21.10.15

Retrato de Ramón Gaya


Salvo en los últimos años de su vida, Ramón Gaya usó mucho el ocre tenue como fondo de sus cuadros, y en lo que pintaba encima también fue un aliado del ocre en tantos tonos como las hojas tienen, salpicados de verdes ya tomados de amarillo, de azules desleídos y de los soberbios carmesíes de Tiziano. La paleta de Gaya es el envoltorio del cuadro, su vestimenta: colores suaves del otoño-invierno, indumentaria de sábado en los espíritus cultos. Los ocres abrigan como un cárdigan de lana virgen, los azules alegran como la primera brisa que nos acaricia cuando nos quitamos el sombrero, los verdes son de hierba zen. El bienestar con que uno contempla los cuadros de Gaya probablemente venga de esa gama de tonos silenciosos que escuchan cantar a las pinceladas sueltas de color más vivo. El ánimo se nos ablanda de ocres, nos sentimos cómodos, y el rato que pasamos hurgando en la difícil sencillez de Ramón Gaya es una situación que habría que pintar con esos mismos tonos delicados, sin vecinos que molesten. En esa actitud, con esa ropa, solemos ser más ecuánimes y desapasionados. Retiramos el fuego para que corra el aire. Nada perturba nuestra capacidad de admirar. Es el cuadro el que nos ha tranquilizado, son tonos para el hogar que habitó Gaya. No queremos estridencias ni brochazos, preferimos a los pintores japoneses del siglo XV. Porque así, tranquilamente, sin necesidad de fanfarrias, nos vamos a emocionar con lo que está vivo, con lo que es verdad, al menos en lo que concierte a este mundo culto en el que nos hemos refugiado mientras las vanguardias pasaban con sus bólidos hasta estrellarse aparatosamente contra el calendario. Pintar es lo que hacían en Altamira, “y en eso estamos todavía”, decía Gaya. Pintar es que el Niño de Vallecas sea ya y para siempre todos los Niños de Vallecas y ese muchacho eternamente vivo nos enseñe a verlos.
Todos los grandes pintores figurativos del siglo XX han tenido que soportar un indisimulado desdén hacia sus virtudes. Es como si un tenor fuera ridículo por la extraordinaria calidad de su voz. Pero el tenor canta y el pintor pinta, y forma parte de la belleza su capacidad de ser admirada, no solo en cuanto a su resultado sino también en cuanto a su proceso. De Velázquez nos gusta la gota que corre por la tinaja del aguador, pero sobre todo el mundo limpio y hermoso al que nos transporta. Los grandes siempre nos redimen, nos rinden con su maestría antes incluso de asombrarnos con su talento. Ahora veo un cuadro de Van Gogh (para Gaya, el último pintor moderno) y antes de dejarme arrebatar por ese vendaval de dramática hermosura me dejo hipnotizar por la calidad técnica, la firmeza maestra de sus pinceladas.
Gaya da para rato, sobre todo después de ver el documental de Gonzalo Ballester que estrenó La 2 el pasado 16 de octubre. Uno ha leído algún que otro libro sobre Gaya pero no recuerda un retrato tan claro y certero sobre su figura. El problema de un pintor como Gaya es que su condición de testigo del siglo xx puede comerse a su esencia de hombre casi siempre solo que pinta en un estudio pequeño y soleado en una callejuela de Venecia. Su vida es asombrosa, desde luego, tan asombrosa que sume en la penumbra su carrera como pintor. Y como escritor, que también es de los buenos.
Si Gonzalo Ballester hubiera pretendido elaborar un documento significativo sobre todas las circunstancias que vivió Ramón Gaya, el espectador habría salido con la idea de que hay vidas más interesantes que otras. Así, tal y como lo ha planteado Ballester, sale como de haber vivido un rato entre pinceles, y es el propio Gaya, en documentos exquisitos, el que nos narra la esencia de su propia vida. En ese y en otros aspectos Ballester ha procedido a retratar a Gaya igual que Gaya procedía a retratar un paisaje romano, algo que, en proporciones de menos envergadura, había ya probado en Serenísima, su otro documental sobre Ramón Gaya. Ahora Ballester crea un mundo con los ocres, con el ritmo, con los poemas visuales, con la calidad de las intervenciones, y de ese mundo afloran carmesíes de tiziano que van marcando, sin informarnos, los hitos de su vida y la situación exacta de su pintura en el río de la historia. La tarea de Ballester era conseguir todo lo que consigue un cuadro de Gaya: el reposo, la mirada honda, no arrebatada, el lenguaje lírico de las palomas, de los puentes y las frutas, de los árboles y de las ruinas.
