27.1.15

Baroja introducido

               

A pesar de que suelo ilustrarlo con las hermosas portadas de Caro Raggio, este viaje por los libros de Baroja lo estoy haciendo en diferentes medios de transporte. La serie de Aviraneta sí la leí entera en Caro Raggio: aparte de que me gustan los diferentes tonos del grabado de Ricardo Baroja, los márgenes son amplios y la grama gruesa (no de muy buen papel), y se prestan a las anotaciones. Pero Paradox  ya lo he leído en la vieja edición de Austral, que ha terminado desbarajada porque el pegamento original era ya un fósil ambarino.
            Volveré también al tren de lujo de las Obras Completas que dirigió Mainer, pero ahora tenía ganas de leer La lucha por la vida en la edición de de Juan M. Marín Martínez (Cátedra, 2010). Muy bien presentada, con gran trapío de introducciones y notas (entre los tres tomos hay cerca de 500 páginas de estudio, casi más que de novela), la edición pone al día la bibliografía barojiana y expone las más candentes discusiones.
Hay algún gazapo: habla de «El convento de Monserrat» en vez de El convento de Monsant; fecha en 1926 la representación en El Mirlo Blanco de su pieza teatral Adiós a la bohemia como si fuera su estreno, que tuvo lugar en febrero de 1923, o en 1922 viajes por Europa que corresponden al año siguiente, o bien se olvida del bueno de Ciro Bayo, el «amigo» que acompañó a Pío y Ricardo en el viaje a la Vera. Ninguno tiene mayor importancia, vaya, pero sí decir, en la introducción general a su obra, que en las Memorias de un hombre de acción «ya no se renueva la técnica literaria». A pesar de libros como el de Longhurst, la crítica barojiana sigue viendo las novelas históricas de Baroja como un magma homogéneo que por regla general tienden a obviar. Las archivan todas juntas y las catalogan por lotes, sin molestarse en algo tan sencillo como ponerlas en la lista de las fechas de publicación, no en la de subgéneros. Entonces se apreciaría que esas 22 novelas son un extraordinario taller en el que Baroja ensayó una porción de variantes narrativas, algunas tan audaces como conseguidas; que introdujo un puñado de excelentes novelas cortas que nada tienen que ver con Aviraneta y que repartió en media docena de volúmenes al menos tres o cuatro magníficas novelas, a la altura de La sensualidad pervertida, la novela a partir de la cual los críticos parecen cansarse de leer a Baroja.
Marín Martínez cita con frecuencia en su ensayo introductorio un libro que me temo que es uno de los causantes de esta costumbre de obviar treinta y seis años de la vida de un escritor. Me refiero a La evolución novelística de Pío Baroja, de Mary Lee Bretz, de 1979, un libro que se detiene cuando Baroja tenía 48 años y que pasa de puntillas por esas «primeras entregas» de las Memorias de un hombre de acción. Me da la sensación de que Bretz es la responsable de un canon barojiano que hasta los más sesudos investigadores dan por bueno. No todos: el magnífico estudio de Ascensión Rivas Hernández, que es de 1998 (Pío Baroja. Aspectos de la técnica narrativa) está mucho mejor proporcionado que ese canon de Bretz. Rivas estudia cinco novelas anteriores a 1920 y trece posteriores, casi todas fijas en un renovado canon barojiano. Faltan piezas maestras como El laberinto de las sirenas, pero atiende a los libros de novelas cortas que Baroja publicó en la serie de Aviraneta.
Bretz partía de una base falsa: que el Baroja posterior a 1920 ya no hizo más que sestear. Pero en la década de los 20 Baroja consigue un nivel de calidad altísimo y varias novelas de entre las mejores, y en la década de los treinta, si asumimos un cambio de registro deliberado, más discursivo y menos narrativo, siempre encontramos perlas como La familia de Errotacho.
Bien es verdad que el ensayo introductorio de Marín prologa su primera gran trilogía, pero las casi cien páginas que dedica a repasar su vida y obra pecan del mismo canon que, supongo que sin proponérselo, impuso Bretz hace casi cuarenta años. Y en todo caso no es esa su única desproporción. Hay otra más moderna, posterior a Bretz, que es juzgar sumariamente a Baroja por lo que le ocurrió en la Guerra Civil. De las 63 páginas de que consta ese repaso general a su vida y obra, 9 están dedicadas a su infancia juventud, 28 al grueso de su vida y de su obra, y 26 a su actitud durante la guerra.
En este sentido, la verdad es que Marín es un crítico de su tiempo. Los últimos libros que se han escrito sobre Baroja se dedican a hurgar en su biografía, y más concretamente en esa parte de su biografía. El divertido Sánchez Ostiz y el desagradable Gil Bera, que tiene prosa de delator, se han cebado en el asunto de qué hizo Pío Baroja, si dijo «lo que sea costumbre» o «lo que me manden» al jerifalte franquista, si lo iban a fusilar o no, si era fascista o no. Cuando uno ha leído las memorias de Baroja y las de su sobrino, ya sabe todo lo que le interesa; dicho de otro modo, cuando uno ha leído mucho a Baroja, lo de la guerra le parece una cuestión de poca monta, y sobre todo mal planteada: el heroísmo no es decir frases y llevar una regalada vida en el exilio; el heroísmo, quizá, es mantener a la familia a costa del propio prestigio, o defender un punto de vista que a estas alturas, cuando ya hemos rescatado a Chaves Nogales, empieza a verse de otro modo. Marín insiste no sé cuántas veces en que Baroja era partidario de la dictadura, pero no de la que vino ni de la que pudo haber venido, y que la democracia no le gustaba nada. Pero al mismo tiempo se afana en rebajar el tono fascista y consentidor que pudiera haber en ello. El pensamiento político de Baroja se puede resumir de muchas maneras y en todas ellas el escritor no necesita de exégesis benevolentes. Baroja siempre estuvo en su sitio, y a la altura de sus sesenta y tantos años no podía ser optimista ante nada de lo que veía, y su único deseo sincero, lógicamente, era que lo dejasen en paz.
