2.1.24

Historias a mares


Aunque a lo largo del Persiles Cervantes recapitula varias veces lo que lleva escrito, escribir un resumen que no se olvide de ninguna historia llevaría un buen puñado de páginas. Así era la novela griega de Heliodoro que Cervantes quería emular. Los argumentos de su Teágenes y Cariclea, o de Quéreas y Calírroe, de Caritón de Afrodisias, son casi tan largos y complejos como las propias novelas, y tienen, como todas las novelas griegas (y unos cuantos siglos después las cristianizadas novelas bizantinas), un argumento similar: dos amantes no pueden acabar juntos porque el destino se empeña en impedírselo; después de raptos, naufragios, pérdidas, hechizos y pirateos, finalmente lo consiguen. Y no esperemos sentimentalismos: algunos, como en el caso de Quéreas, también son víctimas de la propia brutalidad desconfiada del amante, que piensa que Calírroe está embarazada de otro y la emprende a coces con ella. El humanismo del XVI abrazó este tipo de novelas griegas antiguas y encontró en ellas un modelo de lo que muchos siglos después llamaríamos la novela porosa, es decir, aquella en la que cabe cualquier género y vale tanto por sus partes como por su  todo, que se puede leer de continuo o por episodios, incluso salteados, y que prácticamente identifica relato y argumento. 

Esta última característica, que sigue siendo casi obligatoria en la novela popular (que en cada página ocurra algo distinto) es lo que hace que el Persiles se nos haga, en ocasiones, un poco follón, sobre todo si lo comparamos con las Novelas ejemplares, con alguna de las cuales tiene parentesco evidente (con La española inglesa, sin ir más lejos), y no digamos ya con el Quijote. Pero en el Persiles, las pocas veces que la acción se detiene, por ejemplo en el muy virgiliano episodio de los «juegos olímpicos» del rey Policarpo, siempre hay algún personaje, el mago Mauricio en este caso, y en general los personajes masculinos, que se quejan de que el narrador, por así decirlo, se duerma en la suerte, en las descripciones o en las menudencias del relato, que es donde Cervantes brilla como nadie. Pero entre que el autor tenía prisa («las ansias de la muerte», «el pie en el estribo»…) y que estaba decidido a no dejar pasar página sin su historia ni párrafo sin su edificación, la verdad es que uno se satura un poco con tanto personaje y tanta acción, aunque es lo mismo que me pasa con esas novelas hodiernas en las que no hay página en la que no muera un villano, no se revele un secreto, no se descubra a un padre o no se enamore una dama. Eso sí, Cervantes tiene el buen gusto de no ir, como se hace ahora, con una zanahoria delante del lector sino de armar toda una historia en sus más largos y más breves extremos, todo un catálogo de personajes desde las hechiceras, las cortesanas y las pelanduscas hasta las ermitañas, las damas y las princesas, desde los pastores, los rufianes y los pícaros hasta los capitanes, los magos y los reyes. 

Aun así, hay algunos personajes que llaman más que otros la atención, y con los que uno tiene la sensación de que Cervantes podría haber compuesto una novela aparte, al menos una novella como las ejemplares. Es el caso, en la primera parte, de Clodio, el maledicente, el único que sospecha que Periandro (Persiles) y Auristela (Sigismunda) en realidad no son hermanos. Este Clodio es shakesperiano hasta en el nombre, y comete el error de ser sincero y aspirar a lo que no le corresponde, en este caso cortejar a la bella Auristela. Como buen desgraciado, ni siquiera tiene una muerte noble, sino alcanzado por una flecha que iba dirigida a Cenotia, otra hechicera, lanzada por el bárbaro Antonio. Este Antonio, por cierto, huye como de la peste de Rosamunda, amante del rey de Inglaterra y encadenada al pobre Clodio, amante fogosa a la que todos desprecian por su sinceridad erótica, cuando es de las pocas que van sin melindres por la vida. ¡Qué novela tan moderna habrían compuesto Clodio y Rosamunda, ellos solos y sus dramas mundanos!

Los dos primeros libros, de los cuatro que tiene el Persiles, abundan en estos personajes septentrionales. Abundan los hechizos, las alfombras cuasi voladoras y los hombres lobo, sobre todo mujeres, como esa poseída por «la manía lupina» que persigue a Rutilio el poeta, uno de los personajes que llegarán hasta el final. Hay mujeres bravas que se niegan a tragar con las costumbres bárbaras de los mares del norte, como Transila, hija de Mauricio, que no acepta el ius prima noctis que reclaman los parientes de su esposo Ladislao, y hombres brutos capaces de hundir un barco para violar a una mujer en el bote salvavidas. Hay tormentas virgilianas y naves que naufragan y llegan boca abajo hasta la costa, dentro de las cuales se creó un vacío en el que sobreviven los protagonistas…

El espíritu de la novella sentimental no desparece entre tanta calamidad. Historias del Quijote como las de Fernando y Dorotea o Basilio y Quiteria se aparecen al lector cuando se encuentra en el Persiles con las de Sinforosa, una Dido cervantina que se enamora del intocable Periandro, o Arnaldo, otro de los que llegan al final, que se pasa la novela suspirando por Auristela; o la de Eusebia y Renato, que bien podría ser otra novela griega, con amantes que, después de duelos y persecuciones, acaban viviendo en amorosa castidad. Hay lances curiosos como el de Carino, al que casan con una guapa cuando él ama a una fea, o las clásicas soflamas cervantinas contra los matrimonios de vejestorios con doncellas, como el del rey Leopoldio, que se casa con una dama de su difunta esposa.

