5.1.15

Sorolla de ida y vuelta


La exposición Sorolla y los Estados Unidos, en la Fundación Mapfre, es la quinta gran antológica de Sorolla que uno ha podido ver en los últimos cinco años. A las imprescindibles de la Fundación Bancaja y y la Visión de España de la Hispanic Society, entre Valencia y Madrid, se añadía una, muy especial, de cuadros muy pequeños, la mayoría pintados en las tapas de las cajas de puros, que se organizó en Burgos, otra de jardines amontonados en su casa museo, y ahora esta, que contiene algo de las otras más unos pocos cuadros que aún no habían vuelto a cruzar el océano.
La novedad, en este caso, son unos cuantos retratos de señoras norteamericanas, todas enjoyadas ellas, de cuando los millonarios americanos, envidiosos del mecenas Huntington, hacían cola para les retratase a sus madres y amantes. Y a todas las saca frescas, lustrosas, soleadas, con esa habilidad en la caracterización que permite que el retratado vea sus virtudes y el espectador sus miserias. La severidad enteca de una madre, la gordura saludable de una dama, la inocencia mimada de una muchacha. Y unos brocados en las delanteras de los vestidos que ampliados serían como Jackson Pollocks.


Sorolla se puso morado de pintar y vender sus miradas valencianas por Estados Unidos. La intelligentsia crítica europea tiende a menospreciar, en pleno siglo XX, el retrato de encargo, y, según sea el cliente, a combatirlo como servilismo vergonzoso. Sorolla sube y baja en las cotizaciones estéticas (que no bursátiles) según los críticos se despojen de más o de menos prejuicios. El encargo, la mujer desconocida, es un territorio muy limitado en donde el artista no puede adocenarse. Las manos blancas de las damas son en cada cuadro un pie de foto, una historia de su vida y de sus firmezas y sus ñoñerías, intuidas, desde luego, y precisamente por eso abstraídas, es decir, elevadas a la categoría de paradigma. Distintas son las caras de los varios retratos de Clotilde, su modelo de siempre, su mujer, su compañera, donde el esfuerzo consiste en apresar lo sentido y conocido. En el caso de las ricachonas, lo que se busca es lo que cualquiera vería, pero sobre todo que ellas, y sus maridos, que son los que pagan, se vean bien. En todos ellos hay una ironía que es como esa sobreexposición lumínica de sus paisajes valencianos. En todos dan ganas de decir ¡Mírala ella!, con ese doble sentido con que admiramos y criticamos al mismo tiempo.


Junto a estos retratos americanos hay unos cuantos paisajes cenitales de Nueva York interesantísimos, y una colección de apuntes a lápiz tomados en un café que me atraparon largo rato. Las vistas son espléndidos carteles, y me extrañaría que la Maratón de Nueva York no hubiera tomado como reclamo una imagen de la carrera desde allá ribotas. Todas son apuntes, partidas rápidas, pinceladas sueltas que sin embargo encajan en la mirada como llenas de vida. Es lo que uno más admira de un artista, que no siempre tenga la coartada de la minuciosidad. Que en cinco minutos consiga algo perdurable.
Otras veces le lleva más tiempo. En la exposición hay series de estudios para un mismo cuadro, en particular dos, las de Colón saliendo del puerto de Palos y las de Corriendo por la playa. Cuando uno ha disfrutado tanto con Sorolla se toma la licencia de encontrar cosas que no le gustan, por ejemplo el cuadro de Colón, el resultado, quiero decir, porque cualquiera de los estudios preparatorios en mucho más sugestivo, incluso diríamos que más moderno. Entre sombras de brochazos gordos aparece el héroe Colón, erguido por el empeño, anubarrado por las dudas, pero en el cuadro final hay un príncipe cualquiera de sonrisa tonta, con un grado de perfección que casi se amojama de madracismo.


