7.2.11

Cuentos reunidos, 1

Como decía en uno de los comentarios a la entrada anterior, los Relatos de Faulkner traducidos por Zulaika, que después de la benemérita Bruguera fueron a parar al catálogo de Anagrama, son en realidad las Uncollected stories reunidas en los años 70 por Blotner, más de diez años después de la muerte del autor. Los relatos que ha publicado (la primera edición es de octubre de 2009) Alfaguara, con traducción de Miguel Martínez Lage, son los que él mismo preparó en 1950 con el editor Robert Haas, pocos meses antes de que le concedieran el Nobel y con un margen de maniobra similar al que tuvo con Malcolm Cowley para publicar en 1946 The portable Faulkner; es decir, pudo ordenar e incluir los cuentos a su antojo, él que llevaba décadas acostumbrado a que las revistas de relatos rechazasen sus piezas o mangoneasen más de lo debido.

El libro se divide en siete secciones, y Faulkner quiso darle al conjunto una cierta continuidad, una apostura narrativa que pudiera pasar incluso por novela, como sucede en Desciende Moisés. En concisos e ilustrativos apéndices el editor informa de las vicisitudes de cada cuento antologado y algunas claves para su más pormenorizada interpretación, pero he preferido zambullirme en el volumen sin historiar la lectura más que con mis propios recuerdos.

De los seis cuentos que componen la primera sección, El campo, el primero, Incendiar establos, está protagonizado por la terrible familia Snopes, y uno se traslada al principio de El villorrio, al reotrcido y agorero Flem Snopes y a su hermano, el vengativo Mink, pero sobre todo a Flem, que también debe ir de un pueblo a otro y en todos se gana el recelo y el desprecio de los lugareños, hasta que un arrebato de dignidad enloquecida le obliga a tenerse que buscar otro pueblo. Este relato, contado en tercera persona desde la perspectiva de un niño, cuenta cómo Snopes tiene que marcharse de un pueblo por quemar un establo, por no avenirse a las normas del vallado de su vecino. En el siguiente pueblo, va a pedir trabajo a casa del comandante De Spain pero mancha la alfombra del recibidor. Un juez le hace pagar la alfombra con la cosecha, y Snopes, como si se tratara de una obsesión invencible, entre los gritos de su familia para que no vuelva a recaer, se dispone a quemar otro establo. El niño, el narrador, trata de impedirlo, no obedece a su padre, que quiere que le ayude con el combustible, y corre a avisar antes de que pueda prender el fuego. Pero lo que consigue el niño es oír los disparos de De Spain cuando acude a impedirlo. El niño llora y entonces llama valiente a su padre, que luchó en la guerra con el coronel Sartoris, aunque el narrador matiza que Snopes fue a la guerra “como fue Mambrú”, “sin llevar uniforme, sin admitir autoridad alguna, sin prestar lealtad a nadie, ni ejército ni bandera”.

Qué complejidad dramática consigue en pocas páginas. El niño se debate entre la sangre, la obediencia tomada como lealtad y la necesidad de terminar con ese nomadismo en el que su madre de vez en cuando trata de impedir que se reproduzca, igual que otras tratan de impedir entre lloros y sin éxito que el marido no se juegue el dinero, que no se emborrache o que no les pegue.

Todos estos temas y técnicas, e incluso personajes, se van alternando en toda la sección, y en efecto la sensación es, como en otras ocasiones, de que se nos está contando una sola historia por meandros. Un tejado para la casa del señor también está narrado por un niño, como casi todos en esta sección, que cuenta cómo su padre intenta negociar ventajosamente con el trabajo comunitario de retechar una iglesia, tanto como Snopes y los demás, pero su plan (trabajar de noche en la iglesia para salir ganando en la venta de un perro) acaba de mala manera al incendiarse la iglesia. El reverendo, un tipo que más bien parece un sheriff, ante todos los fariseos contritos, lo echa de la comunidad “por pirómano”, como antes a Snopes. Otra vez la fatalidad y la injusticia, las leyes de los blancos, la hipocresía, pero también un egoísmo huraño, de secano, y un concepto un poco salvaje del personaje que carga con su destino insociable, ese resentimiento genético que niega cualquier progreso que pueda pasar por la relación con los demás. En cierto modo es una variación del cuento anterior, con algo también del cuento No todo es oro de Desciende, Moisés, donde también se intentaba engañar a los otros, a aquellos con quienes hubiera podido haber algún pacto, algún gesto de lealtad. En aquella ocasión era Luke y su inefable yerno, y una de las que querían engañar con sus trapicheos era su propia hija.

En Los altos, un ayudante del fiscal intenta explicarle a un funcionario del gobierno que quiere arrestar a dos jóvenes no alistados cómo es el furibundo y tradicional individualismo de estirpe que no quiere saber nada del gobierno, ni sus ventajas fiscales ni sus ayudas agrarias ni sus papeles de alistamiento. Se sienten patriotas a la antigua, y, como hace su padre, dejan en casa la vida y la muerte (a su padre le cortaron una pierna sin éter porque llevaba demasiado whiskey en el cuerpo) y luego entierran entre solemnes llamamientos a la tradición ajena o la tutela del gobierno. Si no es un cuento perfecto para los del Tea Party es porque esta raza de hombres altos da también la sensación de ser una raza de hombres salvajes. Lo que se plantea aquí es si esta fidelidad a la sangre, más allá del progreso, no es también la consecuencia natural de un cierto tipo de progreso. El profundo sur, vaya.

