17.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 16


Capítulo décimo sexto
Club Velocipédico Turolense

Pilarín Sangüesa ya sabía montar en bicicleta. El día de la fundación del Club Velocipédico Turolense, Pilarín cortó la cinta con los colores de la bandera española. Entonces sólo se subió un momento a la bicicleta, lo justo para que la sostuviesen de pie, con una mano en el sillín y otra en el manillar, Arsenio Perruca por el lado izquierdo y Joaquinito Torán por el derecho, ambos muy repeinados y sonrientes, con sus bombachos y sus jerseys de cuello alto y sus bigotes engomados, mientras el señor Hernández se metía bajo la cortinilla de la cámara y un fogonazo de magnesio iluminaba la fotografía. Había que tener mucho cuidado porque la bicicleta pesaba por lo menos cuarenta kilos, dijo Arsenio, y Pilarín se sintió un poco atascada con tantos forros y refajos que había que poner por encima de la barra y sin que las puntillas se atascasen con los engranajes.
El gusto por el pedal no había hecho más que crecer en la ciudad desde que en 1903 se corrió el primer Tour de France y todos los noticiarios se hicieron eco del acontecimiento. Los aficionados a tan interesante género de sport encontraban todo tipo de garantías en la nueva bicicleta de seguridad Starley, de ruedas más proporcionadas, rodamientos engranados por cadenas y neumáticos de goma. Aparte de guardar mejor el equilibrio, la bicicleta de seguridad incorporaba frenos en las ruedas y se podía ir más deprisa sin riesgo de atropellos ni tozolones. El Club Velocipédico Turolense fue fundado en 1896 por el entusiasta ciclista Federico Puig y Romaguer, pero cuando el fundador consiguió un traslado el club siguió funcionando con el apoyo de los jóvenes más significados de la capital. El club organizaba expediciones a Villastar y en las ferias de San Fernando se disputaban certámenes velocipédicos en la carretera de Zaragoza, entre el puente de hierro y la Virgen del Carmen. Una bicicleta de seguridad valía entonces lo mismo que Tomás ganaba en un mes en El Vulcano.
Pilarín aprendió tan rapidísimamente a montar en bicicleta gracias al hermano Etienne. Un miembro del club (cuyo nombre soslayaremos, en atención a la buena fama de sus descendientes), hijo de buena familia, un muchacho noble y muy estudioso que acabó sus días de muy mala manera, regaló a Pilarín una bicicleta monísima: la barra superior arrancaba del alto manillar en dos tubos delgados que se abrían en curva descendente hasta las palomillas que sujetaban los piñones, y de los piñones salían otros dos tubos ondulados que se iban cerrando hasta el encuentro con el manillar. Parecían un ojo rasgado con una rueda en el lacrimal.
Pilarín agradeció de todo corazón al joven caballero aquel regalo escandalosamente caro y de inmediato lo subió al asilo de San Nicolás. El hermano Etienne era un gran sportman. En su Rubaix natal había viajado desde niño en bicicleta por aquellos ásperos caminos de pavés, kilómetros y kilómetros con un tembleque general que destrozaba los riñones al más pintado, pero ellos, solía decir el hermano, eran como los caballos percherones, acostumbrados al mal tiempo y a los caminos difíciles. Todos vieron admirados cómo el hermano Etienne se recogía la sotana y daba una vuelta con la destreza propia de un equilibrista. Todos se admiraban de su dominio, el alto hermano rubio de pelos lacios que volaban con el viento y él achinaba los ojos tras los lentes para que no le entrase ningún mosquito. Cuando dio por concluida la demostración, el hermano se bajó de un salto de la bicicleta, antes de que dejase de rodar, los pedales siguieron dando vueltas y el cura se presentó recto y con la sotana en perfecto estado y la bicicleta sujeta por el manillar. “Ahoga tú, Pilaguín”, dijo el sonriente y sudoroso hermano. “¡Sí, sí!”, gritaba la chiquillería.
