20.10.13

Maestros de escuela


Esta edición de El amigo Manso, escrita en 1882, es de 1976. Es la que leyó mi hermana Pilar en el instituto, y seguramente, por eso mismo, la primera novela de Galdós que yo leí. Guardo como oro en paño esa portada de Daniel Gil (¡cuánto se le echa de menos!), aunque la edición que leo, llena de subrayados y anotaciones, es la de Francisco Caudet para Cátedra, que, según tengo anotado, leí por penúltima vez en junio de 2006 (de hecho hay fragmentos con la palabra Balbino en el margen, porque por esas fechas estaba a punto de empezar Los ojos del río), y ahora he vuelto a leer.
               Supongo que esta novela me gusta por la misma razón por la que le gustó al lector Baroja o al lector Unamuno. Siempre digo que El amigo Manso es un referente del 98, pero casi habría que decir que es la primera gran novela del 98. Baroja espumaría el caldo para que la prosa no se le espesase tanto, pero en esencia es lo mismo. Y algo parecido cabría decir de Unamuno, que arrancó las primeras y las últimas páginas de El amigo Manso y con ellas escribió Niebla. Unamuno era un mozo cuando la publicó Galdós, y Baroja un niño todavía, pero en las novelas de uno y otro siempre se me aparece este Máximo Manso como un recuerdo pluscuamperfecto, adherido a la memoria más allá de la consciencia, como si fuera uno de esos libros que por vez primera los hicieron removerse en el asiento y pensar que la literatura servía también para otra cosa.
               Como novela, para mi gusto, solo tiene un fallo. La anagnórisis de Manolito Peña, que sucede en la página 354, ya se ve venir, al menos, desde la página 333. Tampoco creo que Galdós buscase una sorpresa como la que se lleva Manso, cuando se entera de que hay un Acis que ronda a su Galatea, en este caso un discípulo suyo que ha enamorado a la bella Irene. Pero durante muchas páginas nos ha ido llevando con el cebo de José María, el hermano de Máximo, un indiano despilfarrador con una familia que es como un jardín de guacamayos, divertidísima. La Niña Chucha (sí, sí, también suena a 98), Lita o Rupertico son un coro caribeño metido a comer garbanzos, y puestos a ver el espectáculo de que el cabeza de familia beba los vientos por la institutriz, que es de la parte de Hortaleza.
               Máximo Manso es un profesor krausista que vive “en decorosa indigencia”, un Stoner madrileño del siglo XIX, y virgen. Su alumno, Manolito Peña, el hijo de la vecina, es un Mozart que se aburre con la metafísica, y Máximo un Salieri que intenta preservarlo de la pomposa vaciedad ambiente. Quiere educarlo a él y quisiera educar también a Irene, la sobrina de otra vecina, una muchacha que quiere ser maestra y de la que Máximo se enamora como un cepo. Es entonces cuando viene José María, el hermano, tocando las maracas, y se fija también en la muchacha. Esta parte es extraordinaria. Lica, la mujer agraviada, y su madre, La Niña Chucha, le cogen el punto al culebrón habanero a las primeras de cambio. Galdós se lo pasa bomba con los dramas y las comedias de estas dos mujeres estupendas que se merecían ellas solas una novela solo por lo bien que lo han hecho en esta. Su trabajo era distraernos. Si José María visitaba a Irene como Juanito Santacruz a Fortunata, Galdós podía, de paso, ir preparando la aparición estelar de Manolito Peña. Galdós escribe hasta que al lector se le haya olvidado, y vuelve a sacarlo desde detrás de un escenario, en la velada en la que tío y sobrino compiten en oratoria, junto con una porción de músicos y recitadores (entre ellos Sáinz del Bardal, quizá modelo de Luis Longares para el poeta comunista de Los ingenuos), y Galdós se luce en la gran escena de masas y nos cuenta un chafarrinón en el que late el tema de toda la vida. Él, Manso, era como Catón, recto y sincero, limpio y concienzudo; Sáinz del Bardal y toda la cuadrilla son asianistas vaporosos, que es lo que parece que triunfaba; y Peña es como Esquines, el improvisador genial, el encanto natural. Y ese es el encanto natural que también ha visto Irene, seducida igual que todo el público del teatro, o quizá más porque, como descubre Manso al final, ni siquiera se trata de amor a la persona sino a la posición social. Irene no es aún la Electra de 1902. Irene es una muchacha que sabe lo que vale un peine y ha visto en Peña, además de un novio guapo, un buen partido. Galdós nos hace comprender cómo se siente Polifemo, aunque sea un catedrático empeñado en seducir a Irene por la vía de la razón.

¡Bonito espíritu de adivinación tenía este triste pensador de cosas pensadas antes por otros; este teórico que con sus sutilezas, sus métodos y sus timideces había estado haciendo charadas ideológicas alrededor de su ídolo, mientras el ser verdaderamente humano, desordenado en su espíritu, voluntarioso en sus afectos, desconocedor del método, pero dotado del instinto de los hechos, de corazón valeroso y alientos dramáticos, se iba derecho al objeto y lo acometía!

