9.5.17

Slow South



El otro día pincharon en Radio 3 una pieza de slow core (también llamado sad core) que en un principio me había parecido el Ten cuidado con el hacha, Eugenio, uno de los temas de Pink Floyd que con más placer escuchaba yo en la adolescencia. No me quedé con el nombre de la banda, pero al llegar a casa y hurgar un poco enseguida me apareció un disco de Cat Power, You are free, y tuve la sensación de haber escogido la música perfecta para leer Reloj sin manecillas. Era esa misma desolación sin aspavientos, la misma ingenuidad malherida, frágil y oscura. Solo al terminar la novela me he enterado de que las dos, Cat Power y Carson McCullers, son del estado norteamericano de Georgia. 
Reloj sin manecillas es de 1961 y es su última novela. McCullers tenía 44 y le quedaban de vida poco más de cinco años. Habría que mirarlo, pero estremece pensar que escribiera, con esa, digamos, ternura desahuciada, un libro enteramente dedicado a la muerte, al acontecimiento de estar muriéndose. De hecho, uno de los aspectos más discutibles de la novela es el papel de Malone, la narración de su último año de vida, desde que le diagnostican leucemia (exceso de glóbulos blancos) hasta que muere atendido por su esposa. Recordaba un poco al Stoner de John Williams, con pecado incluido, pero el desvalimiento de este personaje es el del protagonista de El corazón es un cazador solitario, que ya vitoreamos aquí. En este caso es el drama de la cuenta atrás para quien es muy poca cosa, tan poca cosa que ni siquiera participa de los delirios sudistas que emponzoñan las otras vidas, las de los que no mueren, al menos de muerte natural. Por eso Malone circula un poco por fuera de la historia, como un añadido triste que toca la matraca. 
Más encarnadura de protagonista tienen el viejo juez Clane, muy Faulkner, que todavía sueña con que les devuelvan el dinero de la Guerra de Secesión ochenta y tantos años después, racista convencido y al cargo de un nieto por quien siente toda la pena que le provocó el suicidio de su propio hijo. O ese mismo nieto, Jasper, otra generación de blancos que ya no cree en la segregación racial, pero a quien los efectos de esa misma segregación impiden cruzar la barrera que le separa de su amigo negro. O incluso, sobre todo, Sherman, el Rasputín de la novela, algo así como un Smerdiakov, el epiléptico de Los hermanos Karamazov, en versión sureña. Los tres conviven entre güisquis y calores, ese aspecto aplastado de los personajes del Sur, siempre con el traje de lino arrugado y el sudor saliéndoseles por el cuello de la camisa. Los tres están tatuados por el conflicto racial, tan visceral y tan profundo que ni siquiera es permeable a la buena voluntad. Sherman está tan justificadamente resentido que no puede aceptar el afecto de Jasper. El viejo Clane consuma su vejez tan empotrado en un pasado idílico de campos blancos de algodón llenos de esclavos que no es capaz de reconocer su afecto un tanto irracional, teñido de viejas culpas, por el negro Sherman, que lo torea como le da la gana. Y Jasper no puede ni dejar de odiar a su abuelo ni dejar de amar a Sherman. Entre ellos, por fuera de sus dramas, paseando su desdicha por la acera, vemos, cada vez más flaco, al pobre Malone.
Son relaciones, como siempre en McCullers, un poco raras, pero eficaces para desnudar la raíz del odio. El juez se escandaliza imaginando una escuela con blancos y negros mezclados, añora los viejos tiempos del KKK y no le parece mal que “doce hombres justos” condenen a muerte de vez en cuando a algún negro inocente. Por eso es raro el sometimiento del juez a su criado Sherman, que por otra parte es un negro de vasta cultura. Pero también es rara la atracción que Jasper siente hacia Sherman, más bien su exagerada transigencia, despiadado con el abuelo, partidario del fin de la segregación, aviador como un personaje William Faulkner, desde donde ve el mundo más ordenado y entiende que la justicia está por encima de las buenas razones. Y raro es, en fin, Sherman, a veces un mentiroso de cuento, a veces un pobre cantamañanas, a veces un héroe atormentado. Es como el enano aquel de la Balada del café triste, una especie de gnomo desesperado.
Este mundo atractivo y extraño campea en la primera parte de la novela y recuerda el tono de El corazón…, pero pronto McCullers empieza a trazar las líneas de un final redondo, y había soltado tantos cabos no narrativos, tantos matices, tantos mundos íntimos en los que bucear, que el poderoso final nos parece más un ejemplo de destreza, pero las escenas llenas de miradas que nos interesaban tanto han dejado paso a la irrefrenable acción dramática. En esas últimas cien páginas están los veinte años que mediaron entre una y otra novela. En aquella latía detrás de los dramas cierta esperanza. En esta es posible que lo único no desolador sea el final del muchacho blanco, su persistencia en no arrastrar las heridas de los otros, y los últimos momentos de Malone, cuando, con esa naturalidad desangelada que McCullers siempre borda, da la impresión de que al final las piezas se ponen en su sitio y uno se va al otro barrio medio contento.
En todo caso, y aparte de una novela diestramente construida, lo que nos queda de McCullers es ese lamento cansado, el susurro de quien vaga solo en la canícula, harto de vísceras recalentadas, pero también desdeñoso con aquello que le duele. Los grandes escritores del sur nos miran con los ojos inyectados y la media sonrisa burlona de quien ya está acostumbrado a pasear por el infierno, que lo lleva dentro, en la sangre, en la historia y en el alcohol. Y los músicos, por lo visto, también.

Carson McCullers, Reloj sin manecillas, Alianza, 2017, 297 pp.

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