17.11.23

El canon campestre


Los aficionados a la literatura campestre en general y a Virgilio en particular contábamos desde 2010 con una traducción moderna del Rerum rusticarum de Varrón, a cargo del biólogo e ingeniero José Ignacio Cubero Salmerón, ya difícil de encontrar. Por eso esta nueva traducción de Luis Alfonso Hernández Miguel para la editorial Akal es una excelente noticia, viniendo como viene de un conocido experto en la obra varroniana que ya tradujera De lingua latina. 
   Hernández Miguel, que expone las dificultades de asignar un título concreto al manual de agricultura de Varrón, se decide por el hermoso Las cosas del campo, «bien atestiguado en la historia de nuestra lengua», sin ir más lejos en el hermosísimo libro de José Antonio Muñoz Rojas, a quien Hernández no cita. Tanto res rusticae como rerum rusticarum podrían traducirse, en efecto y sin salirse de la literalidad, exactamente así, pero, aun sin la obra de Muñoz Rojas, tiene en castellano un aire poético del que carece el original. En todo caso, es mucho el afecto que tiene el traductor a la palabra cosa, en ocasiones excesivo, como cuando (en I. 2, 28 o en I. 24, 5-6) traduce sistemáticamente los pronombres multa, talia, similia, etc. por un invariable cosas, que en castellano queda más pobre que en latín. No obstante, ni en los libros II ni en el III encontramos casos parecidos. 

No deja de ser un detalle muy menor, que por otra parte abunda en la escrupulosidad de la traducción, de alto rigor filológico, muy de agradecer en un texto de este tipo, por más que Varrón se lance a equilibrar la frase con largas cláusulas ciceronianas, ensaye juegos paronomásicos o acuda una y otra vez a las etimologías fantásticas. Lo importante en Varrón no es eso sino su condición, Catón aparte, de primera monografía sobre agricultura que tenemos en latín. Por más que la exponga como un diálogo y la estructure como una pieza teatral, su afición clasificatoria y su minuciosa precisión son lo que ahora no solo sigue resultando útil como material antropológico sino incluso literario: la descripción de una pajarera en forma de tablilla de escribir en su casa de campo es sin duda una espléndida pieza literaria, y en ella solo abunda el afán de exactitud al describir.

Varrón se ampara en fuentes escritas (entre las reconocibles hoy en día, Aristóteles y Teofrasto sobre todo) pero también en su propia experiencia como propietario, tan pendiente de que el gasto no supere al beneficio, un recurrente consejo a lo largo de la obra, como de, por ejemplo, alfabetizar a los aparceros, si bien con más ánimo económico que redentor. Y hace algo que conviene tener en cuenta cuando se establecen comparaciones: distinguir la casa de labor de la casa de campo, es decir, la edificación concebida como parte de la explotación y la casa integrada en los placeres agrícolas. 

Esta distinción ayuda a explicar por qué ciertos temas de la obra de Varrón, al parecer escrita muy poco antes  (37 a. C.) que las Geórgicas, no aparecen en la obra de Virgilio. Similitudes hay muchas, y muy reconocibles: el tema del menosprecio de corte y la alabanza hesiódica del campo como ámbito de pureza y respeto de la mos maiorum, pero también la concepción global de Italia, el elogio de sus tierras, como parte de la restauración emprendida por Octaviano. El lector de las Geórgicas no hace sino encontrar lugares conocidos: consejos como que a cada campo corresponde un cultivo diferente, la larga digresión sobre el cultivo de la vid (que en Virgilio incluye una perla de ars topiaria o modo estético de disponer los cultivos), las clases de tierra, las variedades, el trabajo invernal o el mito de la Edad de Oro, por mencionar solo algunos elementos que, nunca con la misma extensión, ambos autores abordan como de especial importancia. 

Porque Virgilio selecciona elementos muy concretos de la exhaustiva exposición varroniana y los amplifica con su maravillosa poesía. Así sucede, sobre todo, en el libro II con los usos reproductores en el ganado mayor, incluso con leyendas como las de las yeguas preñadas por el viento; con la selección del ganado, la morfología idónea y algunos síntomas perniciosos como el color de la lengua en los corderos, y, sobre todo, con esa alusión a la Bugonia y a la reproducción de las abejas a partir de ganado vacuno en descomposición que da cuerpo al libro IV de las Geórgicas, donde reconocemos el ideal (tan extendido en toda la Antigüedad, por otra parte) del orden civilizado en torno al cibus, domus, opus, comida, casa y trabajo, la organización urbana, el sometimiento al rey, las señales de paz y de guerra, o incluso, en un pasaje especialmente feliz del mantuano, la manera de deshacer la discordia escandalosa con un puñado de arena. Cabe incluso preguntarse si el remate de los viveros marinos en Varrón no se corresponde de algún modo con los rebaños de focas de Proteo en Virgilio, aunque quizá eso sería demasiado hilar.

