10.8.08

OTOÑO RUSO, XXI


Capítulo vigésimo primero, último.
Cuento de Navidad

Dos meses después. La casa de Alfambra. Una cocina comedor bastante amplia, con mesa grande en medio, recia mesa de firmes patas y seis sillas de formica. Detrás están las encimeras y las pilas de granito, y el escurreplatos de hierro y armarios de chapa para guardar las copas. A la izquierda de la entrada, sin embargo, hay una antigua alacena verde que restauró la tía Angelita con las amigas de la asociación cultural. La tía Angelita dice que poco a poco irán cambiando los armarios viejos por otros más viejos pero restaurados. A la derecha, debajo de la ventana que da a la calle doctor López, hay una mesa camilla con tapete de estrellas de colorines, y en ella están sentadas la tía Angelita y su amiga Iluminada, que la ha subido a ver. En una radio muy pequeña, en voz muy baja, suenan las voces de los niños de san Ildefonso cuando van cantando la lotería.
-Me da pereza irme, Iluminada. Andar ando ya bien, ya no se me encasquilla, pero aquí es que me encuentro muy tranquila y muy bien. No echo de menos Teruel nada, te lo puedes creer, Iluminada, y mira que aquí hace un frío que se jode el basto. Además, para qué nos vamos a engañar. En Teruel veníais a verme tú y el padre Florencio, y mi sobrina, que mejor que no viniera. Aquí hay más movimiento.
-Qué disgusto, Matildín.
-De disgusto nada. Ahora está más centrada. Viene a verme y por lo menos hace algo y le quita un poco de faena a Tatiana, porque antes con llorar ya tenía bastante. Lo único malo es que la Virginia esa con la que se ha abierto la tienda es tonta perdida. Yo ya le digo a Bernardo que les mire bien las cuentas porque esa loca los arruina antes de empezar.
-Es verdad, y la madre de Virginia, la señora Federica, ¿te acuerdas?, también era un poco tonta.
-No me voy a acordar, y su abuelo, que parece que lo estoy viendo en el casino sentado siempre en la esquina de las mesas de guiñote, era también un poco bobo.
-Ay qué memoria tienes, Angelita.
Arriba se oyen los pasos de Tatiana, que está arreglando las habitaciones.
-¿Y qué tal está? –secretea Iluminada, mirando hacia arriba.
-Pues jodida, tú qué crees. Lo que pasa es que entre todos la vamos animando y oye, que no todo van a ser desgracias. Le va a costar porque le va a costar, porque es muy gordo. Nosotras Iluminada no lo sabemos porque somos solteras, pero tiene que ser un trago que...
-A mí es como si se me hubiese muerto antes de conocerlo –admite con resignación Iluminada?
-¿Te pongo un poquico más de café?
-Chica, sí –se consuela Iluminada-. Luego no duermo pero si tomo tilas tampoco duermo, así que qué más da. Me paso la noche rezando el rosario, hasta que tocan las campanas de la catedral.
-¿Y no has probado a leer? Yo estoy leyendo mucho desde que me he venido a vivir aquí. Ya no veo la tele ni nada. Desde que no veo programas de enfermedades yo creo que estoy más sana, y con la papeleta que hay aquí, que bastante sombra lleva encima la pobre muchacha... Tienes que leerte Guerra y paz, Iluminada.
Por la puerta biselada de la cocina se ve pasar el bulto enorme de Bernardo, que
se mete en el corral. El abuelo está sentado en un silla bajo el cobertizo. Está remendando una jaula para los conejos, con un retal de malla y unos alambres sueltos está tapando un agujero. Bernardo camina con precaución. El suelo del corral está helado, las pisadas hacen crujir el barro y el estiércol. Se ve el aliento al hablar, y una lluvia fina va engrosando el hielo en vez de derretirlo.
El abuelo saluda como siempre, con la mano en alto y una amplia sonrisa desdentada bajo sus bigotes de mujik. Bernardo se sienta a su lado. Hace frío. Las manos del abuelo conservan su piel enjuta y tostada. A Bernardo se le ponen coloradas del frío si las saca del tabardo. Bernardo ya no usa el Barbour. Lleva chirucas y pantalones de pana y un gorro de estibador.
