20.3.13

Ensayo de literatura campestre, 8



La lectura de la antología de Delibes me llevó de cabeza a volverme a leer Las ratas, y no será la última. Ha pasado a la historia como una exhibición de estilo castellano que tiene toques de lo que luego se daría en llamar el realismo mágico americano. Pero nada más, y eso mal dicho, porque lo que acerca esta novela al garciamarquismo no es el personaje del Nini, el niño sabio y salvaje, sino una cuestión, sobre todo, de índole estilística. Determinados episodios nos traen un perfume parecido: la llegada de los extremeños, o la de los gitanos, que se pasaban seis meses en el pueblo, o la de las mujeres enloquecidas, o esa Simeona que como no sabe digerir el dolor se vuelve mística, o aquel viejo sabio, el Centenario, el señor Rufo, siempre con la cabeza medio tapada, que es talmente el gitano Melquíades, pero con una llaga en la cara por la que se ve blanquear el hueso del cráneo.
               Pero el parecido de estos dos personajes es más que un simple aire. Los dos son centenarios, los dos conocen los secretos del universo, una sabiduría misteriosa solo para los ignorantes, porque nace de la simple observación. El anciano transmite al Nini los secretos del campo, los refranes climatológicos, los barruntos de la helada, y los vecinos del pueblo, que no saben de astrología, escuchan al Nini como si fuese el niño Jesús entre los sabios del templo. “¡Lo ha dicho el Nini!, ¡lo ha dicho el Nini!”, van gritando por la calle cuando el niño, después de ver que el humo de la chimenea reptaba por el tejado en vez de ascender más tieso, dice que va a llover.
               Las ratas es de 1961, y Cien años de soledad, de 1967. Es posible que los dos llegasen a personajes parecidos porque ambos narraban como se narra en el pueblo: con una sensación muelle del tiempo, jalonada de santos y acontecimientos extraordinarios, iluminada por las estaciones. En los pueblos uno es lo que hizo un día, el argumento de su apodo, y la historia una retahíla de acontecimientos que se narran brevemente, más hiperbólicos cuanto más lejanos, más aislados, más autosuficientes. GGM abusaría luego un poco de las metáforas tomadas en sentido literal, que es como contar un cuento en el que un muerto resucita porque le echan en la boca caldo de gallina (no muy distinta la historia aquel del cura que levitaba cuando bebía chocolate), pero esa forma de contar escueta, aislada en un vago mundo sin relojes, es la estética de la narración de pueblo, y así es el humor (y la sorna) que se estila, especializado en descontextualizar situaciones o palabras para que parezcan asombrosas o ridículas.
               Quiero decir que donde huelo yo el realismo mágico no es en el Nini sino en el tratamiento de la narrativa popular, en los diálogos sentenciosos, en los personajes amarrados a su nombre como si fuera su destino, en la superstición que nace de la ignorancia pero crece con sabiduría compartida. En todo caso, si solo fuera por eso, la cosa no pasaría de curiosidad taxonómica. Pero resulta que Las ratas es una gran novela, sin el barroquismo oral de los diarios ni el realismo cercano, como de bata de felpa, de La hoja roja, pero sí con su misma cadencia natural. Hay una diferencia entre narración oral y narración tradicional. La primera es Lorenzo, el apretado hablar del narrador. Siempre que leo transcripciones de textos orales encuentro más bien un fluir del pensamiento donde flotan fragmentos gnómicos que luego enjaretará la narración tradicional en un caudal más espaciado. Pronto Las ratas adquiere esa condición caudal, en el doble sentido: en el brioso fluir del río y en el majestuoso dar vueltas del águila. El mismo respeto a la forma popular de nombrar, de temer o de asombrarse reclama una expresión que mitifica. El Ratero es de la familia Frankenstein (o de ese personaje de Steinbeck en De ratones y hombres), un buen salvaje tonto, padre bestial del buen salvaje listo, el Nini. Es un hombre primitivo que lucha por su cueva. Doña Resu es el rigor ciego, ignaro del fanatismo. Su otra mitad, doña Clo, es la madre buena que todos los niños recuerdan, aunque no fuese la suya. El ratero de Torrecillórigo es una víctima complicada, de sí mismo, de su condición de extraño, de no entender, de suplantar sin proponérselo al auténtico enemigo, de meter las narices donde no debía y de tantas otras cosas que sostienen un final que, por otra parte, es el único lamento que le pongo a la novela. Que acabe de un modo tan redondo, como si los ríos pudieran parar en seco.