Y entonces Pilarín le contó al hermano Etienne que Arsenio Perruca y Joaquinito Torán le habían sujetado el sillín para que no se cayese, y el hermano Etienne dijo: “De eso nada, Pilaguín; a ti no tiene que sujetagte ningún mosalbete”, y en el patio del hospicio se organizó un follón tremendo con todos los niños que aplaudían divertidos a la señorita Pilarín mientras ella iba haciendo eses entre los árboles con el hermano Etienne detrás, a escasos centímetros de su cuerpo, con las manos en posición de cogerla en el momento en que la señorita Pilarín fuese a perder el equilibrio, pero dio unas cuantas vueltas a las acacias y cuando veía que la bicicleta se le iba a vencer ella daba más fuerte a los pedales y evitaba milagrosamente la caída. “¡Más fuegte, Pilaguín! ¡Si ves que te caes, más fuegte!”, le decía, correteando junto a ella igual que un cómico en apuros, el hermano Etienne. Y cuando Pilarín ya se sintió segura se bajó de la bicicleta y llamó a Isidoro. “¡Ven, Isidoro, prueba tú!”, le dijo, e Isidoro tampoco necesitó la ayuda del hermano Etienne más que durante los primeros metros. Luisín sí, Luisín se pegó una castaña tremenda.
Durante un mes seguido no hubo manera de cantar los sábados todo el programa, todos los kyries y los misereres, porque, con la fiesta que se organizaba cuando aparecía Pilarín, el hermano Etienne decidía concluir el ensayo con unos minutos de anticipación, y aprovechando las últimas luces del día dejar que los niños diesen unas vueltas al patio con la bicicleta.

Pilarín contaba todo esto una tarde a su amiga Rosser. Pilarín había ido a buscarla al Café Moderno y bajaron juntas la calle de la Democracia y la de San Francisco, y cruzaron el puente de hierro y se fueron a pasear por los huertos de la vega del Guadalaviar. Les gustaba pasear por el caminito lleno de lavandas que pasaba entre las tapias de los huertos, algunas pintadas de azul. A veces, cuando los días empezaron a crecer, se acercaban por la carretera de Cuenca hasta más allá del Ventorro, a los barrancos de Pocopán, un cañón de arcillas pedregosas entre cuyos profundos cortados discurría una rambla reseca.
En esos paseos Rosser y Pilarín hablaban y no hablaban. Hablar era una forma más de estar entretenidas, decir lo hermoso que era el campo era una forma de respirarlo. A Pilarín no se le pasaba por la cabeza preguntarle a Rosser cosas de su vida, por qué había pasado tantos días con esas ojeras tan profundas, cuando la fiebre de la brucelosis le había ya empezado a remitir. Rosser, al principio, no decía nada. Su cuerpo frágil, estragado por la fiebre, caminaba cabizbajo como las enfermas. A veces Pilarín le preguntaba si no le estaría molestando tanto cacareo, con el tono de voz tan agudo de soprano que tenía ella, pero Rosser entonces se agarraba de su brazo y le pedía que siguiese, que siguiera contándole cómo la cogió Arsenio Perruca del sillín, que le contara la cara que ponía el hermano Etienne cuando la enseñó a montar en bicicleta, que siguiese hablando como si pedaleara por entre las acacias. “Cuando me ponga buena, Pilar, nos iremos juntas a montar en bicicleta”, le decía.
Y llegó el día, muy pocos días después, como una flor que revienta sin que te des cuenta, y que sólo la ves una mañana, cuando miras distraído hacia el balcón, y ves que algo ha nacido, llegó el día en que Rosser se arregló unas ropas viejas de Guillermina y se puso todo lo más moderna que pudo, y se fue a pasear con Pilarín.
