Como diría un taurino, Tormenta de verano es una novela un tanto atacada de carnes, con bastantes más páginas de las necesarias, aunque ese es un criterio que en la época en que fue escrita (1962) no tenía la misma vigencia que ahora; ni que antes de entonces, todo sea dicho. Los manuales la consideran heredera directa del objetivismo de El Jarama, pero hay varios elementos que la separan de lo que pudiéramos llamar una panorámica ortodoxa, y otros que la hacen ciertamente importante para lo que estaba por venir.
La separan, sobre todo, el lenguaje y el punto de vista. Las novelas sin acción sólo se sostienen por la suficiencia de la prosa con que están escritas. Si El Jarama es una grata y constante sorpresa por el oído finísimo de su autor, en Tormenta de verano encontramos una lengua un poco grasienta, con el insistente vicio de los posesivos para nombrar partes del cuerpo («metió sus dedos en mi pelo»), de los clichés de novela o cine norteamericanos («déjame que te vea», dicho como fórmula de saludo, cosa que en la lengua corriente aquí no ha dicho nadie nunca, por ejemplo, o el reincidente «hum», sacado de los tebeos, por no hablar del «accioné el conmutador» para el simple gesto de encender la luz), hiatos cacofónicos como «el viento hinchaba algunas persianas», «en las huertas atardecía aún», o expresiones tan difíciles como «el té regularizaba mis jugos gástricos», «con la cabeza doblada sobre un hombro, contemplé la espalda de Elena, corta y llena», «en la ventana persistía un coágulo de claridad», «me senté a contemplar el mar, que lanzaba unas pequeñas olas muy espumosas», «la otra tenía unas cortas piernas», «nos besamos durante unos segundos, los cuerpos apretados», «el olor de su carne me puso contento», «las adelfas rojeaban el verde de la planta», «proyecté esperar un cuarto de hora más», «verifiqué los botones del pantalón», unidas a una afición por el sudor y los malos olores que permea y humedece la novela entera, supongo que a propósito: «Un penetrante olor a sudor, a tabaco, a madera mojada, se mezclaba al perfume de Elena y al aroma de su cuerpo», «en la depilada axila de Elena se mantenían unas diminutas gotas de sudor», «sudábamos mansamente. Angus se lavó en el bidet», «me quedé con el olor de ella bien dentro», «se les veían más que a las mujeres las rodajas de sudor de los sobacos en las camisas», etc., etc. Con esta prosa maloliente no es de extrañar que Juan Benet despachase las novelas de García Hortelano diciendo que sus personajes no hacían otra cosa que ponerse un whisky y darse una ducha. Menos mal. Como eran amigos, Benet no aludió al aire de ceniza fría, a la tonelada de cigarrillos que se fuman sus personajes, a veces con una rapidez inverosímil, y eso que a uno le gusta el humo en las novelas, pero no la persistente sequedad en la boca de su personaje principal…
No, la prosa por sí misma no sostiene la novela. No es que sea descuidada, sino que le falta oído musical y le sobra sebo léxico. Hay páginas enteras de diálogos que consisten en que los personajes se saludan o se cambian de sitio o se pasan a otra casa o se encienden un cigarro, y en este andar de un lado para otro sin hacer ni decir nada sustantivo se pasa el rato y uno no sabe si la sensación de hastío se transmite adrede o se consigue sin querer. Y no mejora las cosas el hecho de que una novela que emplea tan prolijamente los recursos del hablar por hablar propios del objetivismo esté contada en primera persona, lo que dificulta y no poco las exigencias técnicas, y que se empeñe en dar una visión, que es una forma suave de aludir a la novela de tesis de toda la vida. Los personajes son cuarentones con dinero que viven en una colonia privada y entretienen su spleen bebiendo como cosacos y fumando como carreteros. El protagonista está casado con una mujer que no se da cuenta de que su marido es amante de una amiga y vecina y de una prostituta pobre, un trío que sin embargo no termina de colmar sus ansias de huir de un entorno tan opresivo. Los hombres beben whisky y hablan de negocios, las mujeres preparan fiestas y toman el sol, todos y todas parlotean desustanciadamente en la veranda (palabra demasiado repetida) de sus chaletes de clase alta, y tratan al servicio y a los aldeanos del pueblecito pesquero con el suficiente desprecio como para que el lector capte la crítica social, mientras los niños, ay, van filtrando tanto desmadre en obsesiones insanas y morbosa soledad.
Y sin embargo se mueve. Y sin embargo se sostiene. Lo importante de esta novela está en que tanto cigarro hablado va llenando ese mismo retrato social sobre el cenicero de un crimen sin resolver, que finalmente no es crimen y su resolución tampoco salpica a nadie porque los señoritos no pagan por sus caprichos. Por mucho que hablemos con cierta sorna de Tormenta de verano, no nos cabe duda de que la serie Carvalho de Vázquez Montalbán parte de esta idea de montar el realismo social en el chasis de una novela policiaca. De pronto se cuelan diálogos/interrogatorio y desde el principio hay un cadáver desnudo en la playa, y todos los elementos están minuciosamente desperdigados y hay un inspector empeñado en saber la verdad. Asistimos a los inicios de un culturalismo posmoderno en el que la novela popular es la percha donde se cuelga el realismo serio, o no serio, porque esa táctica llega hasta nuestros días y ha dado ingente cantidad de novela pseudonegra de ambiente pseudosocial. Mientras Luis Martín Santos hacía un Galdós pasado por Joyce, es decir, retrataba las distintas clases y ambientes de una ciudad y ajustaba el lenguaje a cada situación, García Hortelano fundía sus entretenimientos personales, la novela negra, con sus deberes profesionales, la denuncia social. Tiempo de silencio pasó a la historia como una gran novela, pero no tuvo verdadera continuación; de Tormenta de verano llegamos a sonreírnos, pero no solo contribuyó a una prematura moda del género como excusa, sino que sembró la semilla de grandes novelas como las que poco después habría de escribir, por ejemplo, Juan Marsé. La prostituta inculta y pobre, la Angus, la res marcada en la ingle, y también el mejor personaje de la novela, está ya en la onda de lo que luego nos deslumbrará con Pijoaparte.
No sabemos qué habría dado de sí esta novela si se hubiese ajustado a las convenciones proporcionales del género policiaco que la estructura o si hubiera sido escrupuloso con el método neorrealista que la rellena. La mezcla no salió del todo bien, pero dio mucho de sí.
Juan García Hortelano, Tormenta de verano, ed. Antonio Gómez Yebra, Castalia, 1989 (=1962), 433 p.
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