11.3.16

Para qué nos vamos a incomodar


1859 es un año inagotable. Darwin, sin querer, y Baudelaire queriendo sentaron los fundamentos de la literatura para los siguientes cien años por lo menos. En Rusia, por esas fechas, Tolstoi y Dostoievski ya habían comenzado sus carreras, pero aún no les había brotado ninguna de sus obras inmortales. Aparte de Gogol y de su abrigo, del que según Dostoievski salía toda la moderna literatura rusa, solo Turgueniev había publicado sus imprescindibles Memorias de un cazador, pero tampoco había firmado ninguna de sus grandes obras, por supuesto no Padres e hijos, aunque sí el Diario de un hombre superfluo.
Pero en 1859 se publicó Oblómov, de Iván Gonchárov, quien precisamente se obsesionó con la idea de que Turgueniev le copiaba los argumentos. Su novela se convirtió en un mito de la apatía rusa pero también en otro mito que daría bastantes obras maestras, desde El idiota de Dostoievski a, aquí en España, El doctor Centeno. Las raíces del personaje es fácil rastrearlas en piezas como Ricardo III, el héroe flojo que se deja caer al abismo con una sonrisa de hastío y desprecio, o a esos personajes volterianos que encuentran la paz con su sabina horaciana. Oblómov es un vago y un irresoluto, un tontaina y un ingenuo, tan limpio de corazón como vacío de la mínima e imprescindible picardía. Es un solterón que ha perdido el instinto de supervivencia, tonto como un caballo (Faulkner dixit), capaz de hacer cabriolas y piruetas pero incapaz de buscarse la vida o distinguir lo inconveniente, de insistir en otra cosa que no sea comer o trabajar hasta que se reviente. Oblómov no trabaja, quizá sea lo que lo hace más humano. Claro que un caballo, si no lo obligan, tampoco. Oblómov flota en la realidad gracias a la ayuda de aquellos a quienes su falta de voluntad termina produciendo pena. Él y su siervo, el mujik Zajar (el yahoo de la novela) son una idea del mundo que se viene abajo. Al mismo tiempo que Baudelaire sentaba los síntomas del mal del siglo y la tragedia del dandi comido por el hastío, Goncharov inmortalizaba un alma cándida sin arranque para nada.
Oblómov es desesperante. Entre los varios detalles del mito, la novela es famosa porque su protagonista tarda cien páginas en levantarse del sofá. Es verdad, sí, pero la cosa tiene truco, el truco dramático: los personajes entran, hablan, se mueven por el escenario, salen. En una tarde tiene Oblómov, sin levantarse de la piltra, más vida social que cualquiera de nosotros. Entre los que lo visitan al principio está Tarantiev, un personaje cómico, el sablista de toda la vida, por quien Oblómov se deja engañar a pesar de las advertencias de su criado. Tarantinev es un malo de guiñol, pero la pachorra con que Oblómov encaja los engaños y transige con los abusos lo hace fluctuar entre la bondad ingenua, estúpida más bien, y la incapacidad de sobreponerse a lo evidente, la aceptación ya derrotada, la permanente claudicación. Un par de años antes, Melville había publicado Bartleby, donde esta claudicación es una  forma de negación, pero también de huida. 
El tema estaba por todas partes, y el tema necesitaba de un buen personaje. Oblómov lo es, y los tres personajes que intentan rescatarlo de su postración también lo son. El primero es Stolz, el amigo alemán, enérgico, dispuesto, atareado. Yo le puse el aspecto del Blasco Ibáñez que pintó Solana, un hombre grande y afable, pero también recto y severo. Es como estos personajes con levita que cruzan a grandes zancadas el escenario, y que en cinco minutos han resuelto un problema y organizado varias vidas. 
Pero el rescate de Stolz no es suficiente. Los malos, Tarantiev y su compinche, siguen royendo el árbol. Hace falta una mujer, Olga, una joven peterburguesa muy bien educada que se empeña en redimir al pobre Oblómov. Goncharov se recrea en describirnos las dudas que, por un exceso de lucidez, asaltan a Oblómov, que teme que Olga sea de esas mujeres que no aman a un hombre concreto sino la posibilidad de convertirlo en otro. Olga cree enamorarse de Oblómov pero lo único que consigue es darle un fugaz y poco consistente sentido a su vida. Si encima Oblómov tiene dudas hasta de su sombra, lo normal es que la mujer no insista. Y, después de muchas, acaso demasiadas páginas que por otra parte darían de comer a la psicología femenina desde Flaubert hasta Proust, Olga deja de insistir. 
