−Raimon −dijo, y no puso el menor empeño en disfrazar su acento natural.
−Pues muy bien, Raimon −dijo el hermano Serafín−. Lo primero que tienes que saber es que esto no es un dictado sino una clase de caligrafía redondilla, no de letra inglesa corriente y moliente. ¿Sabes escribir con redondilla?
−No.
−No te preocupes. Ninguno hemos nacido enseñados. El mejor maestro echa un borrón, ¿eh, Maícas?
Maícas era el muchacho que había soportado el capón sin gestos de dolor. Como si su cuerpo controlara el tiempo, el hermano Serafín posó el libro cerrado sobre su barriga y esperó unos segundos a que se oyeran repicar las campanas de la catedral. A Raimon lo asustaron, y los otros se rieron de su sorpresa. Sonaban como si las tuviera encima, los cristales mojados de la galería vibraban con los tañidos:
−El ángel del Señor anunció a María −dijo el hermano Miguel.
−Que concibió por obra y gracia del espíritu santo −contestaron los muchachos.
Todos rezaban de pie, y cuando terminó el Ángelus aguardaron una palmada del hermano Serafín para salir ordenadamente al patio.
−Parece que ha dejado de llover −dijo el hermano−. Asensio, coge la pelota. Sangüesa, ve a pedirle al hermano Francisco la llave de la sala de abajo. Los que no llevéis zapatos iros a jugar a las damas, que las alpargatas luego no se pueden limpiar de barro. Andando.
Raimon aguardó a que saliesen los últimos. No quería bajar al patio. Cambiar de colegio con cierta frecuencia le había enseñado a Raimon a oler el peligro. Ese Asensio, por ejemplo, un muchachote de mandíbula cuadrada y el desparpajo de quien manda en todo el mundo, era de los que suelen esperar el primer juego de pelota para dejar caer un puñetazo en las narices del novato. La corte de zapatones que iba detrás de él no le inspiraba mucha más confianza, así que le preguntó al último de todos, a Maícas.
−¿Por dónde se va a la sala de juegos?
Maícas le miró los zapatos, se dio media vuelta y se fue, mucho más deprisa de lo que podía seguirle Raimon por aquel laberinto de corredores. Raimon esquivó la puera del patio, siguió hasta el final de la galería, bajó por una escalera todavía más estrecha que la que había subido y entró por una puerta. Media docena de hermanos oraban de rodillas, desperdigados en la penumbra de la capilla. Raimon volvió a la otra ala del edificio. Un hermano que no conocía de nada le salió al paso.
−¿Qué hace usted por aquí? −le preguntó, con tono inquisitivo, casi cantarín, en ningún modo amenazante. A Raimon todos los curas le parecían muy viejos, pero este además era muy ágil, además de muy alto, y caminaba dando grandes zancadas por el pasillo con un pedrusco entre las manos.
−Haga el favor de coger ese saco que dejé en la entrada, y sígame.
Raimon le ayudó a dejarlo todo en un armario, nada más entrar a las dependencias de la comunidad, de la que después Raimón sólo recordaría las losas verde oscuro y la penumbra de los crucifijos. El armario estaba lleno de piedras. Eran fósiles, y a Raimon le subió por la garganta el incontenible deseo de lucirse.
−Ammonites −dijo el chaval.
−Sí señor −dijo el hermano Alfonso, mientras se subía gafas redondas de concha con el antebrazo−. ¿Te gustan los fósiles?
−Sí.
−Eso está bien −dijo el hermano Alfonso, mientras cerraba el armario−. La semana que viene organizaremos una excursión a la Muela. A ver cuántos eres capaz de encontrar −le dijo, y le preguntó por qué no estaba en el patio.
−No sé dónde está la sala de juegos.
−¿También te gustan las damas? −dijo el hermano Alfonso, torciendo de nuevo a la derecha.
−Me gusta más el ajedrez.
−¿Lo dices en serio? Aquí hay algunos chicos que juegan muy bien.
Llegaron a una puerta de cristales y al abrirla Raimon vio dos hileras de mesas con alumnos que jugaban a las damas. Era un salón de techos muy altos. Por las ventanas grandes, llenas de chorretones, entraba la luz grisazul de los días nublados. El hermano atravesó las filas de jugadores, que no movieron la mirada del tablero, y llegó a la penúltima mesa, donde Isidoro Maícas estaba jugando al ajedrez con Luisín Moragriega.
-Tú, levántate −le dijo el hermano Alfonso a Moragriega, un muchacho de Valderrobres, rubio, con los ojos claros y la cara chupada en torno a la boca pequeña. Luego se dirigió a Raimon.
−Venga, siéntate, a ver si le ganas a Maícas −dijo, y empezó a colocar los trebejos en la posición inicial.
La mirada de Maícas cuando Raimon se sentó y puso los ojos a su altura fue de una inexpresividad hiriente, la mínima expresión permitida del insulto y del desprecio.
−A ver si puedes con él −dijo el hermano Alfonso−, que este es duro de pelar. Venga. Luego me contáis −dijo, y volvió a abandonar la sala. En la puerta se cruzó con el hermano Crescencio, que vigilaba la sala leyendo un tomo de Jaime Balmes.
Le tocaba mover a Raimon, que llevaba las blancas. Moragriega se había quedado de pie, y algunos otros muchachos levantaron las cabezas para mirarlos. Reinaba un silencio absoluto, pespunteado por las toses de un muchacho enclenque y los ruidos de los culos de esparto de las sillas, que sonaban como si estuvieran pensando. Raimon, en vez de uno cualquiera de los movimientos permitidos, empezó a poner las piezas en la posición que mantenían en el momento en que llegaron él y el hermano Alfonso para interrumpirles la partida. En pocos segundos había reconstruido la situación, y después, en su gomoso castellano, invitó a Moragriega a seguir su partida con Maícas. El hermano Crescencio levantó un poco los ojos de los lentes, como si se hubiera oído algún murmullo, pero los volvió a bajar.
−Al cavall es manja l'alfil −susurró Luisín Moragriega.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.