Una casualidad ha hecho que vuelva a empezar la lectura de El Jarama justo el día en el que Rafael Sánchez Ferlosio habría cumplido noventa y siete años, pero de eso me he dado cuenta luego, cuando decidí dejar un denso tratado sobre Juan Sebastián Bach para leer algo más íntimo y reconfortante en una fecha para mí tan melancólica como es el 4 de diciembre. Y aproveché para meterme con la edición crítica, a cargo de Mario Crespo, que Cátedra publicó el año pasado, con cerca de dos centenares de páginas de introducción, abundante bibliografía y un total de 1993 notas a pie de página, de las que he leído resignadamente las que se correspondían con la introducción pero ha sido la propia novela, el mismo discurrir del río, el que me impide salirme cada cuatro líneas de la plácida corriente para leer una definición de diccionario. Estas líneas que escribo ahora son únicamente sobre esa introducción.
Pero aparte de cuestiones familiares y sentimentales (sus amores con Demetria Chamorro y la muerte de sus hijas, una poco después de venir al mundo, otra en la epidemia ochentera de las jeringuillas), o de datos que a mí me resultan más interesantes como su colaboración con el ingeniero turolense José Torán en los años 60, me quedo con dos cuestiones literarias y una, digamos, moral. Las primeras se refieren a aquellas novelas que Ferlosio tenía empezadas y que el torrencial éxito de El Jarama (aparte de su carácter hipercrítico) dejaron metidas para siempre en un cajón. Una era Los encinares, de la que, sugiere Crespo, el arranque sería ese relato impresionante que tantas veces he alabado y he dado a leer, Dientes, pólvora, febrero, y ahora pienso que, puesto que el relato es anterior a la redacción de El Jarama, bien pudiera ser que algún que otro fragmento de la novela, por ejemplo el monólogo del pastor, pudieran haber pertenecido a esa otra novela nonata, e incluso que muchos de los materiales allí recogidos sirvieran para decorar el mundo de los aldeanos de El Jarama o estuvieran en el germen de relatos como El reincidente, Y el corazón caliente o Carta de provincias, que tengo no solo entre lo mejor de Ferlosio sino entre lo más hermoso que yo haya leído jamás.
A la altura de 2023, cuando se publicó esta edición crítica, Ignacio Echevarría, quien poco tiempo atrás se había ocupado de reunir y editar su obra ensayística, estaba «ordenando los cuadernos barcialeos de Ferlosio», es decir, esa también mítica (en el doble sentido de narración de contenido fabuloso y de obra mitificada por los lectores de Ferlosio, ninguno de los cuales tiene que ver con lo que ahora se entiende por mítico, que no va más allá de lo vagamente memorable) Historia de las guerras barcialeas de la que El testimonio de Yarfoz no era más, parece ser, que una pequeña muestra. Claro que tampoco el Yarfoz le gustaba, en este caso porque cometió la «metedura de pata» de inventarse demasiados nombres que despistan al lector, algo en lo que, después de gozar de su lectura, quizás haya que darle la razón. Las razones por las que simplemente daba por pasable la preciosa Alfanhuí y detestaba sin paliativos El Jarama eran de otra índole que quizá comentemos aquí.
Pero la otra cuestión, la moral, es algo que Ferlosio repitió en alguna entrevista y aquí transcribe el editor:
Me da mucha vergüenza hablar de ciertas cosas. Soy muy tonto, y lo he sido más. No me gusta mi juventud, ni mi madurez. No tengo buenos recuerdos. El sentimiento de vergüenza, de ridículo, que se tiene a esa edad al recordar lo de ayer es muy fuerte.
Anota el editor que en El Jarama un personaje incide en la misma idea: «¡Pero cuánto hemos hecho el ridículo en toda nuestra vida!», y eso no tiene que ver con ninguna forma de condescendencia histórica sino con una sensación que comprenderá cualquiera que se ponga a pensar un poco en serio en su pasado, y que es de las que más me acercan a Ferlosio, de las que más hacen que me caiga tan simpático.
Pero no sólo eso. El Jarama, y esta edición crítica es buena prueba de ello, ha sido pasto de la no menos ridícula insistencia en el arte deliberado, en la escritura con plantilla, en el ingenio relojero del que Ferlosio se apartaba como de las culebras y del que, a pesar de todo, no hizo excepción con la novela. Para Ferlosio, «todo lo que encontramos de realmente feliz en una obra literaria nunca ha sido producto de invención y elaboración deliberada, sino instantánea flor de ocurrencia sobrevenida»; ítem más: «Casi siempre lo mejor de la literatura son las ocurrencias que le sobrevienen al escritor después de haberse puesto a escribir». Por eso no era Ferlosio precisamente amigo de los usos y costumbres de la crítica, porque «se falsea y se destruye cualquier cosa, simplemente nacida al tratarla como si fuera fabricada», esa crítica que no entiende cómo es posible que sin ser Ferlosio «un escritor cerebral» (sic), El Jarama sea una novela «hecha cálculo infinitesimal», en palabras del crítico Mauro Muñiz.