Me recordaba Oblómov en sus castos amores a esos personajes barojianos que se acercan muy poco a poco, yendo y viniendo, siendo corteses y serviles, a la flor de hotel que se los va a zampar sin miramientos. Oblómov tiene miedo a que no todo sea real, limpio de segundas intenciones, a la altura del sentimiento. Pero también él quiere sacar partido y agarrarse a ello, tener de nuevo ganas de levantarse del sofá. Lo consigue, pero el hombre moderno ya ha perdido la paciencia. Olga y Stolz se van (y se casan), y Oblómov regresa a la modorra de siempre. Cuando, con cierto cargo de conciencia, vuelven a dar señales de vida, a Oblómov se le caen las lágrimas de alegría de pensar que la mujer a la que amó es feliz, lo cual es un grado de bondad tan exagerado que en vez de desmoronarse por inverosímil hace que el personaje brille en una pureza de sentimientos que, a cincuenta páginas del final, hace que por sí solo, casi sin ayuda de nadie, cuando lo tienen hecho un miserable, robándole por todas partes, mantenido como a un viejo del que solo se quiere la pensión, por fin reaccione y mande al cuerno a los parásitos que lo maltratan.
Y digo “casi” porque hay un tercer personaje extraordinario, Agafia, a la que yo me imaginaba como la del cuadro El pajar, de Anders Zorn. Agafia es una viuda que cuida de Oblómov, hermana del compinche de Tarantiev. Los malvados se las arreglan para que Oblómov firme una carta de pago por valor de todo lo que ingresa gracias a los buenos oficios de Stolz, una carta en favor de Agafia, que no se entera de nada y a la que su hermano chulea. La pobre Agafia está enamorada de Oblómov hasta el tuétano, y no porque haya decidido amarlo ni porque quiera rescatarlo ni porque crea que le conviene un marido rentista. Lo ama con la misma ingenuidad con la que no se entera de que su hermano le está robando. Lo ama con la misma transparencia de las lágrimas de Oblómov. Agafia es un coeur sensible que consigue con su amor sin causas (sin siquiera ser consciente de él) que Oblómov se redima ante nosotros.
Sí, lo sabíamos, y Oblómov nos parecía un tipo curioso, pero tanto Olga como Stolz, los salvadores, no hacen sino sacar lo más ridículo de su persona. Con Stolz se embarca en empresas que le importan un pimiento, por más que sueñe con su arcadia en Oblómovka, un sitio donde nadie tiene prisa para nada. Con Olga bordea la exasperación con su amor pazguato, sale de casa para coger lilas por el parque. Pero la única que lo entiende y nos lo hace comprender, a los lectores, a los redentores y al mismo autor, es Agafia, la campesina silenciosa, la madre de cuyo seno/sofá nunca quisiera salir, y la que le permite no salir, vivir tranquilo, dejarse caer como una pluma. Es entonces cuando vemos al personaje que antes se nos decía cómo era, un hombre en el que la sensibilidad y la pereza no se distinguen del todo, buena persona, desprendido en un sentido absoluto: austero, de buen conformar, ajeno a llevar cuentas de nada, más preocupado por que su mente no se nuble con la menor sombra de ira, nostálgico de un sentido de la nobleza que por aquellas fechas ya se daba por perdido.
Tolstoi dijo que Oblómov era una obra maestra. Le gustaría esa cadencia majestuosa, pero sobre todo esa otra redención necesaria, ese placer de haberlo conocido. Los mejores personajes de Tolstoi se redimen así, ante nosotros, para desprendernos de cuantos prejuicios podíamos tener sobre ellos y mostrársenos en su más alta forma de humanidad: el marido de Ana Karenina, la hermana del príncipe Andrei Bolkonski, la propia Natacha… Para mí le sobran unas cuantas páginas de amor inoperante, las que quizás habría que haber empleado en que Tarantiev no fuese tan ridículo. El criado Zajar las habría aprovechado mejor, pero también Agafia, cuya reaparición siempre ilumina la novela. Al final triunfan Horacio y Voltaire. Tan solo buscamos un jardín en el que pasear y una mujer que nos ame. El resto lo podemos seguir pasando en el sofá.

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