16.4.16

El chuletón del medio


Dicen que los chuletones de buey están más ricos si se tuestan apilados de tres en tres, hasta que el de arriba y el de abajo se carbonizan y el del medio está en su punto, con la sustancia de las tres chuletas concentrada en una sola. Si Los gozos y las sombras fuese un chuletón de vaca gallega, daría por bueno que su primer y tercer volúmenes tuvieran menos sabor, porque el del medio está para chuparse los dedos. 
Esto sucede, naturalmente, porque Donde da la vuelta el aire está eximida del engorro del principio y del final, del despegue y del aterrizaje, y aun así tiene un principio extraordinario y un magnífico final. El primer volumen era el inicio de sí mismo y de la trilogía entera, estupendo en la faena de tirar los cabos, tan cervantina, pero acaso, en su desarrollo, con el apresto a veces de lo nuevo, ese idealismo a la gallega del que hablaba en la anterior entrada y que tenía ecos teatrales, autorales, filosofales. No estaba nada mal, pero una vez que el avión coge altura se deja de oír el ruido del motor, el apresto de la creación. Torrente va de las escenas breves yuxtapuestas a los largos episodios tolstoianos, particularmente la espléndida pasión y muerte de doña Mariana Sarmiento. Los personajes ya están hechos en el primer volumen, de modo que en el segundo no hay más que verlos evolucionar. La descripción sigue siendo escueta y suficiente si lubrica los diálogos y minuciosa en varios memorables interludios: el cuadro solanesco de los carnavales, el lirismo arquitectónico de la iglesia desnuda, el relato del rescate entre las olas, o esa imborrable narración de los últimos momentos de doña Mariana.
Lo demás todo es diálogo, es decir, personajes, unos como redimidos con respecto a la primera entrega, sobre todo las mujeres, otros como condenados a su estupidez, incluido, hasta cierto punto, el protagonista, Carlos Deza, que se comporta como un zanorio, en todo caso como un cándido lastimero al que la vida se las pone a huevo. Se hace simpático porque resulta casi cómico en sus dudas metafísicas cuando le llueve el dinero y las dos chicas más guapas del pueblo se lo tiran o se lo quieren tirar. Estoy por pensar que, antes de llamarlo Carlos, Torrente le puso Baldomero, qué más quieres, que eres guapo y con dinero, y encima interesante, con chaqueta de pana, como los sabios. Pero sería un poco descarado y el autor le enjaretó ese nombre al boticario borrachuzo y miserable.
Claro que con el boticario había poco que redimir. Solo se salva cuando se plantea, al final, borracho como una cuba, si toda su vida no habrá sido una desgracia por culpa solo de que su mujer no tiene tetas. La mujer, entretanto, tísica y avergonzada (ella también tiene lo suyo), se está muriendo en una aldea de la montaña, y don Baldomero se lamenta melancólicamente de que su muerte sea lo único que de veras le hace ilusión. Pasa lo mismo con la familia de Rosario. Torrente supo ir metiendo detalles elementales (de afrentas y venganzas, como toda la vida) de modo que el final le saliera redondo. No en vano nos había impresionado tanto aquella escena del primer volumen en la que los padres se arrastraban delante del señorito, por si se había hecho daño pegándole a su hija, o violándola. La venganza es esplendorosa.
Unos y otros, Baldomero y los Galanes, y quizá los otros amojamados y serviles jugadores del casino, o el prior del convento, son ese fondo negro que justifica el hecho de que Carlos se quiera marchar. No para él, que sigue enredado en su inexistencia, sino para la imagen cárdena, de tormenta galaica que barniza la novela entera. Pero hay figurantes que matizan esta impresión: cuando Clara Aldán consigue abrir su mercería, las vecinas la ayudan sin el requilorio de las gracias y los porfavores, y una, la Chasca, incluso se queda una noche con la madre de Clara, invariablemente inválida, beoda y maloliente. Es una figuración entreverada, de las ruines fuerzas vivas y los aldeanos, mucha veces, como sucede con los pescadores, generosos y solidarios, y otras, como con la familia de Rosario, de trágica España negra.
Los demás, sobre todo las protagonistas, se han ganado el afecto del narrador.  Y de los hombres, sorprendentemente, hay que incluir a Cayetano en la nómina redentora, el cacique, el pichabrava, el jarrapellejos de turno, que en esta segunda novela va impregnándose de la condición de malo fascinante. Empieza la novela rompiendo ciento cincuenta botellas en un garito de la capital, por puro capricho, en una escena que es en sí un cuento estupendo, y termina siendo leal con Clara y con Carlos, negociando como un tiburón progresista contra las fuerzas industriales del antiguo régimen, capaz de sobreponerse a una falsa conjetura sobre su padre y doña Mariana que le ha amargado la existencia. En la negociación con los dueños de los astilleros de Vigo, Cayetano brilla y el lector se pone a su favor. Es malo, sigue siendo el malo, pero ahora lo comprendemos, algo que en El señor llega nos habría parecido inconcebible. No es lo mismo el señorito de Los santos inocentes que el jefe de Los Soprano, no sé si me explico. 