-¿Saldremos hoy? –dice Bernardo, y lo acompaña, casi sin darse cuenta, de los gestos precisos para que lo entienda el abuelo: señalar el monte con el dedo, componer con el dedo de la otra mano la actitud del que dispara una escopeta.
-¡Cómo! –dice el abuelo, y se señala la pierna y compone un rictus de fastidio, de dolor fingido, aunque sea real. Hoy le duele un poco la pierna al abuelo.
A Bernardo casi le alivia. La lluvia es aguanieve. Si el corral está helado, por el monte no se debe de poder andar siquiera.
-¡Frío! –dice Bernardo-.
El abuelo sonríe como si por fin hubiera una buena noticia. Con los dedos endereza los alambres y arquea la boca más o menos, según la fuerza que tenga que hacer. Bernardo se enciende un cigarro. Está pensando aprovechar la mañana y desatascar un poco la calefacción gloria. En la casa instaló radiadores de agua y una caldera de gasoil, pero él se acuerda del calor que subía del suelo cuando era un zagal, antes de marcharse a estudiar a Teruel. Recuerda que su padre se sentaba en el suelo y apoyaba la espalda en la pared para echar la siesta. La tapa de hierro de la caldera está debajo de unas alpacas. Bernardo ensaya el movimiento de riñones con el que, según recuerda, se mueven las alpacas de paja para cargarlas en la era. Abre la tapa y con un palo rompe las densa capa de telas de araña que tapa la boca de las galerías. Por lo demás, no hay nada que desatascar. Está limpia. Su padre murió en abril, ya la había limpiado y la había dejado lista para el invierno, pero en los siguientes treinta años nadie la volvió a abrir, nadie volvió a pasar un invierno en esa casa ni cubrió las paredes con el aroma de las comidas y los cuerpos y las conversaciones, con el dulce aroma del corral cuando está lleno de animales.
El abuelo mira divertido la faena de Bernardo, cómo coge un par de puñados de paja seca y los echa en la caldera, y aplica el mechero para darles fuego. Baja la tapa y espera unos momentos, como si con eso hubiese sido suficiente. La vuelve a abrir, está todo apagado. El viejo dice algo incomprensible y deja los alambres en el asiento, y le señala a Bernardo un montón de broza mojada que hay en un rincón del corral. Son las hojas amontonadas de la noguera, que el frío y la lluvia han ido aplastando hasta formar una especie de muladar. También señala el carretillo, y él mismo le ofrece una horquilla para que lo cargue.
Es verdad, recuerda Bernardo. Así lo hacía su padre, con pajuzos húmedos y aliagas que rodaban por la calle, con hojas podridas y paladas de gallinaza. Bernardo está entusiasmado con la idea de sentir de nuevo el calor de la gloria en los pies. Pronto adquiere la compostura del trabajador del campo, la parsimonia sin interrupciones, la economía de movimientos, el ritmo de pasar el día con pequeñas cosas, de pasar la vida con pequeños días. La caldera saca una tufarrada de humo que envuelve el aire del cobertizo. Bernardo deja caer la tapa de hierro y una nube amarilla sube por encima de las tapias y se disipa en la mañana gris.
Una voz en ruso se oye desde el piso de arriba. Es Tatiana. Ha abierto la ventana de su cuarto, alarmada por el humo. Bernardo sale de debajo del cobertizo.
-¡Soy yo!
-Ah, hola. Es que he visto mucho humo.
-Es la calefacción, no te preocupes –dice, y se vuelve al abuelo y le indica que se metan dentro, a ver qué tal funciona. Antes de volver a meterse en el cobertizo que da a la casa Bernardo vuelve a levantar la vista y sonríe.
-¡Qué tal ha ido!
-Bien. Ya le van a dar la nacionalidad.
Bernardo se vuelve al viejo y le ofrece la mano.
-Ya eres español, Rodión. Enhorabuena.
Bernardo le da la mano subiendo el codo, como en las sinceras felicitaciones. El abuelo se la estrecha sin saber a qué viene todo eso. Tatiana, desde arriba, se lo explica en ruso. El abuelo no modifica la sonrisa, como si lo que le alegrase fuera la mano de Bernardo, no la noticia de Tatiana. Si Tatiana no hubiese dicho nada habrían celebrado exactamente igual el funcionamiento de la calefacción gloria. Sin soltarle la mano, Bernardo se vuelve hacia Tatiana.
