6.10.13

Trucos de feria


No suelen gustarme las traducciones de títulos que aprovechan para resumir la película, aunque a veces hay que agradecérselo porque, más que resumir, advierten de su contenido. Así sucede con The place beyond the pines, que en la cartelera viene como Cruce de caminos, acaso porque el protagonista, uno de ellos, se llama Cross. Hicieron lo mismo con Short cuts, aquella gloriosa película de Robert Altman sobre cuentos de Raymond Carver, que aquí se tradujo como Vidas cruzadas. Las dos ensayan el género de la coincidencia: la de Altman me gustó porque detrás estaba Carver; la de Cianfrance, en cambio, que vimos la semana pasada, no solo me pareció una mala película, corta para lo que cuenta y larga para lo que narra, sino un síntoma, otro, de la decadencia argumental que padecemos.
               El otro día le comentaba a un amigo cineasta que su generación, la que nació en los 80, está enferma de academicismo. Han leído demasiadas veces la entrevista de Truffaut, han ido a demasiadas escuelas audiovisuales y talleres de guión, y el resultado es que las películas con aliento, digamos, no comercial terminan siendo ejercicios narrativos llenos de trucos y de tópicos innecesarios. Pero los Coen tomaron la cita de Hitchcock (“el sombrero que aparece en la primera escena tiene que salir también en la última”, etc.) y casi escriben una ópera con ella, Miller’s Crossing, otro cruce de caminos, que aquí llegó con el extravagante Muerte entre las flores, que sin embargo, pasado el tiempo, sigue sonando bien.
               La diferencia es de aúpa. Los Cohen crearon una película, una obra de arte. Con los sombreros hicieron poesía, no táctica. Esta otra de Cianfrance no es una película sino tres: las tres juntas resultan prolijas, y las tres por separado están insuficientemente narradas, vicio que ha infectado al cine procedente de la televisión, donde se cuentan mal tres historias para no tener que contar una bien, y donde cada historia, vista por separado, es un esqueleto sin chicha, permanentemente previsible, con frecuencia tedioso.
               De los tres mediometrajes empalmados, el primero habla de un feriante que al regresar al pueblo con su espectáculo de motos se entera de que ha tenido un hijo, de que la madre tiene pareja estable y él ya no es en absoluto necesario. Pero él se empeña, desde su inocencia bruta, en ayudar a su hijo, y para eso se dedica a atracar bancos hasta que en una de sus chapuzas rodadas a cámara temblona se lo carga un policía. Fin.
               En el segundo, el policía que se lo ha cargado (disparó antes) tiene mala conciencia, y peor conciencia todavía cuando su compañero del Cuerpo, Ray Liotta (magnífico en su papelillo), lo intruduce en treinta segundos en el mundo de la corrupción policial. Por ejemplo, requisar el dinero que el motorista robó y regaló a la madre de su hijo. El falso héroe, y además corrupto, tiene un hijo de la misma edad que el atracador. Es un padre joven y limpio, y cuando intenta ser legal se encuentra con que los mandos ante los que podría denunciar lo que sabe están igualmente corrompidos. Menos mal que su padre es miembro del Tribunal Supremo y lo ayuda para que cojan a los malos. Fin.
               En el tercero, aquellos niños tienen ya sus diecisiete añitos. El policía se ha metido en política y aspira a Fiscal General y tiene un hijo descarriado, rapero blanco y pijo que se mete lo que no está escrito, y que invita a pastis, fíjate, al hijo del motorista, que van a la misma clase. El hijo descubrirá entonces el secreto de su padre, y actuará, después de recibir los mismos palos, como él debió haber actuado para no morir en el intento. Fin.
               El material es más que suficiente para tres películas distintas, sobre todo si al director le gusta la estética de Terrence Malick, pero los guionistas se han esforzado en zurcirlo todo, en que todo case, en que los engranajes del electrodoméstico tengan las tuercas bien situadas, más que bien apretadas. Y eso ya cansa. Cansa la gratuidad de las escenas de acción. Cansan las anagnórisis tan previsibles. Cansan las simetrías, las versiones y autorreferencias. Los guionistas sacaron una buena nota en el examen porque se sabían el temario, pero no porque tuvieran algo que decir. A pesar de tanto ajuste milimétrico, los personajes están poco menos que esbozados, planteados, no desarrollados. Cuando matan al motorista, para los redactores del guión es un golpe de efecto que desconcierta al espectador, etc. Para la historia, la desesperación del personaje se convierte en idiotez. La madre (convenientemente hispana –hijos fuera del matrimonio, trabajos mal pagados-) no hace más que llorar; cada vez que tiene que tomar las riendas de su papel, se coge un berrinche. El policía lo tiene siempre todo hecho: ser un héroe, ser un corrupto, ser un político, ser un mal padre, ser un sentimental. No hay nada que le lleve a ser lo que es.
No recuerdo una sola escena no dramática que sirva como caracterización y al mismo tiempo la trascienda y alcance rango narrativo por sí misma. Lo que no es importante se hace largo, y aún así parece como afeitado, como resumido. Y todo esto en una película magníficamente rodada y con unos actores estupendos de verdad, todos, incluidos los dos muchachos, o sobre todo ellos, lo que quiere decir que no es que haya visto una mala película, sino que lo que a mí me parece pretencioso, atolondrado, tramposo y vacío no es más que el signo de los tiempos, el modo como imaginan los cineastas actuales, que a mi modo de ver han retrocedido a un grado primario del arte, aquel que no se impone la obligación de no recurrir a tópicos ni a recursos manidos ni a citas de otros. El artista no es un ingeniero que diseña piezas perfectas aprovechándose de las mejoras que otros introdujeron, sino un escultor que debe crear el todo y las piezas con la única obsesión de que aquello esté vivo por sí mismo, no como reflejo de nada. La otra noche volvimos a ver La cinta blanca, y me volví a quedar boquiabierto, admirado de la intensísima belleza, horrorizado por lo siniestro del asunto, aleccionado sobre el ser humano. Quiero decir con esto que no es que no me guste el cine de hoy, sino que no me gusta el giro que desde hace ya una década o más le han imprimido las nuevas generaciones.
Me gustaría ir al cine a ver una película sin resultas, sin por ciertos, sin rimas narrativas, sin cámaras en movimiento, sin efectos visuales, con personajes que hablan normalmente, no en susurros o a berridos, que se sientan a una mesa y los vasos hacen ruido cuando los posan en la mesa de formica y hablan y dicen cosas interesantes. Hay una por ahí de Christopher Walken sobre un cuarteto de cuerda que no sé si estará aún… En los 90 ibas un día a ver a Tarantino y al día siguiente a Alain Tanner, y luego a los Coen y después a Kieslowski, y después a Eastwood y más tarde a Ken Loach. Hoy en día el cine que más echo de menos quizá sea el de Alain Tanner, no exactamente sus películas sino las de gente nueva que haga algo parecido sin necesidad de imitarlo. Películas que parecen robadas a la realidad, montadas con el negativo de la vida.

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