Es cierto, como documenta el editor a partir de los testimonios de Fernando Quiñones, quien le ayudó a pasar a limpio la novela, que Ferlosio discutía cada coma, cada preposición, que repasaba veinte veces cada frase, y que utilizó un sistema en principio extravagante pero que suele dar buenos resultados: en vez de ir incorporando el habla coloquial a la narración, fue tejiendo una narración para el habla coloquial de la que había reunido cientos de ejemplos mientras hizo la mili, en listas para las que luego creaba frases, y con ellas escenas. Es decir, que la palabra fue anterior al hecho, que el verbo se hizo carne… ¿Es eso creación deliberada? Si lo fuera, El Jarama no sería una obra maestra, y no es deliberada precisamente porque un sistema tan minucioso es otra forma de apartarse de la deliberación, de que sea el lenguaje, la palabra misma, la que vaya creando lo que ocurre, que la ocurrencia sea ajena a los manejos del autor, desde el momento en que sólo se ocupa de que aquello suene como tiene que sonar, no que signifique lo que tiene que significar. Y hace falta genio, ya lo creo, porque se necesita ser un genio para sacar tanto partido del servicio militar...
Lo que sí era producto de la deliberación es aquello en lo que casualmente, según el propio Ferlosio, vino a equivocarse. Él quería una novela «panorámica», una estampa, y por eso varias veces nombra La pradera de San Isidro, de Goya, ejemplo de estampa en la que no debería interferir ningún hecho grave, y no se cansó de repetir que la muerte de Lucita «se carga la novela», en la medida en que lo excepcional entra en el fluir de lo habitual y el caballo novelesco chapotea en las aguas mansas de la narración y arma un escándalo de mil demonios que silencia el rumor de las orillas. El problema, visto desde ahora, es si El Jarama habría sobrevivido sin la muerte de Lucita. El propio Delibes, que no dijo más que muy atinadas palabras sobre la novela, creía que esa muerte poco menos que sobraba, con el posterior atestado del juez y todo lo demás. Pero cabría preguntarse si El camino sería lo mismo sin la muerte del Tiñoso, o si el público, entonces y ahora, aceptaría una novela en la que, violentamente o en la cama, no hubiera alguna muerte que lamentar (o que celebrar).
Son simples conjeturas, pero lo cierto es que a Ferlosio le parecía fatal y que, para esa idea del objetivismo que representa El Jarama, la tragedia de Lucita era un tanto contradictoria, ¡como si la muerte por accidente no fuera algo objetivo! Lo que pasa es que Delibes, por ejemplo, tenía especial interés, y así se recoge aquí, en deslindar el objetivismo del realismo de la berza, heredero este último de una especie de naturalismo popular, de tremendismo folletinesco y moralista que vulgariza todo lo que toca.
Pero en términos de conductismo y toda esa cháchara de manual tampoco hay mucho más que decir que no sea el feliz hallazgo del procedimiento, esa forma de encadenarse a un método para crear una obra de arte. Cito con frecuencia la definición de arte, una de ellas, que dio Nietzsche, «un bailar encadenado», y El Jarama es eso, la imposibilidad de decir nada que no pueda verse u oírse. Como ya dije en otro sitio, la poesía nace de los límites, en este caso de los límites del lenguaje: «Me preocupaba», dice Ferlosio, «sobre todo la invención de las frases, el diálogo, cómo se decían las cosas más que lo que se decía». Más allá de eso, al autor le atraía, del neorrealismo, «la importancia de los 'pequeños motivos' y la 'estilización emotiva de los objetos'». Pero pocos críticos se han dado cuenta, por ejemplo, de que la primera frase del primer diálogo de la novela, «¿Me dejas que descorra la cortina?», es un endecasílabo heroico impecable, y a este le siguen, entremetidos en el diálogo y esa otra octava parte descriptiva, una porción de versos redondos, «Y en eso le doy toda la razón», «Refulgió en los estantes el vidrio vanidoso», «sus cuerpos de tortugas transparentes», «Suerte que lo dejó huérfano a tiempo», «¿Cuándo la arreglarán definitivo?», «Que lo calen a uno en algún sitio», «A ver si te reciben como aquí», «si luego no lo llevas a la práctica», etc., etc., y eso por hablar tan solo del primero de los casi cincuenta fragmentos que componen el libro, todos ellos, salvo el hermoso alejandrino, endecasílabos bien buenos, tanto del lenguaje lírico, propio de Los encinares con que Ferlosio describe el ambiente, las sillas, el río, como del habla purísima de los habituales del ventorro (no «taberna», como dice el editor), y ese otro no menos sonoro y bien ritmado de los muchachos que han ido a pasar el día. Desde luego que hay diferencia entre los dos, el lenguaje del campo y el de la ciudad, el habla «expresiva y creativa» de la venta versus el «coloquialismo impersonal» de la juventud, como destaca el editor entre las «oposiciones binarias» que, a su juicio, buen juicio en este caso, estructuran la narración. Y sí se hace mención a las dos narraciones que se enfrentan y conjugan, «una superficial, con la narración de las actitudes y los diálogos de los personajes, y otra más profunda con los elementos fundamentales, las descripciones del río y del transcurso del tiempo». Delibes, en todo caso, lo resumió a la manera de Azorín, que a su vez es la más clásica posible: «En El Jarama se hace poesía de lo vulgar».
