Imitar no es lo mismo que emular. Si se hubiera tratado de imitar a Shakespeare, a McEwan le habría bastado con el esquemático argumento: una mujer embarazada se lía con su cuñado y ambos planean asesinar al marido (y hermano). Ahí se quedaría un simple homenaje, que es la coartada de los copiones, porque Hamlet quiere vengar la muerte de su padre fantasmal y todo eso. Veríamos las coincidencias (Gertrudis/Trudy; Claudio/Claude, etc.), alabaríamos los detalles que despistan convenientemente al lector para que el más lógico final parezca sorprendente y bien traído, o incluso ponderaríamos la elegancia de las pruebas definitivas (ese nido de arañas en el dedo de un guante). Claro que, si solo la juzgásemos como una novela de intriga, nos sobrarían los excursos del narrador, y echaríamos de menos que todo fuera chicha y cuerpo presente. La novela quedaría en una trama hábilmente urdida, algo enteca pero interesante. La pondríamos en la estantería de novelas de crímenes con mensaje, junto a los beneméritos carvalhos, o con humor negro. Los adúlteros de McEwan son una mujer un tanto chav y su cuñado imbécil, gente estragada por el alcohol, la avaricia y el sexo, y el muerto, el Rey, John Carincross (John Túmulo), un pobre poeta del que ya no se espera casi nada, tan solo que se muera y le deje una casa en ruinas, pero muy cara, a su desalmada esposa.
Hasta ahí la imitación. Pero la emulación es otra cosa. En la emulación las coincidencias no son más que un punto de partida. Luego viene el tratamiento. Virgilio emuló a Homero porque contó lo mismo que él pero llevó lo narrado hasta su misma altura poética, si no más lejos. Y ahí es donde McEwan escoge sus herramientas, toma sus decisiones y asume sus riesgos.
El primero es el punto de vista. Como “el realismo no es un factor restrictivo”, todo lo cuenta el feto, metido en su cáscara de nuez (la catedral gótica de un microorganismo, el mundo entero allí metido) a través de su madre, de lo que dice, de lo que siente, de lo que piensa, y sobre todo de lo mucho que bebe, en su estado. “Soy un órgano de su cuerpo no desconectado de sus pensamientos”. Una madre despreciable, con esa serenidad en la mirada de quien ya ha pasado todos los límites de lo inmoral y se encuentra cómodamente instalada en la decisión de matar al padre y de no preocuparse del hijo. El feto escucha los podcasts con que su madre ha sustituido a la lectura, imagina lo que tiene cerca, siente la sal de los arenques y el alcohol de la ginebra, escucha la visita de su futuro tío. Es un ser todavía ciego, pero no tanto como para no entender el mundo (“para distraerme envío mis pensamientos a espiarles”); porque, junto a la mala sangre etílica de su madre, al feto le llega, infundido por su padre, todo un tratado de escansión poética, y un modo de hablar que es para mí la gran herramienta de esta novela, la verdadera emulación del gigantesco Shakespeare: la voz del feto.
Shakespeare es, más que un poeta, un creador de poetas, como luego lo sería Keats. Más que al Hamlet voluntariamente atontado, concernido a desgana, este feto me recuerda al Mercuccio de Romeo y Julieta, esa explosión de poesía brillante y nebulosa de la reina Mab, una altura de vigor, imaginación y gracia, como son, en general, los solos de Shakespeare, pero bendecida por una inocencia primaria en el carácter musical de la poesía. Como Mercuccio, el padre del feto, John, es un poeta demasiado puro para los colmillos de este mundo, su verbo flota y asciende como una pompa de jabón irisada que al llegar más alto explota y se disuelve entre la brisa. Lo lleva con resignación, porque sabe, con Shakespeare, que la poesía “si no brota al instante es que no va a brotar”, porque “en la facilidad hay una gracia especial”. Salvo cuando, como toca, se le aparezca al feto el cadáver del poeta, el padre es una especie en extinción, un poeta cuya pompa ya ha ascendido demasiado, y quizá por eso, antes de pasar a mejor vida, saca sus más hermosas irisaciones, en fragmentos que de no ser tan brillantes, tan poéticos, nos parecerían prolijos, como prolija y estructuralmente poco pertinente es la canción de la reina Mab. Eso sí: a ver quién la quita, si es lo que al final más vamos a recordar.
De modo que el cacareado tour de force de las solapas no consiste en que el narrador sea el nonato, ni siquiera en limitarse al mundo de conjeturas rosa claro que se intuye desde dentro de la placenta, sino el hecho de recoger el guante de Shakespeare, no escudarse en la parodia ni en el humor para no exprimir la propia capacidad de imaginería verbal, espléndida con frecuencia, en los descansos de una historieta desconsoladora y divertida, lo primero porque los personajes son dos entes putrefactos nada insólitos, y lo segundo porque, marca de la casa, la prosa, aun tan barroca en ocasiones, aun tan poderosamente poética, o quizá por ello, corre como la seda. La emulación consistía en desafiar en duelo de espadas refulgentes a Mercuccio, y no hacer el ridículo. Lo demás es ingeniería, pero las metáforas proceden de un caldo amniótico del que somos solo en parte responsables. La crueldad desaprensiva de la madre y la delicadeza inane del padre se han concentrado en un feto al que no le hace falta pensar que es un feto para funcionar muy bien como narrador, que nada entre el sarcasmo y el fulgor, entre la curiosidad y el miedo, mecido por los lingotazos de su madre, acunado por el cadáver de su padre. Si había que emular a Shakespeare, el humor negro también debía ser de primera calidad, porque al final es el sitio donde quedarán las huellas.
Ian McEwan, Cáscara de nuez, Anagrama, 2017, 217 pp.
Solo he leído EXPIACIÓN de este autor, pero me animas a reencontrarme con él. Tus propuestas, admirado Antonio, nunca caen en "saco roto"...
ResponderEliminarUn abrazo
Comprado está esta mañana de viernes en la FNAC. En cuanto he acabado de leer tu entrada he salido disparado a por un ejemplar... abandono temporalmente el impresionante Melmoth el errabundo...
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