13.5.12

De críticos y autores



La crítica de De ratones y hombres, de John Steinbeck, que se representa estos días en el Teatro Español de Madrid, no deja pasar lo obvio, y hace bien: que la cosa viene de Frankenstein y llegará hasta Azarías. También rebosa de indiscutibles elogios hacia Roberto Álamo, el Lenny, el Azarías de la pieza (un actor que parece especializado en monstruos, y que en papeles no monstruosos aún lo tengo por ver igual de bien), y no los escatima con el resto del elenco. Como los críticos ahora forman parte del espectáculo, que es como si los críticos taurinos fuesen de capea con los matadores, las críticas suelen convertirse en un repaso a los créditos que parece escrito por el primo de todos los actores, iluminadores, escenógrafos y hasta taquilleros. La crítica de Marcos Ordóñez en El País lo tiene todo, incluso algo que da idea de cuáles son nuestros verdaderos males teatrales. Para Ordóñez, lo único defectuoso es el texto, y el único que no está a la altura, John Steinbeck. ¡Con dos cojones!, como se dice, repetidamente, en la versión española.
               A Ordóñez no le gusta que sea una tragedia. No le gusta la cosa esa del destino, del fatum, de la catarsis. No le apetece nada que el espectador se esté viendo venir no lo previsible sino lo irreversible, que no tienen nada que ver. Es posible que a Ordóñez le parezca que Eurípides es un vejestorio, y seguramente es de quienes, cuando tiene que ver un texto, digamos, de Mailer, va disimulando su aburrimiento con jaculatorias a los actores. A Steinbeck le reprocha, como un truco, como un fallo, que la mujer del hijo del jefe se quede a charlar con Lenny en la espantosa escena final. Le afea que tengamos que ver una pieza sin sorpresita, sin pero resulta que, sin besos y abrazos y tan solo con lágrimas de comisura izquierda, lágrimas sin querer, no producto del espasmo ni de las entrañas sino de la fría constatación, que es el tipo de lágrima que aflora en De ratones y hombres.
               Yo lo plantearía exactamente al revés. El texto es potentísimo (demasiado poca materia dramática, en palabras de Ordóñez), y se nota, para bien, que es la adaptación que escribió el propio Steinbeck de la novela que publicara en 1936. Se nota en que avanza y muestra, no informa del argumento. Nada más empezar me mosqueé un poco porque George (Fernando Cayo, a mi juicio el mejor) recapitula e informa del pasado, algo que en teatro siempre me ha aburrido. Pero la cosa se queda ahí, en un resumen para explicar qué hacen ahí esos dos tipos, esos dos trabajadores nómadas, uno grande y tonto, el otro encadenado a cuidar de él (¿a cuidar por qué?, pregunta que Fernando Cayo sabe formular estupendamente a lo largo de la obra), que se tienen que ir de todas partes, de todos los trabajos, porque el tonto, Roberto Álamo, siempre mete la pata. Basta. Uno está cansado de los lentos desvelamientos. Como haría Carlos Saura en su obra maestra, La caza, primero lo cuenta todo y luego empieza la película.
               Y esta empieza con una torrencialidad angustiosa que es, por encima de todo, obra del texto, incluso de este texto tan madrileñista en el acento, tan trufado de tacos y amontonado de intervenciones, un poco en la norma que se implantó en la época de David Mamet, con todos los actores como cocainómanos desesperados, y que consiste en convertir los dramas tremendos en dramones tremebundos (algo, por cierto, Ordóñez, muy euripídeo). El más histérico de todos, aquí, es el Curly de Diego Toucedo, el hijo del dueño y marido celoso, un inútil, y aquí, además, un bufón enloquecido. Yo no sé qué parte le corresponde a Toucedo y qué parte a Miguel del Arco, pero Curly no necesita ir corriendo a todas partes ni pegar esos gritos. Ya sabemos que es imbécil. Su papel es el de imbécil, de modo que no es necesario que riegue el patio de butacas con sus berridos. Pero, ya digo, no sé si es solo culpa suya. La obra entera está un poco subida de gritos, pintarrajeada de penumbra, embadurnada de movimientos inútiles, de una iluminación insuficiente y de una niebla excesiva. Los actores no pueden estarse quietos, ni siquiera derechos. Se pasan la obra rebozándose por los suelos. Pero son muy buenos, la mayoría extraordinarios, lo que quiere decir que sin tanto chillido y tanto arrastramiento la cosa habría resultado igual de intensa. Es el brochazo vanguardista, ese proceso de usurpación del texto por parte de los gestos y del decorado que, sobre todo en Europa, ha despreciado sistemáticamente lo que con tanto tanto desdén llaman realismo, el teatro que para ellos murió para siempre en los dramones de Ibsen y renació de la mano de Strindberg. Mailer incluido, Steinbeck incluido. En Estados Unidos no triunfó de un modo tan excluyente la tiranía del distanciamiento, no se revisitó el teatro para desprestigiarlo. El resultado es que sus piezas realistas persisten vivas y coleantes, y sus autores siguen siendo necesarios.
               A pocos metros del Teatro Español, sin embargo, en la Puerta del Sol, a la misma hora, unos cuantos miles de ciudadanos clamaban por toda la lista de temas que se ponen tan crudamente sobre el escenario en la obra de Steinbeck. Frankenstein/Azarías aparte, el mundo que se nos presenta es el de seres humanos tratados como bestias de carga, amos que heredaron su poder y lo legarán al inútil de su hijo, viejos a los que se deja en un rincón hasta que ya no sirvan para nada y se les arroje a la cuneta, trabajadores amedrentados por los caprichos del patrón, además de dos figuras que en 1936 tenían pleno sentido: la mujer que si quiere respirar la toman por puta y el negro al que solo le permite compartir techo con los perros. Incluso trata Steinbeck el servilismo a que conduce la soledad (“la miseria económica engendra miseria moral”, dice Baroja), hasta qué punto el que tiene una bota que le pisa el cuello trata, si puede, de pisar el cuello del que tiene más abajo, como la obscena, triste, despiadada secuencia del perro. A pocos metros del teatro, en la Puerta del Sol, se clama por el mismo huertecillo al que aspiran Georges y Lenny, los mismos suaves conejos, pero en las tablas del teatro se advierte también de que forma parte del sistema que las víctimas, más que luchar por sus derechos, se cuezan en su mala sangre.
               De todo lo cual el crítico parece no haberse enterado. A él le gusta la iluminación, el decorado, sus coleguillas los actores, pero eso de la tragedia, eso de lo que está pasando, eso no tiene nada que ver con el teatro. Así despide su crítica, deseando ver una comedia, como si presenciar el impresionante drama de Steinbeck hubiera sido uno de esos días de trabajo aburrido, oficial, salvado solo por el gran hacer de sus amigos.
               Hay que joderse, cómo está El País. Ayer, en un horóscopo (¡en un horóscopo del diario El País!) leí la siguiente frase, referida al signo de Sagitario: “La secretaria, la niñera o la asistenta pueden no llevar bien los cambios inesperados: será mejor dejar instrucciones claras por escrito si se va a estar fuera, incluido lo que hay que hacer si la mascota no se encuentra bien”.
               Si publican estas cosas, ¡cómo les va a gustar Steinbeck!