−Mañana nos vamos a pasear con el Club Velocipédico Turolense hasta Villastar −le dijo la tarde aquella−. Pero antes tenemos que hacernos con la ropa adecuada -dijo.
Qué bien se lo pasaron las dos descosiendo pantalones de sport de Pablo Monguió y cosiéndoles cuchillos y suplementos y frunces en la cintura y estiramientos de la bragueta. Las manos de Rosser volaban con la aguja, pero no era el coser beato de las abuelas, sino el trabajo diestro de un miniaturista. Y Pilar se reía y decía que no con la cabeza y arrodillada sobre un cojín de fieltro se tapaba la boca y decía: “¡Mi hermana me mata!”, pero le volvía a dar un ataque de risa y Rosser la ayudaba a reír con cualquier gracieta nueva que se le ocurriese.
Al día siguiente, a las nueve de la mañana, en la plaza de la Libertad, junto a la fachada dieciochesca del Ayuntamiento, Rosser Jujol y Pilarín Sangüesa se presentaron con sendas bicicletas de seguridad, la de Rosser, recta y moderna, pintada de violeta, y la de Pilarín era la del ojo rasgado, la que subió a San Nicolás. Iban las dos vestidas con pantalones blancos, muy ajustados a la cintura y a las caderas, que terminaban por debajo de la rodilla. Iban igual vestidas, parecían hermanas. Las dos los pantalones blancos y una chaquetilla de punto con cenefas coloradas en los puños y en la cintura, y las dos zapatos de cuero elástico, con una trabilla que se abotonaba para proteger el empeine. Sólo se diferenciaban en que Pilar se había calzado unas medias negras hasta la embocadura del bombacho con una franja de tres rayas rojas y dos verdes, y la de Rosser era de círculos verdes entre dos rayas amarillas. También se diferenciaban en que Rosser se había puesto un sombrero de paja, pero Pilarín había preferido la gorra blanca de su padre, que le recogía mejor el peinado y no se le volaría con el viento.
La expectación en la salida pronto se hizo considerable, lo que las lenguas tardaron en bajar por las canales. Rosser le había dicho muy seria que en Australia ya había señoritas que usaban pantalones, y eso lo había leído en un libro delicioso que en cuanto volvieran de Villastar le prestaría, se titulaba La mujer del almacén, y era de una escritora maravillosa que se llamaba Katherine Mansfield. “Tienes que leer a Katherine Mansfield, Pilar”, y Pilarín estaba como envuelta en una sábana de gasa en la que todo estaba mejor iluminado y las ideas de Rosser eran igual de verdaderas que los pantalones blancos cortados y confeccionados en una tarde en la que disfrutaron como si llevasen así juntas desde niñas. Y, como había decidido que aquello estaba bien, Pilarín Sangüesa, aquella mañana de primavera, no dejó de sonreír y corresponder con saludos efusivos y con bromas a todos los que se les habían quedado mirando con ojos de besugo y sin saber qué decir, hasta que Joaquinito Torán, siempre tan solícito con las mujeres, se les acercó el primero a ponderar muy favorablemente el modelito. Él iba con unos bombachos marrones de pana y un jersey de cuello negro. Luego todos los sportmen las felicitaron con palabras parecidas.
Los ciclistas bajaron por la calle del Salvador hasta el paseo del Óvalo, desde cuya barbacana se veían los jardines de la estación y la ancha vega perderse sosegada en el camino hacia Villastar. La carretera, a orillas del río Turia, serpenteaba sin desniveles dignos de consideración. A la derecha subían las faldas coloradas de los cerros, llenas de matojos pardos. Entre dos de aquellas lomas se cobijaba la aldea. A la izquierda todo eran bancales de tomateras y de patatas en flor, campos de avenas locas y amapolas. El firme de la carretera estaba bien, no levantaba demasiado polvo pero había que tener mucho cuidado en esquivar las roderas de los carros que venían cargados de Libros, de las minas de azufre. Rosser conducía con firmeza, se levantaba del sillín y adelantaba unos metros, y después se dejaba llevar para ir al lado de Pilarín, a la que todas las pedaladas le costaban el mismo esfuerzo. Iba agarrada al manillar y apretaba los dientes, tiesa como un palo, la mirada como sorprendida y la sonrisa permanente. Los ciclistas iban y venían como perros pastores y se situaban a la altura de las damas y les mostraban su dominio apoyando rectos los brazos sobre el manillar y descansando los hombros en ellos, y les preguntaban una y otra vez si estaban cansadas. Ellas se retrasaban a veces adrede y veían el pelotón ciclista turolense, las espaldas de los hombres y sus gorras, que subían y bajaban como las teclas de un organillo en la mañana luminosa.