               Esta objeción es más bien manía personal. En Las ratas hay dos formas simultáneas de narrar. La que me deslumbra es ese sostenerse contando la vida sideral de un pueblo de secano, aislado y dócil, mísero y sufrido, acostumbrado a sufrir a un cacique ausente y a unas fuerzas vivas medrosas o desquiciadas, a que una mala tormenta destroce el trabajo de todo un año y los obligue a pasar hambre y a alimentarse como las alimañas. La historia de la Columba, la esposa del Justito, que no soporta el pueblo y lo paga con el Nini, y la sabia venganza del niño es un cuento extraordinario, perfecto en todos los sentidos, una anécdota popular del tipo mira si Fulano sería listo que una vez, para San Gregorio Nacianceno…, cuando una marabunta de grillos deshacía los espíritus sensibles. Uno termina de leer ese capítulo y siente que no importa lo narrado antes o lo por venir, que no hay más curiosidad que la que anima a seguir leyendo. Las ratas podría haber seguido siendo una larga narración, pero la cruza entera otra forma de narrar, de estirpe dramática, la que traza El Ratero y lo único que podríamos llamar argumento de la historia. Lo quieren echar de la cueva donde vive con el Nini porque el gobernador se ha encaprichado de que no haya cuevas habitadas en la provincia, por si vienen los turistas. De darles de comer o echarles una mano en la desgracia no se ocupa lo más mínimo, pero si hay que encerrar a los más pobres en la cárcel o en un manicomio para que no hagan feo, se hace lo que se puede. Este hombre vive de las ratas de campo, de lo más humilde, es el último eslabón de la cadena, y quizá por eso respeta los ciclos de la naturaleza. Lo amenaza el hombre, como a los zorros. Lo amenaza el voraz desaprensivo y el ignorante pisaverdines, el que caza por capricho y el que caza sin ley. Su destino trágico es defenderse, aunque le cueste la vida, defenderse hasta el final, a él y a su cría, como se defendería un lobo.
               La convivencia entre narración y drama llega un momento que se precipita en la novela como los nubarrones de la tormenta, cuando más disfrutábamos del día. Ves nervioso al Ratero y te pones el cinturón de seguridad porque el avión ha empezado a descender. El verdadero hallazgo de García Márquez fue prescindir de esta armazón dramática y dejar el flujo narrativo a merced de la multiplicación y la simetría, un poco como había puesto entonces de moda Georges Pèrec, pero con voz de profeta. Se está muy bien leyendo cosas de la gente del pueblo, pero hay que llevar el barco a un puerto definitivo, hay que ajustar, casar, redondear. Hay que culminar una historia de alta pureza, de vuelo sencillo y majestuoso, nada menos que con un duelo al sol. En pocos libros como este se ve que al final el drama sombrío no alegra los inmensurables campos. La cabeza del narrador proyecta una sombra cárdena sobre el milagroso vivir de aquellas criaturas, y viene, más que el mensaje, la explicitud del mensaje, como si después de hacernos disfrutar tanto nos recordasen con un dedo en alto que esto era para denunciar la situación del agro y el triste destino de su población. El problema es que la fuerza narrativa era tan grande que hasta un final de tragedia clásica no logra vencer, para bien, su condición de episódica, de fin de un hilo narrativo, pero no de la novela.
               Es decir, que se me ha hecho corta, que podría haber seguido disfrutando de las insuperables descripciones, siempre al servicio de que sea el objeto descrito el que componga la metáfora, no la descripción en sí misma. La hermosura no nace de ayuntamientos léxicos insólitos sino de la exactitud, y lo que algunos historiadores recientes toman por un ejercicio de estilo es en realidad una estética integral. Delibes practicó aquí la épica de siempre con los personajes más olvidados. A la manera virgiliana dio una lección de la clave de todo lo que voy buscando en estas lecturas campestres, y que repito de vez en cuando: elevar el objeto más humilde, sin disfrazarlo ni traicionarlo, sin adornarlo, sin tocarle, a la más alta literatura. No, uno no se sacia con las ratas. Comprende que se acaben, pero quedan mitos sin terminar. No es que no me guste cómo acaba, sino que le reprocho que se acabe, que venga Calderón con su simbólica carpintería a cortarle a Cervantes su escritura desatada.

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