3.6.22

Banderines de Estocolmo


Llegué a Estocolmo con la idea de encontrar en algún museo las deliciosas figuritas de madera de Axel Petersson, cuya obra descubrí hace muchos años en un número de la revista FMR. Son piezas talladas a base de rudos navajazos y pintadas con tinta de escribir, de una expresividad y una viveza que me asombraron. En ellas no había huellas mínimas de gubia ni de lija de ningún grano, como si el artista tuviera bastante con un hachazo sin desbastar para que aflorase del tarugo el movimiento y el carácter del personaje. Muchas eran bromas con sus vecinos, que sin embargo abrían muy en serio su interior. También leí que el carácter sueco era un poco así, austero y socarrón, y muy habilidoso. Pero nada más llegar me cercioré de que, así como las pinturas de Carl Larssen, sus óleos sobre dibujo, con los contornos de los objetos marcados con tinta china, eran muy populares (no en vano es el inspirador de la estética de interiores claros y limpios que nos ha colonizado con Ikea), sin embargo Axel Petersson era mucho menos conocido. 
Su museo natal está a unos doscientos kilómetros al sur de Estocolmo, en un ámbito rural acostumbrado, en los tiempos de Petersson, al hambre y el trabajo duro. Quizás ese difícil pasado escandinavo tenga que ver con la exhibición de maestría con pocos y nada sofisticados elementos de Axel Petersson, que tardó en ser valorado y me temo que ahora ya no esté lo bastante reconocido. Ahora en Suecia ya no hay vacas flacas que esculpir, y eso que hace tres o cuatro años, en mitad de una sequía, sacrificaron buena parte de la cabaña por falta de pasto. Nada grave: en cien años, Suecia se ha convertido en una discreta y opulenta imagen del futuro deseable. Pagan muchos más impuestos que nosotros y a cambio tener hijos no es ningún quebranto y el sistema sanitario de calidad está garantizado. Lo que los socialistas de los 80 mitificaron con Olof Palme (al que sin embargo en Suecia muchos tenían por arrogante) es lo que ahora persiste con la misma inquietud que en todas partes: esa masa creciente de resentidos que destapa las vergüenzas racistas más escondidas. No llegan a extremos como el de Holanda, pero episodios como la integración de los refugiados sirios que acogieron Suecia y Alemania reavivó en sectores especialmente rancios un dragón vikingo que seguía dormido. 

De eso, en la calle, todo es perceptible pero nada flagrantemente visible. Una tarde, paseando por una céntrica avenida, vimos un río de gente detenida. Estaban rodando una película, un spot, lo que fuera, y los figurantes aguardaban en sitios muy concretos para a la voz de ya seguir paseando por la calle. Me impresionó la seriedad, la dignidad con la que estaban allí parados sin hacer nada. Ningún paseante estaba separado de otro por menos de cinco metros, a no ser que fueran en pareja, en cuyo caso tampoco se hablaban. Todo era limpio y ordenado, de gente que se transparenta. Solemos achacar al respeto o a la timidez el hecho de no mirar al otro, cuando quizá sea la simple inexistencia. Luego, ya sin cámaras ni claquetas, me senté a fumar un cigarro en un banco y a ver pasar a la gente, y me pareció que todos eran figurantes de la misma película que en cualquier momento se detendrían y minutos después seguirían su camino sin cambiar el semblante inexpresivo.

Me divierten estos exotismos. La gente caminaba muy recta con ropa deportiva hecha de materiales ecológicos inodoros. En medio se podía ver algún otro origen, sobre todo, me pareció, de descendientes de etíopes y eritreos que a principios de los 80 se refugiaron en Suecia huyendo de la guerra. Por lo demás, los suecos son obviamente altos, rubios y de ojos azules, a no ser que vengan del tenebroso norte, que entonces pueden ser morenos, pálidos y de ojos negros. Presumen de piernas largas, como pude comprobar en la señal de tráfico que avisa de obras, en la que un operario con ropa cómoda da paladas con tesón y sin esfuerzo. La belleza masculina tópica tiende a las mandíbulas angulosas y la frente recta, y la femenina a esa redondez algo pepona que en los años sesenta nos parecía señal de salud y bienestar. Las suecas del landismo no eran bellas sino lustrosas y bien alimentadas, y tenían las piernas largas. 

Esta coreografía socialdemócrata se mueve con patines y bicicletas entre barrios boscosos y especies sucesivas, pensadas para que en cada mes el paseante disfrute de flores diferentes, sobre todo lilos, que ahora estaban en su apogeo, pero también rododendros y rosales que aguardan respetuosamente su turno para florecer. En las islas residenciales hay junglas aseadas, robles añosos junto a castaños de indias o una especie de salix olivácea que yo diría que es como nuestra sarga. Y no es de extrañar porque luego, en los macetones de las terrazas que se asoman al estuario, hay hermosos olivos que en invierno ponen a cubierto. 

