1.11.23

El último andador


Algo tendrá el agua cuando la bendicen, y más aún cuando te bebes mil y pico vasos y no te pasa nada, lo que tampoco significa que deje de ser insípida. Al terminar la larguísima última novela de John Irving (las novelas no son sino que se hacen largas o cortas) tengo la duda de si la he terminado porque era Irving y porque ha dicho que será su última gran novela, o porque sabía que el agua era de una fuente saludable y, por más que bebiese, no me habría de sentar mal. El último telesilla no es una buena novela por varias razones, sobre todo, por lo que a mí me importa, dos: que se empantana en las piscinas demagógicas y que, sin salir de ellas, navega demasiado aprisa, como un ruidoso fueraborda.
   Con respecto a lo primero, y a pesar de que Irving siempre ha narrado sobre lo diferente, en esta novela todo es tan alternativo que resulta panfletario, sobre todo porque al final los personajes, algunos muy bien trazados, son igual de buena gente que al principio, ni siquiera mejores. El narrador (un escritor que escribe, ya empezamos) es hijo de una mujer lesbiana, Ray, flexible y menuda, que comparte su vida con Molly, sensata y robusta, pero se casa con Barlow, también muy menudo, un transexual con quien se entiende estupendamente. A su vez, el narrador tiene una prima lesbiana, Nora, que vive con la voluntariamente muda Em, y ambas se dedican a actuar como monologuista (Nora) y mima (Em), en un espectáculo en el que cantan las cuarenta a todos los políticos hipócritas que consideraron en su día el SIDA como un castigo de Dios. La familia también cuenta con dos tíos noruegos que siempre se están riendo y sus respectivas esposas (tías del narrador, una de ellas madre de Nora) que hacen de arpías reaccionarias, y se remata con un abuelo que sufre una regresión hasta que, gateando en pañales, lo parte un rayo, y una abuela que en su última vejez ya solo quiere que le lean Moby-Dick. Por cierto que el abuelo está obsesionado con enseñar a utilizar el punto y coma, algo que el narrador no consigue aprender (y el traductor no lo corrige). Hay más personajes: un joven luchador de clase alta que se deja la vida en Vietnam y a cuyo entierro acuden todos  los desposeídos del barrio, la chica que le lee Moby Dick a la abuela, el padre del narrador, que tiene uno de los papeles más insulsos y pesados de toda la novela, además de su mujer (y madre del narrador) y la propia mujer del narrador (y editora), etc., etc.

Creo que de todos ellos solo quedan vivos tres o cuatro: el narrador, su hijo Mathew, su exmujer Grace y Em, con quien finalmente se va a vivir a Canadá, igual que, al parecer, hizo el propio Irving. Desde el primer tramo narrativo, muy Garp, la novela, a partir de la muerte del abuelo, se remansa en una sucesión de muertes más o menos gratuitas y de los fantasmas que el narrador se empeña en ver y que al lector le cuesta reconocer, todo sobre el tapiz del último medio siglo en Estados Unidos y de lo mal que lo han tenido los diferentes para llevar una vida normal, la que ellos querían llevar. Los ataques al conservadurismo reaganiano son constantes, así como a la iglesia encubridora de abusos o a una moral despiadada con sus propios principios democráticos. No hay, al menos para mí, una sola línea de la novela en la que aparezca el cuestionamiento, la duda, lo contradictorio. Todos son la mar de majos y todos viven como en una tribu de diferentes, como pingüinos que se aprietan para protegerse de la gélida moral. Muy bien, y qué, se pregunta uno más de una vez, porque no sé cómo estarán las cosas en Estados Unidos, pero en esta parte del planeta no hay provocación alguna en el hecho de que la gente ame y viva cómo y con quien quiera. Si todo lo que puede hacerse es estar de acuerdo, el resultado, al menos para quien no es un reaccionario, no abandona la condición de ventajista, porque mucho me extrañaría a mí que un lector reaccionario lea a Irving, ni siquiera sus más breves novelas. No, no son ellos sus lectores, somos nosotros, y nosotros queremos personajes poliédricos y fascinantes como los de Una mujer difícil o Última noche en Twisted River. 

El otro asunto estomagante es la propia concepción de la novela. Bien es cierto que Irving tiene dos lados, uno más estrambótico y libérrimo (Garp, Owen, etc.) y otro más, digamos, realista (esas dos novelas que menciono), y que en esta novela hay páginas de las dos clases. Pero es muy evidente la sensación de que Irving no ha tirado un solo folio, que ha seguido escribiendo a pesar de que los capítulos salieran flojos o las historias no se acabaran de redondear o llegara un momento en que no hiciera más que repetirse, algo de lo que los lectores de Avenida de los Misterios también tienen razones para quejarse, o que sus páginas más entretenidas acaben siendo las que pertenecen al ámbito de la documentación, por ejemplo el episodio de la lucha libre, algo que en su otra macronovela, Hasta que te encuentre, lastraba el ritmo de lectura. Aquí el lastre es el poco cuidado con que está escrita, siempre pendiente de que en cada frase la novela se mueva sin cambiar, alguien haga algo, sujeto, verbo y complemento, pero sin auténtica evolución, sin verdadera trama. Da la impresión de que Irving tiene su estudio canadiense lleno de papeles con personajes a los que acude una y otra vez cuando una sola historia no da de sí o no tiene tiempo de pararse a resolverla.

Un tío mío, que vivió hasta los noventa y siete años, presumía de buena forma física marcándose un garboso bailoteo con el andador en el camino que separaba su casa del bar donde aún echaba la partida. La prosa de esta novela es algo así, una demostración de brío, de potencia narrativa, de multitud de personajes, de ideas llamativas. Pero el caso es que le quitas el andador y todo se viene abajo, sobre todo esos fantasmagóricos guiones cinematográficos intercalados que directamente sobran. Irving ya pasa de los 80 y con esto no quiero decir que esté viejo y caduco, qué va, sino que se empeña, precisamente, en no estarlo, con lo bien que nos lo habríamos pasado si se hubiera limitado a sentarse y a contarnos una historia, una sola historia, el os voy a contar por donde siempre han empezado los viejos narradores, sobre todo si llevan medio siglo demostrando ser tan buenos como él. 

Y si uno llega al final (y sigue dispuesto a leer aquellas novelas suyas que aún no ha leído) es porque también cree en que el novelista tiene la obligación de inventárselo todo, que narrar es crear, que la novela exige, como nos enseñó Cervantes, una escritura desatada, no copiar de la realidad, y en eso Irving ha sido un glorioso militante hasta el final, hasta su última novela, si es que es la última… Pero también Cervantes nos avisaba de dos defectos que pueden arruinar una novela: que proponga mucho y no resuelva nada y que esté, en términos caninos, artificiosamente inflada. Esta novela, me temo, adolece de los dos, porque morirse, a pesar del propio Cervantes, no es resolver nada. Morirse es dejarlo todo a medias. Quizá por eso muchos personajes pasan a ser fantasmas divertidos, y uno sonríe cuando se los encuentra.


Joahn Irving, El último telesilla, trad. Juan Trejo, Tusquets 2023, 1054 p.

4 comentarios:

  1. Yo hace tiempo que dejé de leerlo. Magnífica reseña.

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    1. Bernardinas8:15 a. m.

      Gracias, lector inagotable.

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  2. Empecé en su día la lectura de la novela titulada "Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra", pero no la terminé. Trata de un director de un orfanato y la de un huérfano favorito....
    Saludos cordiales

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    1. Anónimo8:42 a. m.

      Creo que es la más ‘Dickens’ de todas las suyas. Gracias, Luis A.

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