21.3.20

Clásicos en el supermercado


Dice el editor de Pàmies que en materia de novela histórica los romanos se llevan la palma y solo hacen sitio, poco sitio, a los guerreros medievales. Pàmies vende en aeropuertos, y solo de ver sus portadas uno se hace cargo de que sus lectores babean con Sparrow, que tiene fama de ser el más sangriento de los pulp-historical-fiction, y de que una novela como El hijo de César (en el original, Augustus) aburrirá un poco a los consumidores de batallas. Pero es de agradecer que una editorial popular se haya adelantado a los sellos vip publicando a Williams, y eso que han tenido tiempo: Stoner fue un bombazo, y Butcher’s Crossing, una sorpresa que para sí hubieran querido los editores de Valdemar en su serie Frontera. Y la que faltaba, Augustus, no la ha publicado Alfaguara, que en su día publicó Memorias de Adriano, ni Alianza, que sacó Los idus de marzo, y eso que el original de Williams es de 1974. Tiempo, desde luego, han tenido.
¿Qué pasa con Williams? Es un clásico de la literatura norteamericana, a la altura de Doctorow (para mi gusto, mejor). Su lenguaje poético es menos retórico y más intenso que el de Yourcenar. En su país fue reconocido con las más altas distinciones literarias, y sin embargo en España sus obras, una obra maestra tras otra, se han refugiado en editoriales, digamos, minoritarias, o como mínimo ninguna de las que presumen de dictar el canon. ¿Cómo es posible que Edhasa, que publicó también a Yourcenar y el Tiberio de Allan Massie, no le echara el ojo a esta novela? Bien por Pàmies, por más que la traducción del título me parezca un intento de atraerla a un terreno más popular. Y mal, fatal, las editoriales serias, que ni en los setenta supieron ver a Williams ni ahora saben ver, sin ir más lejos, a Wendell Berry, escritores que persiguen esa transparencia poética de sus mejores clásicos, que jamás incurren en el tópico ni en la sobreactuación, y que escriben lentamente para lectores que no devoran los platos que se comen sino que los paladean con exigencia y placer.
Quienes hayan frecuentado La revolución romana, de Ronald Syme, un clásico de la historiografía del XX, seguro que alguna vez se han preguntado cómo se podría meter todo eso en una novela. Estoy por pensar que John Williams se hizo la misma pregunta, y que con esta novela lo hizo. Y lo hizo con criterios poéticos como los de su admirado Virgilio, seleccionando. Igual que Virgilio alteraba las proporciones de sus pocos elementos para que el conjunto fuese armónico, Williams destaca figuras como la de Julia, digna de Dido y de Safó, o perfuma el libro con un largo y hermoso parlamento de Horacio, o narra una conjura con precisión salustiana.
Y ello lo hace con un método que también es muy romano, la miscelánea, cartas, memorias, edictos, recuerdos, como hiciera Thornton Wilder con el género epistolar para narrar la Roma que asesinó a Julio César. Lo que cuenta Williams viene después, abarca, con desproporciones virgilianas, la vida de Octavio Augusto, se adelanta para recordar y se retrasa para relatar, según vaya demandando el hilo cronológico, que a veces demanda saltárselo. El que menos habla, salvo al final, es el propio Octavio Augusto, porque el personaje se aviene a una visión caleidoscópica. Tenemos la perspectiva de sus amigos, el popular Agripa y el patricio Mecenas, en sendos recuerdos y epistolarios, estos dirigidos a Tito Livio mientras escribía lo que los demás hemos perdido de su extensa obra. Tenemos, cómo no, la perspectiva de sus enemigos, empezando por un Cicerón que, a pesar de que al final Augusto lo considere digno y valiente, Williams lo trata con indisimulada antipatía, casi en la región del personaje bufo. Marco Antonio es un poseído (por la ambición, por Cleopatra), y los enemigos miran siempre a Augusto desde una esquina, amusgando los ojos, tratando de prever sus movimientos, sin entenderlo jamás. Y tenemos, claro, el trágico punto de vista de Julia, su hija, enredada en la traición por el amor, abducida por los ritos del placer, un reflejo también, pienso yo, de los nuevos patrones narrativos femeninos de principios de los setenta. Es una mujer culta y sensible, audaz y testaruda, dócil y levantisca, criada entre sus obligaciones dinásticas reproductivas y una libertad sin miramientos. Uno tiende a ver, sí, un reflejo del mundo Hair en un majestuoso personaje histórico, pero sobre todo disfruta de la complicidad del autor con ella: la entiende y nos la hace entender, sus humillaciones obligatorias, sobre todo el casarse con un pájaro como Tiberio, un sujeto siniestro (versión Tácito y Suetonio) al que Augusto y Williams detestan por igual. Pero limpio de moral todo es más claro, y el personaje más intenso y profundo.
Y nos queda, al cabo, una imagen de héroe clásico, el Héctor de Homero, el Eneas de Virgilio, héroes por accidente, hombres que hubieran dedicado su vida a leer a sus amigos poetas, o a pasear por el campo, pero a quienes la historia encomendó una misión que ellos cargaron sobre sus hombros sin entusiasmo pero con un innegociable sentido de la obligación. Pocas veces uno ve al mismo tiempo al hombre que comprende y al héroe que actúa. Esa era la gran tarea de John Williams, y la cumplió con creces, supongo que con más entusiasmo que su héroe, a tenor de la tersa, poética, trabajada prosa de Williams, tan agradable de leer como difícil de componer. 
La editorial Pàmies contrató, además, una buena traducción de Christine Monteleone, atenta a la cadencia exquisita de la prosa. Lástima que la editorial se ahorrase una página y no incluyera un árbol genealógico para quienes no acostumbren a esos bailes de nombres y de parentescos. En cualquier caso disfrutarán de esa respetuosa mirada al pasado, sobre todo porque utiliza sus mismas armas, y mira con sus mismos ojos.

John Williams, El hijo de César, trad. Christine Monteleone, Pàmies, 2016(=2008), 318 p.

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