Pero es lo que hay. Nos interesa la vida, los hechos, los documentos, no las imaginaciones. Hablamos de Baroja porque es novelista, pero la mayor parte de sus novelas no nos interesan, y sí lo que decía mientras las estaba escribiendo. El canon barojiano no cambiará mientras no invirtamos el orden.
La introducción de Marín dedica generoso espacio a los temas inevitables: el estilo de Baroja y la clasificación de las novelas. Con respecto a lo primero, seguimos en lo que dijo en 1972 Biruté Ciplijauskaité. Pero hay dos aspectos que Marín menciona muy de pasada y que a mi juicio son esenciales para entender a Baroja, y más al Baroja de La busca: esa radical renuncia al pleonasmo, aunque fuera para parodiar, que Baroja inicia en La lucha por la vida, y lo que podríamos llamar la escritura poética de Baroja, con muchos más poemas en prosa esparcidos por sus novelas de lo que sugiere esa machacona insistencia en lo «pedestre». Baroja no es pedestre. Baroja pule, lima, esmera, hasta que un poco más de esmero desdibujaría la prosa, la llenaría de estilo. Baroja usa un idiolecto, un idioma que no se estudia buscando errores gramaticales sino analizando el alcance pictórico y emocional de su escritura.
Porque Baroja pinta, es decir, describe las líneas que su hermano habría necesitado para dibujar la realidad. Trabaja con fondos, distribuye las tonalidades (más que las historias), distingue entre personajes y siluetas y caracteriza con una precisión algo engañosa, porque no lo es con respecto al objeto real sino a la hipotética obra de arte que lo mediatiza. Su amigo Juan de la Encina, en un memorable y olvidado artículo de 1923, al poco de publicarse El laberinto de las Sirenas, dio en el clavo del que Baroja colgaba sus cuadros, pero pocos después han reparado en ello más allá, que yo sepa, de Gullón y su defensa del modernismo barojiano.
A ello habría que añadir la fragua del folletín, que es donde aprendió Baroja a componer novelas: cada capítulo es un mundo en sí mismo, una transición hacia el siguiente y el peligro de que el lector no quiera continuar. Con las bromas pesadas de Silvestre Paradox  (el cuento macabro de la dentadura postiza, esos personajes repulsivos) es difícil mantener al público dos meses enganchado, por mucho que le gusten los folletines de crímenes. El folletín no puede producir empacho, y eso se traduce en una serie de servidumbres compositivas y estilísticas sobre las que Baroja construyó su arte de narrar. 
De esto Marín no dice nada, pero, por lo que respecta al segundo tema inevitable, la clasificación de las novelas, el estudioso da un repaso demasiado condescendiente a todo tipo de taxonomías: novela viática, social, histórica, crónica, épica, dramática, lírica, autobiográfica, semiautobiográfica, etc. No creo que haya un solo barojianista que no haya dado su propia clasificación. Yo, por mi parte, tengo una muy sencilla. Bueno, dos.
Baroja tiene, en primer lugar, novelas cortas y novelas largas. Cuando estudiamos a Tolstoi y a Dostoievski es lo primero que tenemos que distinguir. Guerra y paz es una novela tendida, pero la Sonata a Kreutzer  es un artefacto muy medido. Marín casi ni menciona la extraordinaria colección de novelas cortas que escribió Baroja, que están escritas, pensadas y compuestas de manera distinta a como lo están las novelas largas. Por ejemplo, las cortas no tienen fondo, pero las largas suelen partir con un zoom descriptivo que a veces se come media novela; las cortas cuentan una sola historia, pero las largas trenzan historias a partir de personajes; las cortas, en suma, disponen una arquitectura en principio más cuidada que las novelas, porque las novelas necesitan transmitir ambientes y sensaciones, y esa tarea necesita un largo plazo. A veces (El convento de Monsant), emplea el mismo sistema, en pequeño, que para las largas, pero aun en esos casos destaca una proporcionalidad narrativa que en las largas tiende a disiparse. Claro que Baroja no ayudaba mucho con su forma de editar. Quizá si se desclasificase  la obra de Baroja veríamos con más nitidez su tipología.
La otra clasificación es la de novelas Andía y novelas Hurtado, es decir, novelas de la arcadia de Itzea, de las estampas de la biblioteca y los sueños románticos, y novelas de la casa de Madrid, pesimistas y contemporáneas, invernales y desapacibles. Novelas del hombre que imagina lo que leyeron, y novelas del hombre que anota lo que ve.
Con esos distingos, yo, al menos, me apaño. Pero la crítica, en esto de clasificar, seguirá siendo insaciable.
Dejamos la parte de la introducción que habla de La busca para cuando leamos la novela. Uno ha perdido ya la cuenta de las veces que la ha leído; eso sí, cada vez que hay que volver a ella es una grata noticia.


Pío Baroja, La busca, edición de Juan M. Marín Martínez, Cátedra, 2010

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