5.7.23

El agua y el fuego


Una cosa es caerse y otra tirarse. La diferencia es la voluntad, la intención, que en algunos verbos queda enmascarada por una única forma, por ejemplo enamorarse, que puede ser con o sin intención, caerse en el amor o arrojarse a él. Incendios habla, entre otros muchos temas, de esa forma de amor voluntario, de gente que quiere arrojarse al amor como se arroja al fuego, bien porque ya le quede poca vida, porque crea que «la vida no es más que un asunto insignificante» y «hay que esforzarse por hacerla interesante», o bien —y esto no es del todo infrecuente— por simple despecho, por la sospecha de haber sido engañado y la necesidad de vengarse en el cuerpo de otro. Desde luego, nada de esto es excepcional, la gente tiene celos o necesita cambios o pasa facturas o paga deudas. Lo excepcional, lo novelesco, es que un muchacho de dieciséis años sea testigo directo de cómo ese tipo de inflamaciones se producen dentro de su propia familia, y además sea quien nos lo cuente.
Eso es, además de un sentido de la proporción y de la claridad verdaderamente asombrosos, lo que nos cuenta Incendios. Un matrimonio de treintañeros de los años 60 tienen una crisis sentimental que pilla en medio a un muchacho sensible y despierto que recuerda todo aquello años después. El padre, Jerry, es un instructor de golf al que despiden por error (desaparece una cartera llena de dinero y el primer sospechoso siempre es el más débil) y decide marchar a las Rocosas a sofocar fuegos. La madre, Jeanette, busca un trabajo como instructora de natación (el agua, el fuego) y allí conoce a un excombatiente cojo de la guerra de Corea, Warren Miller. El matrimonio no está pasando por un buen momento, y una de las causas parece ser que la mujer sospecha que su marido tiene una amiga india. El caso es que, mientras el padre está viendo cómo caen de los árboles osos ardiendo y los operarios deben limitarse a mirar el fuego porque no pueden apagarlo, la madre tiene un asunto con el cojo, un asunto chapucero, porque «las cosas suceden así siempre. La gente hace cosas. Las hace sin pensarlas, sin ningún plan». Y el muchacho, Joe, debe presenciar, en una escena larga y perfectamente construida, cómo su madre se incendia de amor delante de él, cómo trata malamente de disimularlo, y cómo paga con él la ira de haber sido descubierta.

Es una delicia cómo Ford dibuja los cuatro personajes, siempre a través de escenas, de diálogos, y de esa capacidad que tiene de tomárselo todo en serio, incluso cuando lleva las situaciones al extremo. Comprendemos a los personajes, por mucho que Warren se porte como un capullo, o que Jeanette dé una lección a medio camino entre la desesperación y la desvergüenza, o que Jerry sea un pobre hombre que solo hace daño por equivocación, o incluso que Joe, el narrador, se traicione a sí mismo y provoque la traca final. Todo está nítidamente contado, sin la exhaustividad que luego, de la mano de Basombe, Ford convertiría en norma, y por mucho que admire sus novelas largas, tan llenas, esta transparente sencillez me parece lo más difícil de conseguir, con elementos que dialogan entre ellos: el fuego en las montañas, el frío en la ciudad; el fuego en los corazones, el frío en las vidas, en una Montana que «no era un lugar donde la educación tuviera gran importancia para nada», ni la educación ni la ilusión, las ganas de que la vida se algo interesante.

Pero lo que nos cuenta Ford es un episodio, unas escenas que componen un acontecimiento, y que luego redefine en un final rápido de consecuencias muy posteriores que de algún modo hacen que las aguas vuelvan a sus cauces y los personajes nos den aún más razones para ser comprendidos. Hay un, digamos, sosiego comprensivo en el narrador, una tranquilidad que solo puede brotar del inmenso afecto hacia sus padres. No hay nada que perdonarles, pero sí todo que comprenderles. Somos frágiles, huimos hacia delante pero con eso no conseguimos que nuestras vidas no sean quebradizas. Los personajes comprenden a los otros personajes porque son conscientes de sus propios defectos. Warren no denuncia al pobre Jerry cuando se le va la mano con el fuego; Jeanette no renuncia a sí misma ni tampoco al amor que siente por los suyos, y su regreso, al final, nos lo imaginamos a medio camino entre la claudicación y la seguridad en sus propios sentimientos, como aquel célebre «vuelvo porque los quiero» de la María pombiana; y Jerry trata de estar a la altura de sus circunstancias, que no son más que las de un hombre impotente ante el fuego que de pronto, así porque sí, lo arrasa todo, la enfermedad y la insatisfacción y la impotencia que rodea nuestras vidas y las mira tan inerme como impasible.

Incendios es de 1990, la época en la que a Ford se le tomaba por algo así como el principal epígono de Carver, y sin embargo hay una ternura que no tiene nada que ver con esa deprimente imposibilidad de salir adelante que destilaban los cuentos del maestro. En Ford la gente lucha por salir adelante en la medida de sus posibilidades. La dignidad, la ambición de ser digno es su única arma. Luego se haría más cenizo, y eso que es el olor de la ceniza el que impregna esta magnífica novela, nacida, quizá, como una de esas novelas cortas que tan bien se le dan, pero rematada como una pieza redonda. Volvería al tema de los padres tanto desde el lado de la autobiografía (Entre ellos) como de la ficción (Canadá), pero iría dejando atrás esta admirable economía de medios, este hacer presentes las preguntas, no las respuestas, que era —esto hay que reconocerlo— lo que también admirábamos de Carver por aquel entonces. A la espera de Be mine, Incendios ha sido un volver a lo que hace treinta años nos gustó por otros motivos, quizá por esa sensación de realidad, y ahora degustamos por su perfección pero, sobre todo, por su capacidad de comprensión, esa agua bendita con que unge a sus personajes y que es el más alto don al que puede aspirar un novelista.


Richard Ford, Incendios, trad. Jesús Zulaika, Anagrama, 1991, 190 p.

3 comentarios:

  1. Buena reseña. De Richard Ford he leído "Candá" y "El día de la Independencia". Las recomiendo...

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    1. Anónimo8:02 p. m.

      Gracias, Luis Antonio. Estoy yo muy Ford últimamente...

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