27.12.16

Los labios del maestro




El maestro está en su estudio, redactando un documento. Es un hombre relativamente joven. La imagen es de piedra pero sabemos que no peina canas y la barba recortada todavía tiene que tupirse con la edad. Nada que ver con las barbas mosaicas de los profetas, que con el efecto de la erosión parecen culebras trenzadas o rastas medievales. La calva es incipiente todavía, con unas señoras entradas, y en el centro le crecen unos mechones de pelo lacio, como peinado en un caracolillo hacia delante. Yo no le echo más de treinta y pocos años, la edad de Jesucristo, lo suficiente para haber conquistado el dominio de uno mismo sin menoscabo de la tersura de la piel.
Los ojos del maestro Mateo están entrecerrados, por una rendija inferior ven la línea que en ese momento escribe. Los párpados casi cerrados son más resistentes a la erosión (en las otras figuras la lluvia se ha comido las pupilas y los profetas parecen ciegos), conservan mejor la naturaleza del momento. Este gesto de los ojos, casi cerrados, concentrados en lo que se tiene entre las manos, tan habitual en nuestra época, no da sin embargo sensación de estar enjugazado con un crucigrama de los de entonces sino redactando un documento que requiere la misma atención y parecida minuciosidad que las bellísimas esculturas de piedra que lima cuando está metido en su taller.
El maestro está a lo suyo, y ello está perfectamente expresado en los labios de Mateo, que, para más inri, no son naturales. Son como una llave horizontal, esas llaves que cuando tomábamos apuntes en la escuela nos esforzábamos en dibujar de un solo trazo, sin titubeos, de modo que la parte de arriba fuera estrictamente simétrica a la de abajo. En aquel dibujo abstracto tan sencillo estaba también descrita la pulcritud, la voluntad de perfección, la naturalidad, la costumbre, el oficio, el entretenimiento, la tranquilidad y la fruición. Era como el trazo suficiente que aspiran a conseguir los monjes japoneses a lo largo de una vida ascetismo. Pero aquí, en esta escultura de piedra de finales del siglo XII sobre la que han caído ochocientos años con sus lluvias (en Santiago de Compostela) todo es intensamente real, el maestro está ahí sentado, laborando, y con él todos los maestros en mitad de la jornada, sin que nadie los mire ni los distraiga, con los labios levemente fruncidos, como silbando un hilillo de aire, demasiado fino como para que se pueda oír. 
El Romanticismo nos acostumbró a un tipo de artista que grita cuando pare, como las madres. En el siglo XX, que es un siglo muy romántico, el artista que no va despeinado y tiene rictus de angustia y mirada de loco no tiene demasiada fiabilidad. Es la creación como trance, como éxtasis iluminativo, algo que, para un maestro, solo es, en todo caso, la primera parte del proceso creativo, eso que algunos llaman inspiración. Pero luego hay que arremangarse y guardar la botella en el armario. Luego hay que trabajar. Uno no trabaja cayéndose permanentemente de un caballo, porque antes del primer día se habría quedado ciego. Trabajar una idea (una inspiración) es un acto consciente que se hace mejor sin vivir al límite, levantándose a la misma hora todas las mañanas, repujando la obra, librándose de cualquier prejuicio y de cualquier ilusión para juzgar sus méritos, detectar sus desperfectos y pulir los más mínimos detalles. El maestro Mateo está puliendo eternamente algún detalle, repasando una cuenta, calculando una estructura. Nada perturba su concentración ni su percepción. Ha sabido abstraerse de las circunstancias más allá de su banco de trabajo. Al menos mientras escribe, igual que cuando cincela, ni la alegría ni la tristeza vienen a perturbar su placer. Su calma es exigencia de su responsabilidad. Está tan entretenido porque se toma las cosas en serio.
El maestro Mateo sujeta el rollo de papel con los dedos de la mano izquierda, esa presión mínima pero suficiente que ejercemos con las yemas de los dedos sobre el papel sin que se arrugue ni le salgan bochas. El brazo derecho, el que escribe, está pegado al cuerpo, pero no por aprovechar la piedra ni guardar la rectitud de la pieza entera sino para sujetar mejor el pulso pegando el antebrazo a los ijares, lo que hacen para enhebrar una aguja los que tienen la vista cansada. El pulso en la piedra. Y la quietud, porque el maestro sujeta el recado de escribir sobre las piernas, ligeramente abiertas, pero firmes, como indica que tenga los pies juntos, calzados con unas babuchas de punta de andar por casa. La inspiración lleva zapatos de tacón, pero el trabajo zapatillas de felpa. Esos pies están, además, sujetando el faldón del sayo, de modo que sobre los muslos y en las rodillas no tenga dobleces que desequilibren el cajón de madera sobre el que escribe con caligrafía medieval y un cálamo mojado en tinta negra, seguramente una mezcla de clara de huevo y hollín. Las rodillas, al separarse, tiran del sayo. En la parte de arriba de la bata, el delantero izquierdo, el tejido saca las leves arrugas de su propia caída, pero en el delantero derecho, puesto que tiene el brazo pegado al cuerpo, las arrugas son más tensas y marcadas, sobre todo las de la manga, que le tenía que tirar un poco.
El maestro Mateo pudo muy bien ser, tan joven, el jefe de obras que remató la catedral de Santiago de Compostela, amén de miembro del equipo que esculpió las figuras del Pórtico de la Gloria, una de las cuales es este maravilloso retrato. Formaba parte de la puerta exterior del templo, que, según dicen los programas de mano, en 1520 el cabildo hizo cerrar, “para evitar los desórdenes que se producían en el interior del templo”, de modo que algunas esculturas de la fachada fueron retiradas y acabaron cerradas en un cuarto, decorando una capilla o como material de relleno para nuevas construcciones. Esculturas como la del maestro Mateo han yacido cubiertas de telarañas o de cascotes, han pasado de la intemperie a la oscuridad, de la humedad del viento fresco a la del aire viciado. Las piezas, después de la restauración, están como en carne viva, con diminutos cristales desperdigados que brillan como en un cielo de granito. Pese a todo, la perfección naturalista de la pieza es deslumbrante, o más bien de lo que, en el siglo XII, podríamos llamar sin pedantería naturalismo abstracto, es decir, el final de un largo camino para representar la esencia de la realidad.

Maestro Mateo en el Museo del Prado, del 29-11-2016 al 26-3-2017

1 comentario:

  1. Ejemplo perfecto del término arte en su sentido original latino (ars) o griego (tékne), como sabes mejor que yo. Un maestro practica un arte u oficio, domina una industria o artificio, posee una determinada habilidad técnica. Admirable la escultura y el comentario.

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