Estos dos primeros libros, llenos de villanos bárbaros y mares fríos, se nutren, parece ser, de las obras de curiosidades históricas y geográficas del sueco Olaus Magnus, experto en bicharracos nórdicos, y el astorgano Antonio de Torquemada, autor de un Jardín de flores curiosas que es como una wikipedia de la época para historietas de ficción. Pero en el libro tercero los peregrinos (una pandilla a la que se han ido uniendo miembros en su afán de llegar a Roma) llegan a Lisboa, «la ciudad más grande de Europa», y de allí van a Badajoz y a Trujillo, a Cáceres y a Guadalupe, y la novela deja de pelearse con las fantasías del norte y regresa al realismo soleado y andariego (dos o tres leguas de camino cada día) que tanto disfrutamos en Cervantes. De aquí hasta el final, Cervantes mantendrá unas líneas claras, firmes cordeles de los que colgar historias variopintas, sobre todo el afán incansable de Arnaldo por hacer de Auristela/Sigismunda la reina de Dinamarca. La novela se hace más teatral, en el sentido, sobre todo, en que lo pueden ser las escenas de la venta en el Quijote, con personajes que entran y salen, familiares que se reconocen y amantes que se reencuentran, como si el mundo entero pasara por las tablas donde se representa la comedia. No falta el poeta que quiere escribir la historia de Persiles para el teatro, algo que luego haría Rojas Zorrilla, ni tampoco las convenciones propias del teatro popular. Tampoco faltan las historias de pastores en las que aparecen mujeres que huyen de su destino, en este caso Feliciana de la Voz, a la que «se le acortó el vestido» por obra y gracia de otro hombre, Rosanio, distinto de su prometido, y a la que persiguen su padre y su hermano para lavar la honra. La bonhomía de Cervantes sirve igual para comprender a estas mujeres libérrimas como para que sus perseguidores acaben aviniéndose a razones.

Las historias de estos dos últimos libros tienen, en efecto, más sabor cervantino, algunas incluso por motivos biográficos. Es estupenda la del jinete polaco que mató a un viandante por un quítame allá esas pajas y que, en su huida, acabó en el dormitorio de una dama que resultó ser la madre del muerto y que reacciona con sorprendente honestidad. Entre villanas de la Sagra y afrentas en Ocaña, la novela viaja entre historias de amores (Cobeña y Tozuelo, el conde y doña Constanza, etc., etc.) hasta que encuentra un hilo que la llevará hasta el final y atará los otros muchos que Cervantes, fiel a sí mismo, ha ido dejando sueltos por la narración. En este caso, el duque de Neumurs va buscando esposa y encarga a un pintor que retrate a tres candidatas, que ya entonces se elegía novia por aplicación, pero el retratista se encuentra con Auristela, siempre hermosa y alabada, y le hace también un retrato del que, como si fuera el mechón de Iseo, también se enamora el conde. Por supuesto, el fiel e ingenuo Arnaldo peleará con él por el retrato y su modelo, ninguno de los dos se enterará de que el a veces lenguaraz Periandro calla lo que todos deberían saber, y entre suspiros y desafíos los amantes llegarán a Roma.

Pero, antes de que aparezca el rey Magsimino y se aten todas las historias en un rápido zurcido, quedan historias por el camino: la mujer a la que la falda le hace de paracaídas cuando el loco de su marido la tira de una torre, el pobre Bartolomé, que se pierde por una talaverana de rompe y rasga, o la historia de Isabela, endemoniada por propia voluntad, que consigue que su novio, que está de tuno en Salamanca, se presente como un falso exorcista para sacarla de la cama. Antes de que todos se reconozcan, los cabos sean atados y cada oveja se vaya con su pareja o con el rabo entre las piernas, Cervantes nos regala otra buena historia, la de Hipólita, enamorada de Periandro, hechicera que trata de acabar con Auristela pero con la que finalmente pueden sus nobles sentimientos. Es lo irreprimible de Cervantes, que por mucho que su mente idease maldades, sus personajes nunca dejan de ser buenos, y que por mucho que les ocurran desgracias, siempre las llevan con dignidad. Para el lector actual, este torrente de historias quizá cumpla con los objetivos del autor, entretener en corto, jugar al reencuentro y la sorpresa, y edificar en largo, sobre las buenas costumbres y el sentido de la honra y de la libertad. La ironía de Cervantes nunca se tiñe de cinismo, por más que a veces nos lo enseñe como un muñeco que se asoma, hace su gracia y se va. Para otros lectores que se embeben del Quijote, tal profusión de historias es tan mareante como viajar por los mares del norte, entre reyes bárbaros y tormentas mitológicas. A Cervantes, en todo caso, le gustaba mucho, y si hubiera podido rematarla como quisiera, todavía más.


Miguel de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, ed. Juan Bautista Avalle-Arce, Castalia, 1984, 480 p.

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