La organización vegetal de la ciudad abunda en paseos bajo los tilos, algunos de los cuales acuestan sus ramas muy japonesamente sobre la superficie del agua, que si fuera muy salina ya las habría desecado. Pero el mar en Estocolmo, las aguas del estuario, no huelen a salitre, unas por muy dulces y otras por poco saladas. No se oye graznar tampoco a las gaviotas sobre los mástiles de los veleros, que atracados junto a las aceras se mecen con meneo sobrio y controlado, en un río que, cuando mezcla sus aguas con el mar, «su orgullo pierde y su memoria esconde», como dice Góngora. Tampoco mucho: cada cosa en sus sitio, cada corriente fluvial y marina como cada línea de metro. El Báltico no es una mar salada sino un mar salobre, de mínima concentración de sal. Los norayes y los pantalanes lucen en perfecto estado de revista, como recién pintados, sin las cicatrices del salitre. En el muelle, allá donde mires, la panorámica no sabe de estridencias. Tan solo sobresale, picudo, algún chapitel que otro, pero los puentes no acaparan la perspectiva ni las velas tapan ni los cables se enmarañan ni los banderines ondean con violencia. Un solecillo pálido se posa sobre los remates dorados, no lo suficiente para que restallen, pero pronto el aire azulea y el cielo se encapota, y vuelve a llover. 

Y eso que mayo es en Suecia un mes poco lluvioso. En el Ayuntamiento había una cola de novios y novias haciéndose fotos y pelándose de frío ellas con sus espaldas al aire. Debía de ser ese día del año en que suele salir el sol, pero el cambio climático no respeta ni las bodas. Yo prefería ver el tiempo triste del que tanto se quejan, sobre todo noviembre, que debe de ser deprimente, hasta que llega la Navidad y con las luces de los balcones se ilumina un poco aquello. Tanto verde y tanta lluvia primaveral debería dar al conjunto un aire más romántico y desatado, pero la arquitectura protestante es como es: severa por fuera, rebutida por dentro. La fachada lisa y lasa se interrumpe con altos ventanales sin alféizares (no sea que un carámbano apuntille a un ciudadano), claramente separados, como guardias tiesos que no se hablan entre ellos. En las casas más antiguas, quedan al aire unas curiosas piezas de hierro que no sé si son para sujetar las vigas por dentro o las lámparas por fuera, pero en todo caso inspiran solidez y poca broma. 

Esta rigidez tan medida, todo mucho más alto que ancho, es emblema de la rectitud luterana, pero contrasta estrepitosamente con unos gustos decorativos que a mi juicio no dan tan buen resultado como en los bosques. Un buen ejemplo es el Ayuntamiento, el edificio donde se celebra la cena de gala de los premios Nobel. La sala principal está forrada con un mosaico de teselas doradas e imágenes de rasgos gruesos, entre etruscos y eslavos, con una imaginería casi kitsh y hasta una versión románico bizantina de Pippi Calzaslargas. El edificio entero es un canto al eclecticismo de catálogo: columnas italianas, ventanales germánicos, más un artesonado de aparatoso maderamen con frescos que durante mucho tiempo estuvieron ocultos, hasta que se dieron cuenta de que era lo que más valor tenía. Esta manía de recrear una supuesta imaginería tradicional, de apañar collages identitarios, flirtea con el mal gusto y si no termina de estar mal es porque la alergia al desparrame se lo impide. Imagino que los interiores de las casas se parecerán más a un cuadro de Carl Larssen que a estos injertos estéticos de resultados casi ridículos, como esa costumbre de pintar a los vikingos como energúmenos. En las fuentes y en las columnas siempre hay esculpido un tipo con cara de bárbaro. Teniendo en cuenta que es una versión retroprotestante de un pueblo de hace mil años, las imágenes tienen su gracia. 

Hay mucha escultura pública en Estcolmo, y no toda es tan aguerrida. Abunda, por ejemplo, un tipo de estatua romántica, estilizada, de efebos y doncellas, de una languidez severa, de una desnudez abotonada, o bien ejemplos de laocontismo musculoso y retorcido, cuando no un barroquismo espinoso como el de la estatua de San Jorge matando al dragón, de hierro escamoso recargadísimo, nada que ver con esas ninfas de bronce verdoso que miran lo que les cae del cielo. El San Jorge me dejó estupefacto, el dragón se confundía con los guilindujes del caballo y con la armadura de un joven imberbe, espada en alto, a punto de asestar un sartenazo al dragón, más que de clavársela. Lo comparas con el gracioso San Giorgio que se venera en Sicilia, con un caballo de tiovivo y un soldado con faldita y manga corta, pintado de colorines, y te das cuenta de que eso de las idiosincrasias debe de llevar algo de razón. Pero en este caso el San Jorge sueco contrasta con la imagen de limpidez minimalista que transmiten los suecos. Llevan impermeables verdes sin arrugas, amueblan espacios sin humo, se deslizan por el carril bici. En las tiendas y en los anuncios triunfa, como en Berlín, el verde celadón, un óxido de cromo rebajado que definitivamente es el color del año, un verde sostenible, para pintar vallas de separación y relajar las salas de espera, de naturaleza no selvática, al contrario, extremadamente civilizada, que llevan los jóvenes en sus bicicletas y los viejos en sus andadores de última generación.