Aunque tan interesante como eso es darse cuenta de qué aspectos de Varrón no consideró Virgilio en su obra. Es ya célebre, y muy estudidada, la cuestión de por qué Virgilio no trató la horticultura, más allá del fragmento del libro IV sobre el viejo coricio en el que, curiosamente, se mencionan verduras y flores (huerto es para los romanos lo uno y lo otro) en las que Varrón no se detiene, más pendiente de los cereales y de los árboles frutales. Pero Virgilio, aparte de no tratar (cosa rara, porque la descripción era su fuerte) de las casas de campo, y mucho menos de las de recreo, que quedan muy lejos de su propósito, no menciona, más que de pasada, a los cerdos, y solo a los borriquillos que van al mercado, pero no a los que se dedican a dar vueltas a la noria y de los que en repetidas ocasiones se ocupa Varrón, y del resto de ganado mayor jamás menciona penosos trances como el de la castración. Ocurre algo parecido con el estiércol, del que Varrón da todo tipo de clasificaciones y propiedades, y con un caso aún más llamativo, el de las aves de granja, principalmente las gallinas, acaso porque son propias de las casas de campo, esto es, se crían dentro y no fuera del hogar; pero tampoco del resto de especies ornitológicas, si descontamos las gaviotas y las crías de ruiseñor decorativas, mientras que Varrón no deja bípedo plume, criable  y comestible que nombrar.

Pero hay un caso muy particular que nos dice mucho de las intenciones poéticas de Virgilio. En las Geórgicas habla de los pastores, de los que también se ocupa Varrón, «de antiquis illustrissimus quisque pastor erat», pero Varrón también habla de su condición de esclavos, merced a la cual los clasifica, junto con los mulos y los perros, en aquella especie de ganado que no produce beneficio por sí misma sino como medio para conseguirlo. Con toda naturalidad, por ejemplo, habla del gallinarius, el esclavo que se ocupa de las gallinas y que debe vivir dentro del mismo gallinero, o de las mujeres de los esclavos, de las que habla en los mismos términos que lo podría hacer de las vacas reproductoras. Esto era lo normal en Roma, pero Virgilio ni lo menciona. ¿También a él le parecía de mal gusto? Cuando habla de la mujer del colono, habla de una dulce campesina entregada a sus labores en la penumbra del invierno, no de una hembra lustrosa para el apareamiento. 

A tenor de la naturalidad con que Varrón trata todo esto, no cabe pensar que hablar de ello hiciera entonces torcer el gesto a nadie, salvo acaso a un gran poeta como Virgilio, entre cuyas omisiones encontramos una parte de su sustancia poética. Lo que encontramos en Varrón es rigor (no etimológico, solo agronómico), un cierto afán de exhaustividad y un ánimo literario que con el tiempo pasa bastante desapercibido. Esta nueva traducción, profusamente documentada, muy cuidadosa con las lectiones textuales y al tanto de los últimos avances en materia de crítica (sobre todo la fascinante edición de Flach, que sigue de cerca), es todo lo que necesitábamos para entender a la principal fuente de la agronomía antigua, de Catón a Paladio pasando por Columella, y un sesudo empujón para que se haga lo mismo en castellano con Virgilio.


Marco Terencio Varrón, Las cosas del campo, ed. Luis Alfonso Hernández Miguel, Akal, 2023, 318 p

2 comentarios:

  1. Anónimo2:04 p. m.

    "Las labores del campo" no habría sido una mala traducción. Ya sé que se aparta mucho del literal, pero al lector actual quizá le quedaría un poco más cercana. La palabra cosas llega como muy difusa, imprecisa.

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  2. Bernardinas8:32 p. m.

    Pues sí, también creo que era mejor opción, y un buen ejemplo de cómo, a veces, lo literal aleja y lo aproximado acerca. En todo caso, lo que menos me gustó fue que no citase a Muñoz Rojas, ese precioso libro.

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