La cacería del oso sirve para presentar a los indios chikashaw, con algo del ambiente de Mark Twain. Es una historia de venganzas largo tiempo incubadas. En cierta ocasión, el blanco Lucius Provine quemó el cuello duro, el cuello de fiesta (el white collar) de algunos vecinos negros presentándose en el baile a caballo, borracho y pegando tiros. Años después sufre un ataque de hipo, y el comerciante Ratliff (el de El villorrio) pone la venganza en bandeja al viejo Ash, uno de los negros que sufrió aquella vejación de los cuellos duros: le dice que le quitarán el hipo los indios del monte, quienes, alertados por el propio Ash, le dan, literalmente, un susto de muerte, es decir, lo tratan como el narrador creía de niño que los indios trataban a la gente, quemándola en una hoguera.

Pero todo está contado con la estructura y los tiempos del chascarrillo popular, incluso del cuento folklórico, y la acción se demora en las actitudes y costumbres, en los miedos infantiles y el cinismo bruto para con quien está pasando por dificultades. Hay humor (el metepatas Ratcliff) y en ocasiones da la sensación de que se trata de un chiste largo, pero siempre hay un contrapunto esclarecedor, un detalle que va más allá de la anécdota. Contado en primera persona, con una introducción más culta y una narración de la anécdota en registro coloquial y un final propio de cuento detectivesco. Si no fuese porque solo es el final, el cuento podría formar parte de Gambito de caballo.

Por lo demás, el relato tiene tres ingredientes que deberían adornar a todo buen relato: cuenta una anécdota menor, la del hipo, (1) en la que se trabaja con la sorpresa y el ingenio de mandarlo a que lo curen los indios (2) y, sin necesidad de mencionarlo, habla de un asunto mucho mayor (3), en este caso el resentimiento, los atavismos, esa especie de paternalismo cruel que exhiben los blancos buenos contra los negros. Con la inocencia de un narrador transparente y la cercanía de un chascarrillo de aldea nos brinda unos cuantos retratos que van más allá de los personajes, que alcanzan la categoría de mito.

Con el mismo registro infantil y un asunto que ya apareció antes, el alistamiento para el ejército, llegan después dos relatos que en realidad forman uno solo, Dos soldados y No ha de perecer. El primero cuenta la decisión de un hermano mayor de alistarse en el ejército después de lo de Pearl Harbour, y todo lo que está dispuesto a hacer su hermano menor, el que narra la historia, un chaval de pueblo absolutamente verosímil para impedírselo. El segundo narra el momento en que, tiempo después, alguien llega a casa con la noticia de que ese hermano ha caído en combate.

Dos soldados está escrito en tres movimientos graduales. El primero plantea la situación (el muchacho se alista) y la desolación del hermano. En un segundo movimiento, el narrador se escapa de casa para reunirse con su hermano. Dice Faulkner (lo aclara el editor) que este cuento es “una especie de Huck”, un aroma que ya me había llegado en el cuento anterior. En este, el chaval se las arregla para ir al centro de reclutamiento en Memphis y cuando tratan de echarlo le tira un navajazo en la mano al empleado. La acción está contada con toda la destreza que exigimos a un narrador de aventuras, y da paso a un tercer movimiento, cuando el hermano aparece y convence al chico de que vuelva a casa, pero entonces una de las viejas que antes se han interesado por él se lo lleva hasta una casa muy opulenta (igual de opulenta que aquella en la que Snopes quemó la alfombra) y le ofrecen de comer, pero el muchacho se niega y llora porque se quiere marchar a su casa. Un soldado lo lleva en su coche, y Faulkner se desmelena en uno de sus frecuentes henchimientos emotivos, siempre en un tono muy claro, muy limpio, sin allanar con su sombra el registro infantil.

No ha de perecer es el clásico cuento patriótico que en manos de Faulkner no se queda, como en algún momento podría correr el riesgo, en una estampa a lo Norman Rockwell. Pat, el hermano mayor, muere y llega a casa la notificación. El pequeño lo cuenta en tono épico y sencillo, más emocionante todavía que en el cuento anterior, como si fuera en cada caso un motivo distinto el que gradúa la intensidad del conjunto de los cuentos que componen la sección. La familia de los chicos, humilde, contrasta con el comandante De Spain (que otros llaman Aureliano Buendía), quien también ha perdido un hijo muy joven. El final, inesperado, es un recuerdo emocionante del abuelo del narrador, de cuando fue a ver una película del oeste y cual Quijote sureño se transportó a los tiempos de la guerra civil. El final es de un patriota subido, eso de los americanos que sólo nos emociona en el cine porque en la realidad nos parece excesivo y falso, en nombre de todos aquellos que dan su vida por América. Es verdad que hay una crítica en el fondo, o más bien una descripción sin tapujos de que hasta en la muerte por la patria importa más el dinero y el tronío de los que se quedan que el valor de los que se van, lo cual equilibra un poco tanto ardor.

Igual que en el cuento anterior, es muy fácil detectar tres movimientos, giros que a veces son tan imprevistos y simbólicos, y tan pertinentes, como el de este espléndido relato. Lo realmente emocionante es el pobre viejo luchando contra el celuloide y su familia avergonzándose de él.

Con este cuento termina la primera sección, y las constantes hacen que en efecto la sensación no sea tanto la de leer una antología de cuentos como una novela coral, absorbente, como una novela del corte de algunas otras que él llamó novelas por no llamarlas relatos, o al revés. La segunda sección empieza con un clásico, Una rosa para Emily. Pero ese cuento es todo un tratado de cómo se cuenta un cuento, así que lo dejaremos para luego.

3 comentarios:

  1. Como profesor de literatura no tienes precio. O como crítico. Es un gustazo leerte, sobre todo ahora con estos relatos.

    Que siga, espero ansioso.

    Un abrazo.

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  2. Hay comentarios que invitan a seguir. Grazas,companeiro.

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  3. Anónimo11:58 a. m.

    INMEJORABLE FORENSE Y COMUNICADOR DIEZ

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