13.4.15

Un libro muy bonito


Noticias felices en aviones de papel es un libro muy bonito. Está encuadernado en cartoné, con sobrecubierta ilustrada y guardas con motivos de baldosas hidráulicas, los suelos que había entonces en las casas. La cubierta, de María Hergueta, como algunas de las ilustraciones, tiene un aire a Wallace Ting, el de los gatos de colores, pero con tintas aguachadas, de imprenta antigua, tomadas de gris. Las ilustraciones me recuerdan a las figuras de los manuales de urbanidad de los años 60, situadas en escenarios realistas pero limpios, conceptuales, lo mismo que me ocurre, por cierto, con las obras de Banksy.
            Las ilustraciones se lucen mucho porque el libro es grande y delgado, 26 x 18, como los libros de cuentos para niños. Está muy bien cosido y tiene un papel color hueso de una grama muy agradable, gruesa pero no rugosa, fina pero sin satén, y la tipografía, clara y despaciada, de un tipo claro, más estrecho que el Garamond y más ancho que el Times, con un separador de tela de color violeta.
            El interior es una novela corta de Juan Marsé. Es una variación con niño de Ún corazón sencillo, el cuento de Flaubert, con loro incluido, pero sin tanta mística y más historia de Europa. Es la viejecita que vive en el piso de arriba y a la que cuidan los vecinos porque se va un poco del tiesto, el piso con baldosa hidráulica y el balcón al barrio proletario, y que sueña despierta con un pasado tenebroso. La acción sucede cuando aún se editaba el Diario 16 pero ya había salido El Mundo, o sea en algún momento entre 1989 y 2001, si bien la jerga de los chicos de la calle (menda, chachi, colega) se remonta a diez años atrás y, en el caso de menda, ya había pasado a mejor vida. En algún sitio se dice que hay una calle sin asfaltar, como en tiempos del Pijoaparte, o bastante antes, aunque se trata de un detalle que con la anagnórisis final encaja en la novela.
            Pero estos son prejuicios. Uno sabe más de lo que debe y cae en la tentación de ver al anciano escritor pergeñando un cuento para sus nietos lleno de buenos sentimientos, mezclando las palabras de su infancia con las que sus nietos le han contado de la suya, tirando de oficio y alargando un poco un cuento muy sencillo. Y no me extrañaría que en los talleres de literatura que pululan por ahí se hiciese leer este libro para ver cómo estructurar un cuento. Ya me veo al instructor de turno diciendo cómo hay que guardarse una sorpresa para el final, un objeto escondido con el que todo encaja, incluso lo fantástico. Hay que ambientar la narración con varias escenas costumbristas de la abuela locatis y meter un poco de conciencia social (el Cocoliso –ese es de los 60, de cuando Popeye-, la madre separada con un hijo, el jipi que acabó en mendigo, el elenco menestral carmelitano ya clásico en Marsé) y luego tensar un poco las historias (los chicos que quieren robar a la vieja, el padre que pide por las calles, la madre que no se sabe qué está haciendo) y adobarlas con referentes exóticos, en este caso una víctima de los nazis en Polonia.
Y, si eres Juan Marsé, ya está. Pero, aun siendo de Juan Marsé, se puede discutir cierta frialdad en ese oficio. Todo está en su sitio salvo algún pájaro que vuela, como en el piso de la ancianita. Todo invita a decir que sí, a reafirmarnos en las ideas que ya teníamos, en el valor de la bondad y de la imaginación, un poco en el tono de Rabos de lagartija, obra, como esta, nacida de la melancolía. No hay mala leche por ninguna parte, salvo, quizá, con el padre jipi, una sana mala leche que ha exhibido Marsé desde el primer momento, por cierto.
Pero también sucede algo que es como el peaje que pagan los buenos novelistas: personajes demasiado potentes que no tienen espacio para seguir viviendo. En el cuento de Flaubert, Felicité lo ocupa todo y su muerte final es narrativamente necesaria; al mismo tiempo, los secundarios son personajes sin historia, o cuya historia no nos interesa. No es el caso. Aquí la ancianita tiene una hermosa y algo blanda historia que contar, pero quien nos interesa es el muchacho y la madre y la vecina, sus historias tan solo apuntadas (propias de personajes que están vivos), y en el fondo más interesantes que la de la propia protagonista. Tiendo a pensar que Marsé estiró una idea hasta que vio que había llegado a la página sesenta y sacó una foto del cajón para rematarla. O bien, y no me gustaría pensar eso, la escribió al revés, como aconsejan en los talleres de escritura.

            Eso sí, tal y como está planteada la historia, su triunfo es que emocione, y para eso, me temo, el novelista necesitaba bastantes páginas más.

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