En el otro caso, Corriendo por la playa, el niño le salió a la primera, un niño de principios de siglo que es el niño que (vestido) pintaría luego Norman Rockwell; ese correr sin técnica, el perneo descontrolado y el tronco echado hacia delante, que es donde está la infancia del cuadro. Porque las niñas, vestidas, son olas, ráfagas de viento, velas latinas, sonrisas mediterráneas, mecidas por el incesante movimiento de las pinceladas. En este caso el resultado definitivo, el cuadro, sí es la suma condensada de los anteriores, pero a ello se le añade el mar, el agua en movimiento, cada vez con más colores y más gruesas pinceladas, desde ese mar al mar de los niños subiéndose a la barca o el de algunos cuadros de fuentes que ya habíamos visto en esa exposición del año pasado en su casa de Madrid. Al movimiento por el color. Los reflejos de la luz y el oleaje de las aguas descomponen la pintura sin afectar la verdad identificable del objeto. La realidad en movimiento es un deshacerse permanente, una multitud de ráfagas, de estelas. Nada más empezar la exposición, a mano izquierda, frente al famoso retrato naturalista de la joven custodiada por la guardia civil, hay una marina popular, unos niños entre barcas varadas, que es un cuadro de distancia exacta, de nitidez propia de la memoria, de claridad infantil, que en las cercanías es de una voluptuosidad matérica fascinante.


Aunque tengo que reconocer que lo que más me animó era ver de nuevo el impresionante Triste herencia, los niños huérfanos, la mayoría tullidos, sus cuerpos macilentos, apacentados por un fraile de hábito negro, que chapotean con sus muletas en un mar desapacible, sin sonrisas de luz. El cuadro es de grandes dimensiones, y la iluminación de la sala verdaderamente lamentable, con focos que velan el cuadro y proyectan las sombras del marco sobre la pintura, pero aun así se ve al Sorolla encapotado, al Sorolla Zuloaga, al gran pintor que si no era más siniestro era por un exceso de piedad y porque las nubes lo deprimían. Los otros paisajes oscuros de la exposición son una vista fluvial de Asturias algo decimonónica y un paisaje americano pintado como sin ganas. Sorolla era la luz del sol, y hasta en las escenas de Biarritz luce con alegría restallante. Con esaTriste herencia, por su excepcionalidad tenebrosa en la obra de Sorolla, uno tiende a pensar que fue para el autor un mal trago necesario, un dictado de la conciencia y de la reivindicación artística: “Si no hago esto así de bien más a menudo”, parece decir, “es porque lo paso fatal”.


Sorolla está definitivamente por encima de esos dengues de moral estética. Lo mismo que le ha perjudicado durante décadas, su aparente poco rigor intelectual, su fácil superficialidad, es lo que lo consagra como un pintor verdadero. A mí no me avergüenza decir que en los cuadros busco la fascinación de lo que no sé hacer, la maestría de quien maneja los pinceles como quien lava. Por eso babeo con Velázquez y con Sorolla, porque son pintura, pinceles inquietos, naturaleza viva.
No me canso de Sorolla. Es el retratista de la edad de oro y de una idea de felicidad que no desdeña la elegancia pero se conforma con la sombra traspasada de un parral, entre el murmullo de las olas y el griterío de los pájaros y de los niños. Sorolla es un mundo aparte, uno de esos países completos a los que nos vamos exiliando.


1 comentario:

  1. Mejor que yo sabes que el retrato en pintura (quizás el primer clásico entre los géneros del pincel) se parece al retrato literario (del que Baroja o Galdós o la Pardo Bazán fueron maestros) en que es imprescindible una presentación convincente del personaje. El espectador, en sentido orteguiano, debe preguntarse por el retratado aplicándole cada una de las diez categorías de la lógica aristotélica: Sujeto, Cantidad, Cualidad, Relación, Lugar, Tiempo, Situación, Estado, Acción, Pasión. Cuando vas por la quinta, la vigilante de la sala empieza a mirarte como a un bicho raro… Es una exageración, por supuesto, pero un buen ejercicio y la prueba del algodón. A mí me parece que los retratos por encargo de Sorolla soportan con talento y oficio las categorías. ¡Los personajes de las clases altas norteamericanas eran así y las señoras siempre dan para mucho! Un maestro hace compatible el halago del encargo, la pompa y circunstancia, con la verdad de la obra, de la cual no podría prescindir aunque quisiera. Yo creo que Sorolla también aquí acierta. Por lo demás yo tampoco me canso del valenciano luminoso, a mí también me parece un grande de España como los que citas.

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