Desde luego que vimos modernos edificios cinéticos como el de la Estación Central, vanguardista pero no despampanante, eficiente, domótico, aseado, pero el encanto de Estocolmo, orillas adentro, se remite al centro histórico (no más allá del XVIII), con sinuosas callejuelas empedradas de granito rojo y callejones unipersonales que separan las manzanas y conducen a los patios privados. Está, como no podía ser de otra manera, atestado de tiendas de souvenirs, lo que también tiene su interés antropológico. Amante como soy de los caballos de labor, me llamó la atención que sea el caballo de Dalecarlia la figura más representariva de la ciudad, lo que sería un toro en Sevilla, un caballo con aspecto de juguete de cero a tres años, decorado como un jersey nórdico que en su más humilde versión valía un ojo de la cara. Las múltiples versiones del caballo convivían con el santoral vikingo y de Iron Maden. Entre los turistas (jubilados altos o gordos) se veían cuadrillas de moteros ya tarretes, algunos septuagenarios con una calavera medio derretida en el antebrazo. En una esquina de la plaza de las casas de colores, un animador explicaba a niños de lo menos once añazos la historia de la ciudad como si fueran criaturas sin destetar. La prolongación de la vida lo es también de la infancia y de la juventud, y en ese sentido los suecos están muy orgullosos de sus dos grandes iconos pop: Pippi, la primera chica interesante que vimos por la tele, y ABBA, más para juventudes con plataforma. Ambos tienen su museo y su área recreativa, junto a un parque de atracciones que desde ciertos lugares forma el sky line de la ciudad. Lamentablemente, la pachanga sofisticada sigue oyéndose por karaokes y gasolineras de toda Europa, pero aquella muchacha libérrima me temo que ya no cuadra con nuestra cultura medrosa y profiláctica, al tiempo que mucho más turbia. Veía corretear a los Tommys y las Anikas de hoy, con padres jóvenes de pelo largo, y me acordaba de aquel vértigo gustoso de ver a Inger Nilsson, independiente y sin prejuicios ni sensaciones de culpa. 

Estocolmo no huele a mar pero el plato nacional es el arenque ahumado, la caballa y el salmón, encurtidos y salseados de todas las formas posibles, porque sobre la base recia se ha posado un surtido globalizador que incluye aceites esenciales y sojas depuradas, y que suele acompañarse con orujo suave. Si a eso le añades unas albóndigas de reno, un puré de patatas y una crema de leche con frutos del bosque, te has comido media gastronomía sueca. Tuvimos la suerte de probar este buffet de pescados vikingos en casa de unos amigos porque en los restaurantes locales está por las nubes. Por la calle más vale acogerse al fish and chips o algún restaurante italiano si uno no quiere comer con la aprensión de estar pagando demasiado. Los sueldos medios suecos son aproximadamente el doble que los nuestros, y los precios todavía más. Un botellín de cerveza, por ejemplo, cuesta entre cuatro y cinco veces más que en España. Claro que siempre hay sitios más populares y razonables donde disfrutar de una pinta de cerveza checa. La sueca tampoco está mal: más que suave, contenida; más que densa, sustanciosa. Todo muy nórdico y muy rico, pero no da la sensación de que ir a comer a un restaurante sea una actividad cotidiana. El bar estaba lleno porque se iba a jugar la final de la Champions (todos iban vestidos de rojo) pero daba la impresión de ser como un club de ajedrez donde se sirven bebidas. 

Estocolmo nos queda lejos. Nuestra percepción meridional solo ve días grises y existencias dietéticas, y sabe que su sistema constructivo, seco por fuera y abundante por dentro, se traslada con facilidad a las personas. La sensación de impermeabilidad es incesante. Es hermosa de ver, pero ese placer complementario que brinda imaginarse como un habitante más de la ciudad, en Estocolmo no lo consigo. Es verde y anodina, todo está muy bien pensado pero en la calle falta lo otro, lo impensado, la escena súbita, el cuadro significativo, la vidilla que uno sí encontró en Brujas o en Berlín, por poner ejemplos bastante alejados pero igual de protestantes. Los mismos suecos marchan de Estocolmo a sus casas de campo cada vez que tienen un minuto libre, porque la lógica de la conciencia ecologista pronto hace incompatible la existencia misma de la urbe, por muchos árboles que planten en las plazas. La ciudad se deshidrata, se encoge y se desocupa, late más fuera que dentro y sus paseos bajo los tilos conectan con bosques lejanos, y allí la gente es más seria, más rubia, más clara, o quizá persista el carácter austero y gracioso de los personajes de Axel Petersson, de quien no vi ninguna pieza original pero sí, en un anticuario, una figurita de ese mismo estilo y parecida antigüedad, un anciano médico, o veterinario, con barba sin bigote, que camina encogido con el maletín en la mano, o, quién sabe, un viejo lobo de mar que ha dejado el barco y lleva consigo sus pertenencias. No vi gaviotas sino banderines, pero me traigo un recuerdo que allí parece ya olvidado, aparte de una sensación muy Valderrama que tuve dentro de unos grandes almacenes, cuando por el hilo musical empezó a sonar una jotica de Rosalía. Preciosa.

 

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