-Tengo una cosa para vosotros, Tatiana. Ven, baja y te la enseño. Vamos dentro.
Bernardo vuelve a entrar en la cocina y toca el suelo de baldosas de barro algo más pálidas por donde corre la galería. Ya va cogiendo calor. El soniquete de los niños de San Ildefonso pespuntean los bisbiseos de las dos viejas, que al llegar Bernardo recobran el tono normal.
-Si no dejas de abrir y cerrar puertas aquí nos vamos a congelar, Bernardo –dice la tía Angelita.
-¿Y Julia?
-Se ha ido, y también se ha dejado la puerta abierta. Me va a dar una pulmonía. ¡Y hacer el favor de limpiaros las botas de barro, que luego hay que limpiarlo!
El abuelo, que ya está instruido, deja en el pasillo las botas y se calza unos lapti, una especie de abarcas hechas con corteza de álamo y suela de esparto. Tatiana entra en la cocina.
-¡Qué calor hace aquí! –dice, y mira a todos lados como si hubiera notado el tipo diferente de calor y estuviera buscando la fuente. Después se agacha y pone la palma de la mano encima de los ladrillos más pálidos. Se gira hacia Bernardo, y sonríe como si hubiesen descubierto que el suelo está vivo.
-Mira –dice Bernardo.
Se saca un sobre del tabardo y antes de dárselo a Tatiana explica a todo el mundo el asunto.
-Me han dado un premio de fotografía. Bueno, es un concurso local, tampoco os penséis que me han dado el Pulitzer. Y el caso es que...
Bernardo carraspea, está un poco nervioso. No está nervioso porque lo esté diciendo delante de su tía y de Iluminada. De ningún modo habría buscado un aparte con Tatiana para decírselo. Su amabilidad va siempre acompañada de testigos. No quiere que Tatiana lo rehuya ni lo malinterprete. Él quiere cebar la gloria, dar paseos por el campo. Quiere volver. En los pueblos ya no huele a animales pero en su casa sí, y ese olor es todo lo que va buscando. Quisiera escuchar por las mañanas los cascos de las mulas y las ruedas de los carros y los gritos de los arrieros. Los pueblos ya están vacíos de su condición de pueblo, las calles están llenas de cemento y por las mañanas apenas se escuchan los gallos. Pero esto es muy parecido. El viejo Rodión lo ha devuelto a los mejores años de su vida. La casa está viva.
Bernardo adopta un tono serio. Atento y serio. Delicado, respetuoso y serio.
-¿Te acuerdas de las fotos que hicimos cuando íbamos buscando los sitios donde luchó tu padre?
Tatiana está tranquila. Las ojeras no se le han borrado todavía. Son como las cicatrices de aquellos días. Su luto es físico. Su cuerpo, su rostro, su cabello está de luto. No necesita fingir dolor. Al contrario, cualquiera que no la hubiese visto hace dos meses pensaría que es una mujer que irradia paz. Por mucho que conteste movida por la curiosidad y no por el recelo, es su cuerpo entero el que se duele, y Bernardo lo sabe, lo siente.
-¿Con una de aquellas has ganado?
-Sí, con esta –dice Bernardo.
Tatiana saca la foto del sobre y su rostro vuelve a velarse de tristeza. Bernardo se apresura. No es una foto que pueda traerle malos recuerdos. Si acaso el día, ese nerviosismo que Bernardo nunca supo interpretar. Pero Bernardo ha ganado el concurso con la foto de la nave pintada mil veces con el número cinco mil, y piensa que algo curioso, tan absurdo, no puede traer más recuerdo que el de la grata coincidencia de haberlo presenciado. Tatiana, sin embargo, se repone enseguida. Su semblante no se alegra pero no está consternado.
-Muy bonito –dice, y tose un poco y ya no dice nada más.
-He pensado, Tatiana, que, bueno, en realidad todo este mundo está lleno de casualidades, pero la verdad es que si no hubiese sido por vosotros no habría visto esto. De hecho, al día siguiente volví para sacar más fotos y ya la habían pintado toda de blanco, y yo antes también había visto esa nave sin pintar. Quiero decir que fue algo fugaz, casi una visión. Lo vimos nosotros y es posible que no lo viese nadie más.
