15.4.12

Faulkner on mules, 1



Me llegó hace poco, por fin, el célebre The working horse manual. El libro lo editó Diana Zeuner en 1998 y se reimprimió muy poco después, pero hasta el año pasado no se publicó una segunda edición. Entre los aficionados a los caballos de labor parece indiscutible que se trata del primer manual de referencia. Es inglés: claro, exhaustivo y proporcionado. Pocos son los tratados sobre la materia que dedican un capítulo tan riguroso al arrastre de troncos, o que avisan de las diferentes maneras de herrar a las distintas razas, y advierten, muy especialmente, de la tendencia a tener pata de paloma de los maravillosos suffolk punch, sin duda mi caballo favorito. Viene profusamente ilustrado con buenas fotografías, pero los dibujos y los croquis podían ser mucho mejores. Comparados con los deliciosos dibujos de Bethany A. Caskey para Draft horses and mules, de Gail Damerow y Alina Rice, el otro manual de referencia (norteamericano, publicado en 2008), los redrawn de Carole Vincer para el manual de Zeuner la verdad es que son pocos y bastante malos; más que dibujos, croquis orientativos.
               Pero es que se trata de dos clases distintas de manual. El americano, el de Damerow y Rice, es un libro hermoso por sus abundantísimos dibujos y entretenido por su variada disposición. No solo informa en términos tan precisos como asequibles, sino que de cada tema incorpora artículos de granjeros que opinan sobre cómo construir establos para estas criaturas de mil kilos, de expertos en arar con mulas cómodamente sentados en un artefacto con ruedas (un negocio, por cierto, que está en manos de la cultura amish con la reconocida marca de arados Pioneer). El cuerpo de los diferentes temas está salpicado de tablas con medidas y proporciones y cuadritos con curiosidades, como las enciclopedias de los niños, pero el caso es que todos ellos son muy curiosos e invitan a leer el libro sin demasiado orden. Los capítulos, a su vez, se estructuran en breves apartados que van desgranando el asunto en todos sus pormenores. Es el libro de texto perfecto, y tiene algo del primer libro que yo recuerdo, un manual de urbanidad en castellano con dibujos norteamericanos, con animales muy bien dibujados y niños que ayudaban a sus mamás limpiando los cristales de la gran casa de campo, mientras nosotros, como dice la canción, comíamos “mirando un ascensor que había en el patio interior”. Pero también tiene algo de Enciclopedia Escolar, sin esa penetración del manual inglés, más campestre y llevadero, para gente que lee mucho en muy pequeñas dosis, que es como ahora escribe casi todo el mundo.
               Y, como dice el título, habla, y mucho, de las mulas, en páginas que yo comparo con los discursos de Faulkner al respecto. En The Reivers, William Faulkner establece un escalafón de animales según su inteligencia: primero las ratas, segundo las mulas, tercero los gatos, cuarto el perro, y el último, el más tonto de todos, el caballo (“una criatura capaz únicamente de una idea a la vez y cuyas cualidades más destacadas son la timidez y el miedo. Hasta un niño lo puede engañar o engatusar para que se rompa las patas, o incluso el corazón, corriendo demasiado a demasiada velocidad o saltando cosas demasiado anchas o difíciles o altas; comerá hasta reventar si no se le vigila como a un bebé; si tuviera sólo un gramo de la inteligencia que posee la rata menos despierta, sería el jinete”). Para la mula, en cambio, todo son elogios:
               “A la mula la sitúo en segundo lugar, y no en primero, porque puedes hacer que trabaje para ti, aunque solo sea dentro de las reglas muy estrictas que ella misma se impone. Nunca come demasiado. Tirará de un carro o de un arado, pero no participará en una carrera. No tratará de saltar nada que no sepa de antemano y con toda certeza que puede saltar; no entrará en ningún sitio si no sabe lo que hay al otro lado; trabajará pacientemente para ti durante diez años en espera de que se presente la ocasión de darte una coz. En pocas palabras, libre de obligaciones hacia sus antepasados y de responsabilidades con la posteridad, ha conquistado no solo la vida sino también la muerte, por lo que es inmortal; si hoy desapareciese de la tierra, la misma combinación biológica casual que la produjo ayer, volvería a producirla dentro de mil años, inalterada, idéntica, todavía incorregible dentro de las limitaciones que ella misma ha puesto a prueba y comprobado; siempre libre, siempre arreglándoselas.”
               Y en otro pasaje, algo menos levantado, especifica:
               “Una mula no es como un caballo. Cuando a un caballo se le mete una idea equivocada en la cabeza, todo lo que tienes que hacer es cambiársela por otra. Sirve casi todo: una fusta o una espuela o simplemente asustarlo con un grito. Una mula es distinta. Puede tener dos ideas al mismo tiempo, y la manera de cambiarle una es comportarte como si creyeras que se le ha ocurrido antes a ella. Se dará cuenta de que no es cierto, porque las mulas tienen discernimiento. Pero una mula entiende de cortesía, y cuando te comportas de manera cortés y respetuosa sin tratar de comprarla ni de asustarla, te devolverá la cortesía y el respeto, siempre que no te pases de la raya. Ésa es la razón de que a una mula no se la acaricia como a un caballo; sabe que no le tienes cariño: estás solo tratando de engañarla para que haga algo que ya ha decidido que no va a hacer, y eso es un insulto.”
El tratamiento que en Draft horses and mules se le da al tema es bastante más amplio y ortodoxo, pero igual de interesante: “Conviene saber que el propietario de una mula se enfrenta a un animal extremadamente inteligente que puede descubrir o burlar cualquier trampa que el ser humano le tienda en el camino”… Something special, se titula el capítulo dedicado al ganado mular. Aparte de una introducción tipo Reader’s Digest (reportaje sobre un personaje común amante del objeto del artículo), las diferentes secciones, cada una, como digo, de poco más de una docena de líneas, van alternando el contenido: el origen de la mula y del burdégano, una descripción precisa del rebuzno/relincho de las mulas, lo que ellos llaman el hee-haw, las características del burro semental y de la yegua madre, su alta resistencia a la anestesia, sus características físicas (incluidas esas callosidades que les salen en las patas de delante, porque mientras los caballos de labor las tienen en las cuatro patas, los burros nunca las tienen, de modo que las mulas solo las tienen en las patas delanteras: la genética es así de equitativa), etc. El libro corrobora la tesis de Faulkner de que las mulas son más sanas porque solo comen lo que necesitan y subraya, en general, su sentido de la supervivencia. Su longevidad es una cuestión aritmética. Si el caballo vive entre 24 y 30 años y el burro entre 30 y 50, la mula lo hará entre 30 y 40.


