15.1.24

Elogio de la misantropía


El licenciado Vidriera
es una novela decepcionante, si es que se pueden usar esos palabros cuando se habla de Cervantes. El asunto que desarrolla, que tampoco era nuevo en términos literales, es uno de los grandes mitos de la historia de la literatura: la hiperestesia que nos acerca al conocimiento pero nos aleja de los otros. Poco romanticismo y poca modernidad habría habido sin ella, ciertamente. La historia de un demente paranoico que se cree de cristal era un vivero filosófico: puesto que es transparente, no miente, es decir, señala sin recato los defectos del mundo que le ha tocado, desastrado como los cínicos antiguos que señalaban con el dedo; y, como es de cristal, debe protegerse de la más mínima agresión, mantenerse alejado incluso de sus propios instintos. Hay un detalle, al principio de la novela, que da el tono de lo que uno esperaría de toda ella: 

Picábale una vez una avispa en el cuello, y no se la osaba sacudir por no quebrarse; pero, con todo eso, se quejaba. Preguntóle uno que cómo sentía aquella avispa, si era su cuerpo de vidrio. Y respondió que aquella avispa debía de ser murmuradora, y que las lenguas y picos de los murmuradores eran bastantes a desmoronar cuerpos de bronce, no que de vidrio.


Tomás Rodaja es frágil al contacto físico pero no a la maledicencia. Con tal de que no se le acerquen, no le importa que se mofen de él. Se conoce que ya antes había empleado el caso, real o inventado, el mismo Descartes, y que no es difícil encontrarle una lectura erasmista. Uno lo prefiere inventado, porque es de esos mitos que nacen de metáforas sencillas. Tierno Galván, cuando ya estaba en las últimas y le preguntaban por su salud, decía que la vida es «un vaso frágil», quizá parafraseando lo que en los Hechos de los Apóstoles se dice de la esposa. El cristal es pues símbolo de la extrema delicadeza que se necesita para emprender el camino de la sabiduría. Tomás Rodaja estudia en Salamanca y se pasea por Italia, en un arranque delicioso que tiene sus reflejos autobiográficos y donde se transparenta la lectura de Virgilio, al menos en esa hermosa enumeración de vinos famosos, a la que opone otra de vinos españoles. Para completar su ideal de fortitudo et sapientia, pasa también a Flandes, y cuando vuelve a Salamanca es todo un caballero renacentista, más pendiente de los libros que del galanteo. El remate de una vida tan ejemplar (y tan hecha a sí misma, porque Tomás empieza de criado) se topó, en cambio, con una dama «de todo rumbo y manejo» que, como no pudo seducir al licenciado, recurrió a las malas artes hechiceriles, a uno de esos filtros de amor como el que volvió loco a Lucrecio, que según San Agustín estaba hecho con sudor de yegua (el hipomanes del que también habla Virgilio) y en el caso de Rodaja se le ofrece envuelto en un membrillo. 

El caso es que el afrodisíaco potente lo volvió majara, y en su locura llega lo decepcionante de la novela, la cantidad de sentencias, chistes y juegos de palabras que la gente le va sacando al licenciado como si fuese una atracción de feria. Ese tipo de literatura de apotegmas, de sentencias afiladas e ingeniosas al estilo de Juan Rufo, cuya Austríada ensalzó Cervantes en el donoso escrutinio, y a la que Góngora dedicó un soneto, podía muy bien ser lo que el público de entonces disfrutase, porque a veces nuestra decepción es anacrónica, pero el caso es que uno echa en falta trama, que la narración no se empantane en dicta memorabilia ni dardos de sátira contra estados. Se nos queda colgando un qué pasa que no va más allá del loco parlante y los chiquillos que lo encorren. Lo que a Cervantes parece importarle es esa burla general a la sabiduría contra la que el licenciado no puede luchar, la que hace a Rodaja convertirse en Rueda, y tan bien vestido como consciente de que cuerdo no puede soportar a los que antes le reían las gracias, largarse a Flandes y vivir como un soldado. 

La coherencia simbólica, intelectual, es absoluta, y en ese sentido es una relato redondo, sobre todo si nos atenemos a los gustos de la época. Lo que uno echa en falta es algo por lo demás muy habitual en las novelas de Cervantes, la introducción de un nuevo elemento narrativo, un personaje no nombrado, una situación imprevista que cambia el rumbo de la narración al tiempo que la enriquece. Van pasando páginas de chistes y sentencias y uno espera en vano el elemento cómico, el movimiento teatral que tan bien le hubiera venido. En vez de eso, Cervantes nos ofrece frases subrayables: «Aunque de vidrio, no soy tan frágil que me deje ir con la corriente del vulgo, las más veces engañado», dice el licenciado, en su elogio de los escribanos y vituperio de murmuradores. A cada paso da la sensación de que Cervantes pondrá en marcha una tramoya que sustituya a la sentencia, la ilustre y perfeccione, pero antes de que eso suceda Tomás recupera la cordura y muere como personaje. 

Pero el tema es tan potente que vuelve a definir el mito del misántropo, que no tiene por qué ser solo el avaro malencarado, el cascarrabias insociable, sino aquel que por exceso de sensibilidad tiende a protegerse de la avaricia y el carácter despiadado. Lo que consigue la hurgamandera que quería volver loco de amor a Tomás Rodaja es volverlo loco de sensatez. Su tragedia estalla en un racimo de significados universales. ¿No es ese el problema que aquejaba a Manuel Murguía en La sensualidad pervertida? Siempre me ha parecido que el misántropo había sido malempleado por la tradición clásica y sus seguidores, Molière incluido. ¿Por qué no convertirlo en un personaje admirable, entrañable, patético si se quiere, pero no en el odioso señor al que tira piedras el vulgo? Ese es el camino que, hasta que Tomás se vuelve loco, había emprendido Cervantes. Con otro loco lo recorrería, pero no con un joven que se cree de vidrio sino con un viejo que se cree de acero. 


Miguel de Cervantes, El licenciado Vidriera, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García, Galaxia Gutemberg, pp. 265-301

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