-¿A ver, a ver? –dice la tía Angelita.
-Lo que quiero decir –dice Bernardo, y para decirlo se dirige a su tía y a Iluminada- es que yo creo que este premio es, debe ser para vosotros.
-No, no –dice Tatiana, y se vuelve como buscando algún plato que fregar en la pila.
-¡Cómo que no! ¡Eso está muy bien! ¿Cuánto te han untado? –dice la tía.
-Mil quinientos euros.
-Pues ya está, mira, para el coche, que Tatiana está ahorrando que se quiere comprar un coche.
-No, no, de ningún modo –insiste, seria, Tatiana.
-Pues entonces para Nicolás.
La tía Angelita nunca ha sido capaz de pronunciar la palabra Kolia.
-Míralo, Tatiana, está decidido –dice Bernardo.
Tatiana calla, mira a Bernardo y hace amago de sonreír.
-¿Cuánto vale una tumba? –pregunta.
-¡Uy, están por las nubes! –dice Iluminada-. Paulita se compró un nicho a perpetuidad y le costó un dineral.
-Guardaba las cenizas de Mijaíl para llevarlas a Irkutsk –dice Tatiana-. Pero él murió aquí, no en Irkutsk.
-Eso Bernardo te lo arregla inmediatamente –dice la tía Angelita-. Bernardo, ve de mi parte a Ferrer el marmolista, que es el que nos ha hecho siempre las lápidas a la familia.
-Sí, sí, yo me encargo.
Iluminada se revuelve en la silla.
-Oye, Angelita, ¿y no tenéis un poco mucho calor aquí?
Bernardo se vuelve al abuelo y da un pisotón en las baldosas y luego mueve los brazos como si estuviera subiendo aire.
-¿Ve cómo funciona?
En ese momento se abre la puerta y cuatro cachorros de podenco del terreno mezclado con galga rusa entran en la cocina con las patas manchadas de barro y se caen y se resbalan y ladran sin descanso mientras los niños de San Ildefonso cantan en la radio un tercer premio.
-¡Pero bueno, pero bueno, pero qué es esto! –grita la tía Angelita-. ¡Pero mira cómo lo ponen todo!
-Ay ay ay que me muerde –chilla Iluminada. Un perrillo blanco con manchas de color canela, despeluchado y con cara de oveja se le ha encaramado a las haldas y le está lamiendo la cara. Los otros han ido directamente a las cortinas de cuadros que tapan las baldas de debajo del fregadero, o se encaraman en las piernas del abuelo y se sientan delante de él esperando que les haga una caricia.
Detrás entra Julia con Kolia y Esther. Entre risas persiguen a los perros y cogen uno a cada uno. El otro lo coge Tatiana. El abuelo dice algo en ruso.
-Dice que no los toquen mucho ahora, que primero hay que enseñarlos.
-¡Pero si son tan monos! –dice Julia. Se ha pintado los ojos con un cerco oscuro y lleva el pelo revuelto y lo que, en otras circunstancias, su tía llamaría unos andrajos. Luego se dirige a su padre-. Nos quedamos a comer aquí, ¿verdad? Pues entonces nos vamos.
El torbellino de la muchachada sale como ha entrado. Lo han dejado todo lleno de perfumes frescos y de barro.
-Andaros, iros al corral mientras fregamos esto. Iluminada, échame una mano que esto tú y yo lo limpiamos enseguida. Les han dado las vacaciones y se han vuelto locos. Ay, que se me encasquilla.
-Quietas, quietas –dice Tatiana- Váyanse todos al comedor, déjenme a mí.
-¿Lo ves, Iluminada? Todos los días igual. Esta chica se me está matando a trabajar.
Salen. Tatiana apaga el tubo fluorescente y a los niños de San Ildefonso. Queda la luz del día, la débil penumbra gris de un día de lluvia. Tatiana escurre el mocho en el cubo y empieza a fregar la cocina. Donde las baldosas son más pálidas se seca enseguida. Hace mucho calor. Tatiana abre una ventana. El viento helado de finales de diciembre anega la cocina entera. Tatiana cierra los ojos y lo aspira. Sonríe y cierra los ojos y aspira el cierzo que huele a nieve. Después cierra la ventana y termina de fregar el suelo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.