5.9.23

Palabras mayores


Uno va buscando libros que quedaban por leer, autores que llevaban tiempo esperando su turno, y resulta difícil explicar cómo ha leído con gusto y provecho el ensayo Aspectos sobre la novela, de E. M. Forster, pero había dejado intactas sus novelas, quizá —seguramente— por ese efecto sutil y pernicioso que hacen algunas buenas películas sobre las novelas en las que están basadas. Tanto las de James Ivory como la de David Lean parecieron en su tiempo suficientes, como para no acudir a la fuente escrita, y por otra parte la modernidad ha canonizado a los artistas de la palabra pero también ha desdeñado a los grandes novelistas. 
   Acabo de leer Howards End. En nuestra lengua circula la traducción de un joven Eduardo Mendoza con el título de La mansión, que se ha reeditado alguna vez pero cuya extraordinaria calidad no he visto subrayar. Si ya de por sí la novela es muy buena, el castellano de Mendoza da tanto gusto como dio a muchos lectores, en ese mismo año de 1975, leer su primera e influyente obra. Y quedan marcas bien reconocibles: el estupendo manejo de la fraseología, la afición a los adjetivos ‘práctico’ o ‘lóbrego’, y un sentido del idioma que en los últimos cincuenta, salvo por lo que a él atañe, no ha hecho sino evaporarse. Creo que ahora circula por ahí una nueva reedición con los dos títulos, el que le puso Mendoza y el original (que es el que popularizó la película de Ivory), pero yo guardaba una copia de Planeta del año 77, con las páginas ya ocres y acartonadas, con la que he pasado unos días la mar de agradables.

Porque Forster, que es un gran escritor, quizá no haya llevado el lenguaje y sus dimensiones a los extremos de Joyce o Proust, pero hace algo que distingue a la modernidad inglesa de la continental: no renuncia a la novela clásica, no sube al desván a los antepasados. En él no hay ruptura desde Austen o Gaskell o Elliot. Una novela sigue siendo una novela: una sólida estructura dramática, personajes bien perfilados a los que las circunstancias de la narración van modelando, interesantes diálogos, hermosas descripciones y, cuando toca, un emocionante remanso lírico; es decir, la novela como reunión de los tres grandes géneros, el narrativo, el teatral y el poético, que es, ni más ni menos, lo que Cervantes puso en marcha. De las novelas de sus contemporáneos siempre podremos alabar las profundas reflexiones, los hallazgos lingüísticos, la tersa poesía, etc., etc. Salvo que sean ingleses (porque entonces también alabaremos su sentido de la narración), elogiaremos uno de los tres aspectos, pero no los tres a la vez, que es en lo que consiste una buena novela. La distancia entre Austen y Forster o entre Forster y McEwan es tan solo la del tiempo, no la de otra forma de ver la novela, que, además de literatura, sigue, tiene que seguir siendo una novela. Escribir sin tópicos y hacer un relato atractivo y sugerente no implica ser pesado. Leer a Proust o a Joyce o a buena parte de Faulkner lo consideramos una labor intelectual, un esfuerzo para iniciados, no un prodesse ac delectare, no un provechoso entretenimiento para todos como lo es Cervantes, quien por algo tuvo más éxito e influencia en Inglaterra que en el resto de Europa. 

Así que La mansión lo tiene todo. Es una historia construida como un drama eduardiano en la que caben las tres clases sociales: los ricos por su casa (los hermanos Schlegel, sobre todo las dos hermanas), los adinerados por obra y gracia del liberalismo económico (la familia Wilcox) y la clase baja, no solo los muertos de hambre (los Bast) sino los humildes labradores, pero no el mundo de los criados, que aquí (fue escrita en 1910, al morir el rey de la vida alegre) no son más que figurantes que se ocupan del atrezzo. No se trata de reproducir aquí el argumento sino de subrayar lo bien hilado que está, su sentido teatral, en el que los giros son auténticas sorpresas y los conflictos son auténticos follones, pero que no funciona más que como medio de ir creando grandes personajes. Y todos tienen algo interesante. Ruth Wilcox es un canto a la autenticidad y al apego por lo vivido, aparte de sentido de la, digamos, sororidad que transmite a las otras mujeres de esta historia, sobre todo a Margaret Schlegel, descendiente de las Emmas y Elizabeths de Jane Austen, mujer firme y decidida, pero también frágil e insegura, una mezcla que no es tan contradictoria como enriquecedora. Está la temeraria Helen, que defiende a los pobres como solo los muy ricos pueden hacerlo, porque los otros, los hombres Wilcox, creen a pies juntillas que debe haber ricos y pobres, que las cosas están bien como están y lo demás es sentimentalismo barato. Y está el pobre letraherido que acaba, en una escena que me impresionó, muerto de un ataque al corazón cuando la clase superior lo amenaza y todos los libros se le caen encima. Pero hay más: el hijo egoísta, la dama medio bruja, la chica tonta que pone el toque de comedia boba… No hay un solo personaje que no comparta su función narrativa con una autonomía tan gratificante como verosímil: no hay tipos planos ni consabidos tópicos, no hay abuso de la acción ni de la reflexión, todo está entrelazado y bien medido, y la prosa, exquisita, no empaña el cristal con el que se ven los acontecimientos.

Forster quizá fuera el menos moderno de los Bloomsbury, pero sin duda su mejor novelista. Para leerlos a los otros, a no ser que les tengamos mucha afición (como yo a Lytton Strachey, por ejemplo), hay que clavar los codos en la mesa. Con Forster tan solo hay que dejarse llevar y tener claro que las magníficas películas que surgieron de sus libros, con ser tan buenas, no son más que un aperitivo de las grandes novelas en las que se inspiraron.


E. M. Forster, La mansión, trad. Eduardo Mendoza, Planeta, 1977 (=1975), 373 p.

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