22.2.11

Excursión a Sartoris, 3

No he leído Banderas en el polvo, pero casi estoy seguro, aunque parezca una pedantería intolerable, que antes o después, más bien antes, de la primera aparición de Snopes en Sartoris falta por lo menos un capítulo. El razonamiento es, por otra parte, bastante banal: hasta ahí, todos los capítulos iban engarzándose merced a alguno de los personajes, que en el siguiente cobraba más protagonismo y en el subsiguiente se hacía a un lado para que otro tomara el hilo narrativo. Era, para decirlo en términos cinematográficos, un largo plano secuencia que se ataba por los movimientos de los personajes. Claro que después de la intempestiva aparición de Snopes ofreciéndole a un chico una escopeta la cosa vuelve a su camino, y lo hace a toda velocidad. Snopes aparecerá más tarde como alguien que trabajó en el depósito de aguas (uno de los cuentos de la segunda sección) o que, como tratante de ganado, y sin que se mencione su nombre, se sabe que pone mulas en la vía del tren para cobrar la indemnización cuando la máquina las descuartiza. De todos modos, esos cuentos, tanto Centauro de latón como Un mulo en la parcela, son, respectivamente, de 1932 y 1934, es decir, posteriores a Sartoris, y el segundo servirá de base para La ciudad, de 1957. Es decir, dos anécdotas que caracterizan a un personaje secundario dan lugar a sendos cuentos, a episodios de novelas posteriores e incluso a una trilogía entera de gruesas narraciones. Si eso no es literatura orgánica, que venga Dios y lo vea.

Pero de momento, si no una mota de polvo, Snopes sí es un personaje secundario, que en este caso abre y cierra la primera gran secuencia de la novela, dedicada al joven Bayard, de 26 años, excombatiente de la Primera Guerra Mundial (lo siento pero voy a seguir empleado las mayúsculas a mi sabor) y molde de tantos gigantes petrolíferos y rebeldes con causa y sin causa que surgirían después. Con independencia de la situación familiar, Bayard encanta el mito del joven trastornado por la velocidad y el dolor no digerido, que no solo disfruta poniendo un haiga a todo meter por los caminachos del condado sino aterrorizando a su tía, a su propio abuelo y por supuesto a los criados negros hasta que los ve sudar de miedo. Cuenta Faulkner en cincuenta páginas cómo, después de divertirse un rato jugándose su propia vida y la de los demás (cómo me recordaba ese cochazo derrapando por las veredas a la novela de Robert Penn Warren, de la que podríamos decir cosas muy parecidas a las que decimos de este Faulkner, el que aún medía con proporciones clásicas), el joven Bayard se emborracha con unos y con otros, en un bar y en la camioneta de un viajante, en su propio coche, al lado del río, en un pueblo cercano, con blancos que beben a escondidas whiskey malo y negros que los acompañan con sus instrumentos en las rondas. Por cierto que, al principio de la secuencia, Bayard, hombre de buen corazón, invita a los negros a beber pero, como hay que beber a morro, pero solo los blancos, tiene además la gentileza de permitirles que desenrosquen el tapón del depósito de aceite, lleno de grasa y de mierda, y lo utilicen de vaso; al final, todos como cubas, se pasan la garrafa unos a otros sin tapón ni nada. La tajada los humaniza un poco.

El punto culminante llega cuando, como si no tuviera bastante con un bólido que los estaba paseando por la muerte, Bayard se empeña en montar un caballo entero, una preciosidad enfurecida que Faulkner describe de manera deslumbrante. Qué intenso placer cómo narra el fragor del caballo salvaje y el del hombre más salvaje todavía. Pero el rico Bayard, que de momento se ha burlado de las máquinas, sucumbe al caballo, y el resto de la borrachera lo pasa con una venda en la cabeza que le ha puesto el doctor Peabody, hasta que se la quita y sigue bebiendo y reventando el cuentakilómetros y es al final un policía el que le hace el favor de llevarlo a que duerma la borrachera sin necesidad de que su familia remate la vigilia viendo su lamentable aspecto. Pero en este cañamazo se juntan las impresionantes descripciones del campo ameno con la violencia desatada del cerebro de Bayard y las actitudes de sus compañeros de farra, sobre todo de los negros, tan solo uno de los cuales, el viejo Simon, todo sabiduría, es capaz de huir. El coche arrambla en su empuje con actitudes de personajes que cuando son arrasados por la nube de polvo quedan flotando en sus brillantes papelillos. El equilibrio entre potencia y minuciosidad, entre velocidad narrativa y puntillosidad descriptiva, entre precisión y poesía, no es propiamente un estilo, no es el estilo Faulkner, sino más bien el estilo de lo extremely well written, o dicho de otro modo: todo aquel que quiera guardar las proporciones del relato, enhebrar parlamentos del mejor dramaturgo y descripciones que firmaría el propio Keats (sobre todo Keats), no saltarse ninguna de las exigencias del relato clásico, antes bien sometiéndose a todas ellas en aras de la perfección narrativa, escribiese como escribiese, tuviera el estilo que tuviese, debería escribir más o menos así. Es como un punto medio entre el brío irrefrenable, la escuela de Stendhal, y la paciencia poética, la escuela de Flaubert. Cuando me regodeo con las descripciones naturalistas de Flaubert, desearía muchas veces, sin embargo, que la misma belleza se me presentase con el ritmo de Stendhal. Con el Faulkner de esta novela el equilibrio es a veces tolstoiano, esos raros momentos en los que uno está en la prosa, su cerebro cabalga sobre ella y la incorpora no solo con el intelecto; esos momentos de perfección en que la prosa escapa al tiempo y la narración se materializa en un ámbito sensorial, en una sensación completa. En Guerra y paz me sucede a menudo, es como quedarse colgado en otra dimensión, como deben sentirse esas personas que vemos que han depositado la mirada encima de un objeto y abren mucho los ojos como si les presionara el mundo que llevan dentro de su cabeza, el único al que pueden atender. Y, por encima de todo, no tiene ni uno solo de los manidos excesos faulknerianos. Es, por así decirlo, una novela de las de toda la vida. Quizá sea eso lo que me transporta, porque sé que es lo más difícil de todo.

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