La mítica terquedad de la mula (y en esto coincide también con Faulkner) no es sino una manifestación de su inteligencia, de ser un animal “extremely analytical”. Esta también es una cuestión de aritmética hereditaria, como los callos o la edad. El burro, como se sabe, es prudente y meticuloso. Al contrario que el caballo, en vez de correr despavorido utiliza el cerebro para salvar el peligro. Pero lo que confirma punto por punto lo dicho por Faulkner es lo relativo a su disposición al trabajo: “La mayoría de los muleros te dirán que, mientras que a un caballo se lo puede intimidar para que haga algo, una mula no hará nada hasta que acepte la actividad que le han propuesto, sepa que es segura y se sienta bien y dispuesta a seguir adelante”. En este punto puede distinguirse una mayor disposición por parte de la mula que por parte de lo que en Teruel se llama, irónicamente, el macho. O no tan irónicamente, no sé. A lo mejor es que con el macho hay que andarse con más cuidado: “El macho suele ser serio y fiable, pero pondrá a prueba a su dueño toda la vida. El macho trabajará de maravilla días enteros y entonces, de repente, dará un giro interesante a la situación solo para ver si estás atento.”
“Las mulas pueden ser muy listas y creer que saben más que quien las arrea. En realidad, a menudo es así”.  Entre ellas (otra vez Faulkner) funciona el respeto. Son leales con el amo que las trata bien, y extremadamente vengativas con el que abusa de ellas y con cualquiera que tenga el mismo aspecto en lo sucesivo. Las mulas establecen fuertes vínculos con su jefe, pero, si hay yeguas de por medio, prefieren a las yeguas. Es un resto de su condición de burros, un caso edípico-mulero que nos llevaría muy lejos abordar. Por lo demás, todo aquello que aprenden a ejecutar y descubren que no es peligroso, será lo que sigan haciendo cuando intentes que hagan otra cosa, tomar un atajo, variar una costumbre, no pararse a comer. La célebre terquedad de las mulas es una cuestión de supervivencia. Ellas no se empeñan en lo equivocado, en lo que no comprenden o malinterpretan, que es lo que hacen los tercos, sino que se obstinan en lo conocido, en lo seguro, en lo probado. Eso no es ser terco. Eso es, en todo caso, ser prudente.
Su maduración es más lenta que la del caballo, y también su aprendizaje. El caballo ya está para tirar a pleno rendimiento a los dos años, pero la mula tiene infancia, adolescencia incluso, y hasta los siete años es difícil ponerla a trabajar. Además está probado que admiten lecciones más cortas y concretas que los caballos, y a la mínima se hartan de los ejercicios inútiles que el caballo seguiría practicando hasta caer fundido. Eso de dar vueltas a un círculo, como antepasados uncidos a una noria, a las mulas no les sienta nada bien.
A las mulas, en fin, se las admira por su personalidad, y a los caballos por su belleza. “La gente con un ego muy grande, que odia parecer tonta y no le gusta que la pongan a prueba, no tiene condiciones para tener mulas”. La inteligencia del caballo es igual de sumisa pero mucho menos rencorosa. Esa contradicción en el carácter de las mulas me parece lo más humano que tienen: viven amarrados al trabajo, pero nunca olvidan un agravio y se obstinan en creer que hay algo mejor.
Hal Novak, de MacArthur, California (que tiene una granja de 30 acres, unas 12 hectáreas), no está de acuerdo con Faulkner en eso de que “trabajará pacientemente para ti durante diez años en espera de que se presente la ocasión de darte una coz”. Al contrario, dice Novak, “la mula aprovechará la primera ocasión que se presente para poner en su sitio lo que considera equivocado”. Por eso no son nada recomendables para un principiante, por más que, si se las maneja bien, puedan llegar a trabajar solas. Aprenden más despacio que los caballos, pero retienen más. Eso sí, tienen la misma memoria para las buenas costumbres que para las malas, y solo admiten disciplina en los treinta segundos que siguen a su error. Un poco más tarde ya lo consideran un abuso sin causa ni sentido, el palo no se sigue de la acción sino de la mano del hombre. Son resentidas porque no consideran justo el resentimiento. Quizá sea su rasgo más humano. Por lo menos el rasgo que caracteriza a buena parte de los personajes de Faulkner.

2 comentarios:

  1. Después de leer esta entrada, además de aprender mucho, miraré a las mulas - si todavía queda alguna - con más aprecio.

    Un abrazo, Antonio

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    1. La doy entonces por amortizada. Gracias, Luis, como siempre (como debería darlas siempre, quiero decir)

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