El 16 de mayo de 1977, lunes, me levanté a las cinco de la mañana para ver en la televisión el combate entre Mohamed Alí y Alfredo Evangelista. Aguanté sin cerrar los ojos los quince asaltos de blanco y negro nebuloso, y cuando terminó aún pude acostarme un rato antes de ir al colegio. Supongo que ahora hay chicos de sexto de Primaria o de primero de la ESO que a las cinco de la mañana están viendo vídeos violentos. Pero me temo que no es lo mismo.
En los años 70 el boxeo tenía en España más seguidores que cualquier otro deporte con la excepción del fútbol y el ciclismo. Raro era el niño al que no le regalaban para Reyes un par de guantes de boxeo. Pero en ningún caso era para pegarse. No tenía nada que ver. Llevaba su liturgia y los púgiles bailoteábamos y nos poníamos en los dientes una peladura de naranja. Pegarse era otra cosa. Pegarse era sin guantes; algo, por lo que yo veo, bastante más infrecuente que ahora. El AS color traía la biografía de Paulino Uzcudun y fotografías espectaculares de José Manuel Ibar, Urtain, pero también de José Durán, Pepe Legrá, Pedro Carrasco, Gómez Fouz, Perico Fernández.
En España teníamos finos estilistas en los pesos ligeros, pero a medida que los boxeadores ganaban peso tendían a convertirse duros fajadores. Urtáin y, luego, Perico Fernández, fueron claros ejemplos de que aquel desprecio por la técnica tenía los días contados. Cooper, un boxeador que volvía ya a cocheras, le pegó a Urtáin un palizón de abrigo. Cuando el juez vio la cara que llevaba el morrosko, que ríete del ecce homo, dio el combate por concluido. A Fernandez le pasó algo parecido con el chino aquel, o tailandés o lo que fuese, Mansurín, que le dio un repaso formidable. He oído a aficionados ingleses decir que Urtáin tenía el cuerpo de Rocky Marciano, y que si hubiera tenido un buen entrenador habría sido un buen púgil. Pero aquella España lo basaba todo en la testoignorancia. Los entendidos decían boseo, sin equis, y llevaban patillas de hacha. Luego venía un cubano como Legrá y les enseñaba a boxear.
O un uruguayo como Alfredo Evangelista, un chaval de veinte años que dejó a Urtain para el arrastre. En el quinto asalto ya tiraron la toalla. De pronto todo el mundo comprendía la razón. “Es que nunca ha sabido boxear”, decía el entendido de la tienda de ultramarinos. De pronto comprendíamos que la maña era más importante que la fuerza. A Urtain lo habían sacado directamente de la aldea, donde se entretenía levantando piedras, y periodistas sin escrúpulos lo habían convertido en el espectáculo de la fuerza bruta. El joven Alfredo Evangelista llevaba el pelo que le tapaba las orejas y había aprendido a boxear en gimnasios de verdad. Fue el año en que murió Franco.
Y solo dos años después ya lo estaba retando El Más Grande, Cassius Clay, como aún se le llamaba entonces en España, cuando en su país ya se había cambiado el nombre y no hacía falta más que leer el espaldar del batín para darse cuenta. De pronto Alfredo Evangelista, uruguayo nacionalizado, trazaba un punto de contacto entre el deporte de pedregal que se practicaba en España y los grandes colosos internacionales. Cuando hablamos de lo que significó, años después, que Fernando Martín jugara en la NBA o que Pedro Delgado ganara un Tour, no podemos hacernos idea de la distancia sideral que había entre Urtain y Mohamed Alí, parecida a la que había entre la España tardofranquista y los países más avanzados.
Esa brecha la suturó Alfredo Evangelista durante poco más de una hora. Tenía 21 años. Era grande, inexperto, pero sabía pelear. También es verdad que Alí estaba en la recta final. Al año siguiente, después de los dos combates con Leon Spinks, anunciaría su retirada. Había perdido reflejos, hablaba más lento. Los combates con Norton, Foreman y Frazier, quizá las páginas más memorables de la historia del boxeo, le habían hecho mella. Eligió a Evangelista porque era el último de la lista de posibles contrincantes, el décimo del mundo. Para los muchachos que nos levantábamos a las cinco de la mañana, Cassius Clay era Cassius Clay, como si se enfrentase a un monumento, y Evangelista peleó con extraordinaria dignidad, encajó los picotazos que le mandaba la abeja reina y en el asalto 12, según él mismo dice, pudo haberlo noqueado. Solo esa pelea le arregló la carrera, porque Evangelista ya no fue un juguete roto, por más que a los 21 años seas el centro del mundo una noche frente a una leyenda del siglo XX. En eso también empezábamos a cambiar.
Para nosotros, niños de provincias que sabíamos de esto porque los martes salía el AS color, y por el entendido de la tienda de ultramarinos, Mohamed Alí (sonaba un poco pedante llamarlo así) no era un ser de otro país sino de otro planeta. Los boxeadores eran tipos rudos con ojos tristes y nariz de Popeye. Eran personajes de puerto pesquero. No era raro ver a gente sin tabique nasal que probó suerte cuando era joven. Incluso Foreman o Frazier (por quien yo más simpatía tuve), tenían aspecto de individuos peligrosos, cómics de carne y hueso, si bien Ken Norton era un superatleta y tenía cara de cantante soul. Pero Alí no parecía un boxeador. No lo llevaba escrito en la cara, y esa creo que fue una condición esencial para que fuese un mito. Era un ser llegado al boxeo desde otro mundo que nada tiene que ver con el boxeo. Él solía decir que, además del mejor, era el más guapo, y después de leer el artículo de ayer de John Carlin estoy por pensar que también lo decía con segundas. Luego hemos sabido de su posición ante la guerra del Vietnam y todo lo demás, su significado en la historia de la segregación racial y en la cultura popular norteamericana, y ahora se nos recuerda la foto del KO fantasma contra Sonny Liston, y el presidente Obama glosando el valor de levantarse y pelear.
Pero entonces era una estrella que había convertido el boxeo en un espectáculo de cine, y al paradigma del perdedor en una voz influyente. Entre los más altos, más guapos, más ricos y más valientes había un ciudadano negro, y aquí buscábamos exclusivas de aldea, monstruos de feria. Era la primera vez en la historia de España, y la última, en que todas las mujeres coincidían en que un boxeador era un hombre muy atractivo. Resulta que la fuerza, la inteligencia y la hermosura no estaban reñidas. La bella y la bestia eran la misma persona.
Casi consigues que sienta nostalgia de esa época que viví con parecida intensidad a la tuya. Hoy me siento distante y ajeno al mundo pugilístico. Quizás porque no hay protagonistas de la entidad de aquello que rememoras...
ResponderEliminarUn abrazo
Me gusta este escrito yo me aficioné al boxeo gracias a José Legrá cuando lo vi en 1963 en el Circo Privé de Barcelona, y mi abuelo me dijo " ESTE CUBANO SE PARECE A CASSIUS CLAY Y CUÁNDO SE NACIONALIZE ESPAÑOL PRIMERO SERÁ CAMPEÓN DE EUROPA Y LUEGO SERÁ CAMPEÓN DEL MUNDO " y mi abuelo acertó.
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