Ricardo Baroja ya estaba de capa
caída. En 1931, con el fragor de la República, había perdido un ojo, y el que
le había quedado sano era astigmático. Dejó de grabar y tardó algún tiempo en
recuperar una visión suficiente para siquiera dibujar. En 1935, además, murió
su madre. La célebre foto del entierro en Vera de Bidasoa da idea del momento
en el que uno de los más grandes grabadores españoles de todos los tiempos escribió
esta novela.
Pero en un carácter inquieto e
imaginativo como el de Ricardo Baroja no parece que hicieran mucha mella las
desgracias a tenor de lo bien que se lo pasó escribiendo La nao capitana. Aparte de bien construida y trabajada, es una
novela divertida, tanto por lo que se cuenta como por la contagiosa diversión
de quien la cuenta. Más allá de la aventura, del rigor folletinesco de las
novelas del mar, tan solo he percibido dos rasgos que no parecen fruto del buen
humor: la nostalgia de un modo de escribir perdido y la defensa del
autoritarismo imperturbable. Pero en ningún caso las nubes ensombrecen la
novela, antes bien forman parte de su encanto.
La novela narra la travesía que una
fragata de la Armada Real Española emprendió en muelle de Sevilla rumbo al Río
de la Plata, hacia los años 30 del siglo XVII. En ella va el capitán Diego Ruiz
de Arcaute, una familia de nombres largos, con el hidalgo y su señora,
Estrella, amén de las hijas de su primer matrimonio, Trinidad y Mencía. También
va el viejo campesino castellano, valiente y seco, y el marinero del Bidasoa,
intrépido y fiable. Va un nutrido grupo de mujeres que igual podrían estar en
un cuadro de Gutiérrez Solana que en uno de Romero de Torres. Van galeotes,
marinos corruptibles, y a última hora se cuela un personaje misterioso…
Y ocurre todo lo que tiene que ocurrir: la tormenta, el ataque de los piratas, la rebelión a bordo, el pasado tenebroso, el amor y la traición, el asesinato y el ajusticiamiento, incluso el suicidio, la caza de tiburones y las fiebres del trópico, los secretos y las confesiones, y para rematar una versión de la novela morisca que también tiñe de ironía el modelo del que partió y que en el fondo niega.
La novela es muy teatral, muy
Valle-Inclán en sus decorados y en la selección de sus palabras, sobre todo al
principio, hasta que la nave va y Ricardo mantiene firme la velocidad de
crucero barojiana. Se diría que del uno ha tomado esa nostalgia del
decadentismo, de las primeras obras de su amigo Valle-Inclán, y para ello ha
vuelto a donde entonces se solía: describir cuadros, más que escenas, y hacer
música con palabras de sabor antiguo, en este caso un diccionario entero de
léxico marinero que, a pesar de lo que pueda parecer, no resulta excesivo. Su
hermano Pío tuvo mucho más cuidado en Los
pilotos de altura con usar solo el necesario, pero Ricardo aquí se
desmelena en la búsqueda de la frase sonora, que consigue sin menoscabo de la
fluidez narrativa. No se me ocurre mejor maridaje literario, si así puede
llamarse, entre dos escritores tan distintos como Valle-Inclán y Pío Baroja que
esta novela, que no desentonaría en absoluto ahora en los rimeros de novela
histórica. Tiene todo lo que ahora busca un editor, pero no en el grado
fraudulento en que lo exige. A lo mejor esta novela está demasiado bien escrita
para los gustos de ahora.
Cualquiera hubiera pensado que
Ricardo Baroja se dejaría llevar en algún momento por el giro precipitado, pero
no: la novela está muy bien medida, con hilos internos que la atan (el inútil
castillo de proa) y una historia bien dosificada. Ricardo describe acciones y
vistas del mar, repasa minuciosamente el decorado, ensaya puntos de vista: el
del juicio al moro intrigante y sus compinches, desde fuera, o el episodio de
los latigazos, que parece sacado de Romance
de lobos, en este caso con una sorprendente crueldad (como en el cañoneo de
la chalupa de los piratas huidos del naufragio) que tiene también, ya digo, su
interpretación política. Incluso utiliza un presente narrativo de raíz
valleinclanesca que a la prosa le sienta como viento en popa. A pesar de lo
minuciosamente documentado del atrezzo (sale hasta un camafeo pintado por
Velázquez en sus años mozos), del lastre histórico, la novela no se hunde en
ningún momento, antes bien vuela cuando las necesidades narrativas sustituyen a
los caprichos estéticos.
Pero el libro tiene más interés que
el puramente literario, el de una forma de posmodernidad anticipada, de practicar
un género que se añora con un estilo, distinto, que también se añora. Además de
presentar una novela convincente por entretenida y bien armada, Ricardo Baroja
la decoró profusamente, “con un medio muy de su predilección, consistente en
tomar un cartón negro y dibujar o pintar sobre él con tinta china y pintura
blanca, logrando de esta manera parecido efecto al de las xilografías”, según
cuenta la solapa. Hay viñetas de varias clases: retratos de los protagonistas,
siluetas de los tipos y marinas nocturnas de una expresividad muy llamativa,
hermosas escenas a las que se le añade la admiración hacia quien sabe sacar
tanta vida de instrumentos tan humildes. En todas se ve la mano maestra de su
autor, esa soltura alla prima que a veces falta en la novela, quizá,
curiosamente, por exceso de trabajo. Claro que compensa cualquier defecto lo
bien que se lo tuvo que pasar.
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