Ballester deja que el documental, más que estructurarse, fluya, y lo ata con hilos internos, con rimas desapercibidas, y con media docena de palabras que se repiten como pinceladas de luz: verdad, vida, realidad, soledad, pintura. Hay un momento, cuando Gaya dice aquello de “bueno, hablemos de pintura”, que no solo divide la parte biográfica de la exclusivamente pictórica sino que da inicio a la pura pintura. Qué hermosa la secuencia del tomate, y con ella todas en las que la cámara se mueve por los cuadros. Es entonces cuando más de cerca veo al artista, al retratado y al retratista. A Gaya porque Ballester ya lo ha despojado de historia y, como en un punto alguien subraya, ya es pintura sin tiempo, perdurablemente viva. La sensación de creciente cercanía con la pintura da una impresión de verdad que un documental de armadura biográfica es incapaz de conseguir. Es evidente que hay un minucioso ensamblaje imperceptible, lo que refuerza, a base de yuxtaposiciones aparentes, una comprensión yo creo que tan desnuda como auténtica de lo que de veras intentó Gaya. Ballester ha hecho muy bien en aprovechar el estupendo material antiguo para que fuera el propio Gaya el que se narrase, y la selección y ordenación de los fragmentos yo sé que es muy difícil, por lo que tiene de cruel, y por eso sé que es impecable.
Creo que un artista es el que sabe lo que tiene que podar para que no se muera el árbol, y en ese sentido la otra parte, el retratista Ballester también queda muy bien retratado. Consigue que la mirada del espectador del documental sea la de los espectadores que aparecen mirando cuadros, la suya misma mirando el ajetreo de una piazza, la mirada del hombre corriente con oído más fino de lo normal, que es como el propio Gaya define al artista. Se ve al retratista mirar, pero no opinar sino con poemas visuales como el del agua o los puentes o los tomates, que son invitaciones a la verdad, y que en la segunda parte combinan estupendamente con comentarios que se ocupan más de la poesía que de la biografía: el airecillo de Tomás Segovia (qué bien escogidas sus intervenciones), los versos, porque son versos, de Francisco Brines, o el otro que da esas interesantes explicaciones técnicas. Me gusta cómo encuadra los cuadros, su interior, cómo bucea en ellos, y que todos los ritmos sean tan homogéneos y acompasados, el de la gente al hablar, el del agua al correr, el de Gaya al pintar, el de la cámara entre las pinturas. Los parlamentos dicen lo que las imágenes, más que ilustrar, corroboran: me acuerdo de lo que dice Tomás Segovia sobre que Gaya era el único en decir con autoridad que algo era una tontería, y de él mismo diciéndolo de Tàpies, y del director del documental traduciendo la tontería a un lenguaje más compasivo, mirándola con la misma mirada con que luego mira pintar a Gaya.
Y me gusta cómo el propio y entero documental se va purificando de documentos y llega, desnudo, a la misma rama de nisperero con el que empezó, el primer recuerdo que Gaya decía tener. Triunfa la mirada del autor sobre la información, y eso es bueno, y desde luego esa mirada está hecha de decisiones personales, de afirmaciones de autor, no de recetas de profesional. Queda claro en la memoria su decepción con las vanguardias y su soledad italiana, su precocidad y su amor por los clásicos y sus deseos de continuidad. Todas las otras toneladas de información que manejaba Ballester (algo evidente por la calidad de las que ha seleccionado) no habrían añadido nada significativo, pero habrían quitado mucha mirada. Esa admirable capacidad de síntesis hace que con unas palabras sobre pintar copas de cristal, una imagen de un libro abierto con estampas de Sesshu y un par de pocillos el autor resuelva lo que ordinariamente necesitaría una tediosa explicación del narrador, cuya ausencia está claro que resultaba necesaria.
Es lo que se llama una obra de autor. El juicio sobre Gaya es la obra entera, una descripción de dos miradas, la de Gaya y la de Ballester. A mí todo eso me importa mucho más que la rigurosidad biográfica, pero se necesita la capacidad narrativa que aquí se despliega. A veces pienso que las novelas modernas deberían ser por principio infilmables, del mismo modo que las películas modernas deberían ser inenarrables. Esta era lo que creo que ha conseguido ser: pintura, nada más que pintura.

2 comentarios:

  1. Sin palabras.

    Solo muchas gracias.

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  2. Una auténtica lección magistral. Destacaría muchas frases, pero solo cito una: " Los ocres abrigan como un cárdigan de lana virgen, los azules alegran como la primera brisa que nos acaricia cuando nos quitamos el sombrero, los verdes son de hierba zen"

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