La última mujer que Torrente le pone en bandeja a Cayetano es, precisamente, la mujer de don Baldomero, en una escena sangrante, muy Calle mayor, en la que, por primera vez, Cayetano encuentra su límite. A partir de ahí es otro personaje. Los demás protagonistas crecen en simpatía, pero este se la tiene que ir ganando, y eso es lo que lo convierte en un buen personaje. Al ritmo sátiro que llevaba en la anterior entrega, no habría tardado mucho en ser un fantoche, que es una forma de adornar a los personajes planos. No es el caso, desde luego.
Los otros hombres son, cada cual a su modo, francamente despreciables. El padre Ossorio sale corriendo, pero su actitud con Inés Aldán, la mística que iba para monja, hace que pierda la dignidad. Uno puede librarse del pasado de un modo menos cobarde. Y a Juan Aldán, que huye con su hermana, le pasa lo mismo, aumentado quizá, porque en el primer libro era un vago idealista y en este segundo, además, rezuma cobardía. Es el único fallo que le encuentro a esta novela, que los dos estén cortados por el mismo patrón, que sean una idea sobre la hipocresía o sobre el anarquismo de boquilla, y que la idea sepulte a los personajes en una bajeza incomprensible. El padre Ossorio se salva cuando se corta el pelo. Ha decidido ser otro, y lo primero que hace para conseguirlo es buscar trabajo. Pero Juan es un parásito, un cantamañanas cuya estupidez amenaza con contagiar a los personajes que incomprensiblemente lo siguen queriendo. Creo que ahí se le va a Torrente la mano, o la idea, no sé, porque sus críticas son tan claras como matizadas. En la novela se habla con simpatía de que mejoren las condiciones laborales y la consideración de los trabajadores, pero con saña contra los iluminados del paraíso fraterno; y se habla con unción de la iglesia esencial, primitiva, desnuda, mística y misericordiosa, pero con manchurrones negros de la iglesia decorativa, hipócrita y clasista, de las damas de los primeros bancos y los señorones que pasean por la iglesia sin apagar el puro. 
En todo caso, no dejan de ser dos personajes secundarios que quizá se rediman (como personajes, no como personas) en la última novela de la trilogía. Su presencia es breve porque siempre huyen, de modo que por lo menos no se hacen cargantes. Las que están al pie del cañón son ellas, las mujeres, doña Mariana, Clara Aldán, Inés Aldán y Rosario la Galana, magníficas las cuatro, quizá con un rasgo en común: la perseverancia y, salvo, y no demasiado, en el caso de Inés Aldán, el sentido de la realidad. 
Clara es la estrella. No deja de crecer, es “limpia y noble”, como le dice el zanguango de Carlos Deza, que no sabe lo que se está perdiendo, por más que lo tenga en sus narices. Clara es solo hermanastra de Inés y Juan. Ellos han salido espirituales, la una, fría y egoísta, de las homilías en las criptas, y el otro, ardiente y flojo, del mundo feliz. Clara no es idealista, o sí, pero con un sentido más terrenal de las ideas: casarse, poner una mercería. Si no ser feliz, al menos no pasar calamidades. Clara es una de esas mujeres que no encuentran hombre digno de ellas, pero no porque sean muy selectivas sino porque los asustan. Demasiado mujer, piensan los hombres, siempre acobardados, siempre regidos por el miedo a no ser lo que se espera que sean. Clara procede de familia con pujos venida a menos, los Churruchaos, pero se lleva bien con las aldeanas, es una más entre ellas, y cuando piensa en su futuro no sueña con escapar dentro de novelas sino con poner su tiendecita. Y cuando Carlos, apoyado en su columna griega, parece no tener prisa en ejecutar las fantasías, Clara se lo deja bien claro. 
De doña Mariana, su larga muerte, su último episodio heroico, firme ante las olas, henchida de dignidad y de pulmonía, es un episodio especialmente hermoso. Me suelen dar igual a mí las biografías, pero creo que esta novela se escribió nada más perder Torrente a su esposa y a su padre, cuando el dolor cuajaba. Se nota en la sencillez, la honestidad y el rigor con que pinta esos últimos momentos, la emoción que solo puede surgir del máximo respeto, sin un adjetivo de más. Doña Mariana da su vida por los pescadores, pero parece que lo haga por afecto sino por un sentido de la dignidad que se oscurece de soberbia, el mismo por el que Cayetano, en esa misma escena, saca el remolcador del astillero y dirige personalmente el rescate. Queda en ella como un canto al antiguo carlismo paternalista, el cacique protector del gran Pereda, pero pasado por el atractivo de una mujer libre y descreída, al frente de los intereses de la familia, cuyos únicos vástagos ya son una muchacha que aún no ha aparecido, Germaine, y Carlos Deza, que se deja querer. 
Y queda Rosario, la Galana, el broche final, el más jugoso. En esta novela sin final definitivo, en esta chuleta del medio, el último bocado es exquisito. Ya lo dijo Clara Aldán. Esa Galana es una lagarta. Pues viva las lagartas, porque con unas cuantas de esas hacían la revolución. Clara Aldán, ay, tiene al final un pequeño defecto, que no sabe no ser noble. A Rosario la Galana le han dado demasiados palos como para no saber cuándo hay que cobrarse el sacrificio, y a qué precio. En el último tomo me la veo de guerrillera.  

Gonzalo Torrente Ballester, Donde da la vuelta el aire, Alianza, 1982 (1961), 491 p.


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