19.9.23

Deudas de triunfador


No sé qué crítico de pago ha dicho estos días que, después de las últimas novelas breves de McEwan, ya era hora de que nos regalase a sus lectores una novela de las buenas. Hay críticos que miden las novelas al peso, como los embutidos, porque en esta última serie, desde Solar, hay piezas de alta gama como La ley del menor, Cáscara de nuez o Máquinas como yo, y hasta cierto punto se puede considerar que Lecciones parte de al menos dos historias que podrían haber tenido un desarrollo similiar: la del adolescente seducido por una mujer mayor, algo que ya tocó con exquisita delicadeza en La ley del menor, o la de la mujer que abandona a su marido nada más tener un hijo, tema que, con hijo o sin hijo, ha abordado desde la perspectiva del marido en la misma Solar. Uno incluso está por pensar que con ambas historias, encarnadas en la vida de Roland Baines, McEwan ha querido darle la vuelta, como suele, a un conflicto contemporáneo, en este caso el de las relaciones sexuales con menores de edad y el del artista que abandona a su familia para labrarse una carrera, y se ha planteado qué ocurre cuando el menor es un chico de catorce años y la amante una mujer de veinticinco, o si el artista no es el hombre que huye de los pañales sino una mujer que no quiere repetir las insatisfacciones de su madre. Todo ello, sazonado con abundante material histórico (desde finales de los 60 hasta la caída del muro), forma una primera mitad que deja algunas dudas, por ejemplo la cautela con que aborda ambas historias para no pillarse los dedos con ellas o una casi abrumadora recreación de los momentos estelares, sobre todo la caída de la URSS, narrada con la veloz yuxtaposición de fogonazos que son como esos montajes vertiginosos que hacen avanzar la trama en las películas históricas, al tiempo que les sirven de ambientación. A McEwan le basta un hecho narrativo, el ser abandonado el protagonista por su esposa alemana, para tirar adelante y atrás, sacar hilos de su vida y de las de los demás e ir amasando una historia sólida que, tratándose de quien se trata, podría sonar a patch-work de otras historias que podrían haber funcionado de forma autónoma y sin tal cantidad de argamasa. 
Pero la segunda mitad del libro, impresionantemente buena, lo reconfigura todo en lo que verdaderamente es, la historia de un buen hombre, Roland Baines, que quiso ser poeta y se quedó en redactor de tarjetas postales, que soñó con ganar Wimbledon y no pasó de dar clases a vejetes hiperactivos, que pudo ser un gran concertista de piano y ya septuagenario aún tiene que seguir amenizando a los turistas de un salón de té. McEwan centra el foco en la dignidad del hombre sin más atributos que sus ideas limpias y sus buenos sentimientos, y de paso traza el perfil de un tipo de ciudadano muy común en su propia generación: el que exprimió la juventud como un limón, el que procede de familias a las que desestructuró la guerra, y que en cualquier caso vivieron una existencia dramática o interesante o ambas cosas; el que tuvo que elegir entre el presente y el futuro y eligió vivir, con resultados desiguales, y por encima de todo el que no culpa a los demás de sus propios errores. Muy hacia el final, Roland, como Robinson, compara lo bueno y lo malo de la isla a la que ha llegado, y tampoco tiene por qué lamentarse: ha vivido, no todo ha salido bien, pero lo que ha quedado merece la pena. Ya viviste lo tuyo, se titula la autobiografía de Anthony Burgess, y debería ser el título de las memorias de cualquier hombre común. Baines, de hecho, lleva un diario durante treinta años para dar sentido a su vida y dotarla de cierta consistencia, pero descubre que lo importante lo lleva dentro, en la gente que ha querido y por la que es querido. Su hijo Lawrence y, sobre todo, su dulce Daphne son seres más luminosos y necesarios que la neurótica profesora de piano que quiso esclavizarlo sexualmente o, sobre todo, la tronada escritora alemana que casi gana el Nobel pero deja un rastro de miseria y soledad. Cuando Daphne enferma, uno siente verdadera compasión, auténtica empatía; cuando le toca a la otra, casi queda la impresión de que es lo menos que le podía pasar. Pero Baines comprende a las dos, igual que, desde fuera, podemos comprender a quienes venden su alma al diablo (y sus pulmones) en aras de un empeño elevado, quienes quieren superar sus amargos destinos heredados para dar lo mejor de sí mismos. Todos pagamos un precio, incluso ángeles como Daphne, ella sí mujer maltratada pero redimida en su bondad, o Alissa, cuya soberbia se la va comiendo, literalmente, o Miriam, la profesora de piano que rumia su locura en un mundo que ya no la consiente, y depende hasta el final de la bondad del pobre Baines.

La novela crece en intensidad y en emoción hasta un final en el que, salvo, quizá, episodios chuscos como el de la pelea por tirar al río unas cenizas (tan propio de McEwan, por otra parte) y algunos reencuentros algo forzados, todo nos reconcilia con lo que realmente somos, con esa obligación que los grandes autores tienen contraída con el mundo en el que viven: ya no se trata de que nos cuenten grandes aventuras ni tampoco historias admirables de triunfo y superación, sino de que cuenten lo que la mayoría hemos vivido, lo que cualquier anciano de su edad que pasea por una acera de Londres ha podido vivir tratando de sacar lo mejor de una existencia que no siempre le ha sonreído. Al final es bueno congraciarse con uno mismo, haya pasado lo que haya pasado, y eso McEwan lo sabe aun en su fastuosa mansión en la que colecciona premios y rosales trepadores. Lo sabe porque sabe cuál es su obligación como gran escritor, y aquí estamos nosotros para agradecérselo.


Ian McEwan, Lecciones, trad. Eduardo Iriarte, Anagrama, 2023, 579 p.

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