5 comentarios:

  1. Grande Antonio, eres grande. Te admiro tanto que cualquier día de estos pido tu mano.

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  2. Soy Roberto Álamo, actor que representa el papel de "Lennie" (no "Lenny") en la obra de teatro que citas en tu artículo.. Solo deseo realizar dos puntualizaciones:
    1ª/ En relación a: " un actor que parece especializado en monstruos, y que en papeles no monstruosos aún lo tengo por ver igual de bien", me deja perplejo y me horroriza (pero allá usted con sus conclusiones) que considere un monstruo a un ser humano que no tuvo demasiada suerte en la vida y que acabó como acabó, es decir, suicidándose (estoy hablando de Jose Manuel Ibar "Urtain"). Obviamente, mi perplejidad y horror aumentan al constatar que usted, Don Antonio Castellote, considera , de nuevo, un ser monstruoso al personaje de Lennie, es decir, a un ser humano con discapacidad intelectual. Insisto, me genera tristeza su percepción acerca de los seres antes citados, pero qué le vamos a hacer...solo puedo desear que algún día, en algún momento (y lo digo sin un ápice de ironía), su opinión hacia "ellos" se normalice-humanice.

    2º/ En relación a: "A él le gusta la iluminación, el decorado, sus coleguillas los actores...". No tengo el gusto de conocer al señor Marcos Ordoñez, por lo tanto, no puedo ser su "¿coleguilla?". De Marcos Ordoñez sólo conozco sus opiniones acerca de los montajes teatrales a los que asiste.

    Sin más, un abrazo y que le vaya bien, Antonio Castellote.

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  3. Le rogaría, con el máximo respeto, que mi aclaración fuera publicada.
    Un abrazo

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  4. Estoy de totalmente de acuerdo con la primera frase del comentario de Evaristo Torres.

    Un abrazo, Antonio

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  5. Don Roberto,con el máximo respeto, creo que usted no ha leído bien la crítica del señor Castellote. Y si después de volver a leerla aún le quedan dudas, lea otras entradas del blog y se dará cuenta de que Antonio Castellote conoce muy bien nuestro idioma y está a cien millones de años luz de esas ideas que usted insinúa. Antonio Castellote no carece de sensibilidad hacia "ellos". Y para mí, Castellote es un monstruo. Un fuera de serie.

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