               ¿No es este el hombre de carne y hueso de Unamuno? ¿No es el hombre de acción de Baroja? Peña es el héroe de acción, el que se lleva a Eugenia en Niebla, el que busca un tesoro en La Busca, pero Manso es el héroe de inacción, es Augusto Pérez y es Manuel Murguía e incluso Andrés Hurtado.
               En Unamuno, además del amor a la metaficción, que a Galdós y a él le vienen de Cervantes por línea materna, está “el dolor que me dijo que yo era un hombre”, y esa necesidad crispada de serlo: “No me hable usted de teorías, hábleme de sucesos, no me hable usted de sistema, hábleme de hombres”, lema que también podría haber acompañado cualquier cartapacio de la ILE, junto al de “fuera santos y vengan catedráticos” o al de “no es verdadero maestro el que no se hace querer de sus alumnos”.  Y sí, el giro final es la gota que treinta años después se convirtió en niebla. Pero cualquiera que oiga párrafos como este debería replantearse la autoría de muchas ideas del 98:

Era necesario distinguir la ptria apócrifa de la auténtica, buscando ésta en su realidad palpitante, para lo cual convenía, en mi sentir, hacer abstracción completa de los mil engaños que nos rodean, cerrar los oídos al bullicio de la prensa y de la tribuna, cerrar los ojos a todo este aparato decorativo y teatral, y luego darse con alma y cuarpo a la reflexión asidua y a la tenaz observación. Era preciso echar por tierra este vano catafalco de pintado lienzo, y abrir cimientos nuevos en las firmes entrañas del verdader país, para que sobre ellos se asentara la construcción de un nuevo y sólido Estado.

               Sí, son ideas del Regeneracionismo, el mismo del que ironizaba Baroja, pero no Unamuno. Quizá Baroja fuera más parecido a Manso, más descreído, más ingenuo y menos optimista que Galdós. Pero el caso es que en esta novela no dejo de pensar en él. Desde el cínife de doña Cándida (que creo que está al principio de La sensualidad pervertida) al repelente Sáinz del Bardal, pasando por fragmentos enteros que no desentonarían en absoluto en una novela de Baroja: la descripción de los flamencos del café o, sobre todo, la larga escena de las nodrizas, tratadas como animales, por las que Galdós, sorprendentemente, no parece sentir el menor aprecio. Quizá es lo único raro de la novela; raro por ser Galdós, pero normal si se toma como método naturalista. Con esa misma aprensión describirá Baroja el lumpen madrileño. Incluso esa aceptación final de la realidad que ensaya Manso es un buen modelo de cómo traducir a novela el término ataraxia.
               Pero lo que más les tuvo que atraer de Manso fue que hablara en primera persona y que fuera tan verosímil. Manso es el inadaptado, el que ama idealmente, más de lo debido, el bueno por convicción ética del que los demás abusan por convicción mundana. Manso es maestro de escuela es un país que despreciaba la educación entonces y la sigue despreciando ahora. Manso es eso que las madres nos decían cuando nos llevábamos algún disgusto por algo que a los demás les traía al fresco: es que no vales para este mundo. Pues eso, Manso no vale para este mundo y arrastra su sombra por todos los pisos del gran edificio madrileño. Me imagino a Baroja descubriendo un modo de ser, una novela en la que el héroe no es el que se queda con la chica ni el que se hace rico ni el que tiene éxito. Manso no tiene nada de los héroes de ficción: no existe, como dice nada más empezar la novela. 
               Quizá no sea su novela más redonda. Creo que para hacernos olvidar a Peña y mantener una especie de suspense teatral echó a la prosa más paladas de las necesarias, y su último agón con Manolito hace pensar que Galdós, en el fondo, no lo cree tan angelical (¿y si de veras Peña le hubiera hecho caso?). El papel de Irene queda un poco deslucido. Tarda Máximo en comprenderla, no tanto como su futura suegra, que no entiende cómo es posible que su hijo se case con una maestra de escuela ("¿Qué dirá la gente?"). Pero desde luego es una de las novelas más trascendentes. Esta sí fructificó, y de qué manera. Tanto que su brillante escuela, sus Manolitos Peñas, no solo renegaron a veces del maestro sino que, con el tiempo, alejaron esta novela de los planes de estudios. Una pena.

2 comentarios:

  1. Mi edición de "El amigo manso" de Alianza Editorial es la misma que la de tu hermana Pilar con una diferencia: la suya es de 1976 (segunda edición) y la mía es de 1981 (quinta edición). La he bajado del anaquel de mi modesta biblioteca, dejo a medias el episodio nacional de "Los apostólicos" (me queda este y el último para acabar la fascinante Segunda Serie) y esta misma noche me pongo a ello...

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    1. Y yo quedo a la espera de la entrada correspondiente, que promete.

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