Rosser y Pilarín se habían quedado un poco rezagadas, sobre todo porque no paraban de cascar. Los jóvenes obsequiosos no podían con un ritmo tan tranquilo, pero no se adelantaron tanto como para no perderlas de vista entre las hojas todavía tiernas de los chopos cabeceros. De pronto Rosser y Pilarín, que iban hablando de las avenas locas, escucharon el crujir de una bocina y Pilarín al girar instintivamente la cabeza casi pierde el equilibrio, porque la rueda delantera se le metió sin querer en una de las roderas. Y a su lado pasó una bicicleta doble, un tándem, como luego supo Pilarín, y delante iba dando pedaladas como un poseso el bueno de Fermín, y detrás, dejando que sus pies fuesen pedaleados, más pendiente de las posturas que de los movimientos, iba Leopoldo.
Al marqués, como siempre, no le faltaba detalle. Saludó muy ceremoniosamente a las señoras y les preguntó si estaban cansadas. Pilarín se dio cuenta de que el marqués nunca se había dirigido antes a ella, nunca jamás la había saludado ni tratado con aquella consideración ni con ninguna otra, a pesar de que se conocían desde niños. Pero ahora, encima de la bicicleta, todo eran sonrisas.
−Permíteme que te felicite, Pilarín. Vas modernísima, Pilarín. Vas moderna hasta más no poder. Qué bien, qué alegría…
−¡Déjanos probar el tándem a Pilar y a mí! −dijo Rosser en ese momento.
−¡Sí, sí, ahora mismo! ¡Fermín, para este trasto!
Todos detuvieron con prudencia los vehículos y los apoyaron en un talud de arcilla que había junto a la cuneta. Rosser se sentó en el sillín delantero del tándem y apoyó el pie en el suelo para sujetar inclinada la bicicleta mientras se subía Pilarín.
Y entonces Rosser dijo “¿estás preparada?”, y Pilarín dijo sí, y arrancaron el tándem y pronto habían alcanzado una velocidad muy superior a la que llevaban desde que salieron. Rosser se levantaba del sillín para empujar con sus piernas fibrosas el aparato y Pilarín era todo pundonor pedaleando lo más fuerte que podía. Rosser se sentaba en el sillín y se agachaba sobre el manillar y su perfil de líneas afiladas no cortaba el viento sino que volaba, y Pilarín se sujetaba la gorra con una mano pero volvía a ponerla en su sitio y se reía como una loca y no paraba de pedalear. Y llegaron a un repecho, a un pequeño desnivel de apenas unos metros, pero el cansancio había hecho mella en Rosser y aquel armatoste cuesta arriba pesaba un quintal, y entonces Pilarín le dio todo lo más fuerte que pudo a los pedales y la propia inercia de su empuje la llevó a levantarse del sillín, y en ese momento se vio a sí misma y dijo “¡mira, Rosser, me levanto del sillín!”, y Rosser entonces apretó los dientes con renovados bríos y coronaron el repecho sin ninguna dificultad. Joaquinito Torán, que fue alcanzado y rebasado por las damas velocípedas, soltó las manos del manillar y se puso a aplaudir. Casi se cae.

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