Sin embargo no es este lenguaje esencial ni estos recursos poéticos lo que más se trata en el estudio introductorio; comparado con otros asuntos, casi incluso como de pasada, y a veces con contradicciones como decir, en la página 134, que «en las partes descriptivas predomina el pretérito indefinido» y, en la 135, que «en las descripciones, vacías de personajes y con un innecesario tiempo propiamente narrativo, predomina el imperfecto». ¿En qué quedamos? Y todo por no hablar del uso flaubertiano que hace Ferlosio del imperfecto, o de su celo en distinguir las acciones que ocurren (u ocurrieron) de las que transcurren (o transcurrían). Aunque quizá lo más llamativo sea el poco caso que se hace a los recursos del habla, por más que luego, en el cuerpo de la novela, se anoten profusamente los giros y las locuciones. El mero hecho de que ni siquiera se cite a Werner Beinhauer, el primer gran estudioso de estos temas en El Jarama, ya da idea de la importancia que el editor les da.
A lo que sí se le da importancia, y muchas más páginas de las necesarias, es a la matraca historicista que empezó con la misma publicación de la novela y ha seguido hasta la fecha. Los dos lenguajes, las dos generaciones, se convierten, por ejemplo, según el facundo y amainerado Jordi Gracia en dos grupos de personajes, «los primeros abrumados por su pasado y los segundos anquilosados en un presente sin más porvenir que envejecer y morir», y son pocas las páginas en las que no aparezca el odioso adjetivo 'anodino' para referirse a los personajes, sus vidas, sus diálogos, sus existencias, como si unos muchachos trabajadores de aquella época, o de cualquier otra, tuvieran que emplear los domingos en discutir sobre Jean Paul Sartre o conspirar contra el gobierno. Esta manía compasiva nace del señoritismo con mala conciencia (Gil de Biedma dixit) que no veía más que a seres desgraciados a su alrededor. Y no: si algo se disfruta de El Jarama es cómo el propio lenguaje redime a sus hablantes de los infortunios que les ha tocado vivir, y de los que no tienen por qué fustigarse permanentemente, y menos si son jóvenes y tienen el día libre. No son más anodinas las conversaciones de El Jarama de lo que puedan serlo en cualquier década y en cualquier río, piscina, playa o pantano, desde entonces hasta ahora, y para comprobarlo basta con sentarse en cualquier terraza y ponerse a escuchar. Otra cosa es si Ferlosio veía en el habla de su generación una forma de degradación del espléndido castellano de los viejos aldeanos, sobre todo del pastor, que pululan por la novela. Yo mismo no sé valorar el castellano de las generaciones jóvenes actuales, y cuando leo Lectura fácil, de Cristina Morales (interesantísima novela) añoro la lengua de mis padres, que es la de la generación de los jóvenes que se bañan en las aguas del Jarama. Nada de lo cual, en medio de la prédica politizante de tanto crítico severo, se aborda en los estudios al uso de la obra maestra de Ferlosio. Hay una presuntuosidad redentora en esta forma de juzgar a los personajes, gente corriente como la de toda la vida, porque la crítica, y esta edición que comentamos no la contradice, juzga a los ciudadanos representados en la novela, pobres víctimas de ideas superiores, cuando debería limitarse a lo que hace Ferlosio: escucharlos, oír la poesía que sale de sus labios, la fatalidad vencida por sus propias ganas de vivir, no sermoneada por los dictámenes de la crítica santurrona.
Decía Marsé (y aquí se cita), que «El Jarama ha agotado el sistema objetivo hasta el punto de hacerlo irrepetible». Es verdad que tuvo mucho imitador, y también que los panegíricos profesorales provocaron lo que, por ejemplo, le dijo a Ferlosio Demetria Chamorro, con quien conviviría muchos años, el día que se conocieron, que El Jarama le parecía un tostón. «Luego la leí y me encantó», ha dicho, y así le ha sucedido a mucho lector que no tenía ganas de calzarse los culos de vaso de los dogmas críticos y sí de pasar un buen rato. Lo que queda de El Jarama, o podría quedar, es el método, esa arqueología del presente que le llevó a rescatar las distintas formas de habla de su época, separadas por entornos y generaciones, el habla vieja del campo y el habla joven de la ciudad. Y queda la posibilidad del encadenamiento a una forma de narrar en la que el narrador no explica ni aclara ni recuerda, que se limita a mostrar, y que no es exactamente lo que pudiéramos llamar escritura cinematográfica, siempre, y cada día más, esclava de los tópicos y las reacciones, y aun así hay que ver lo bien que suenan esas películas de actores naturales en las que el director deja que fluya el habla cotidiana de la gente. Claro que faltaría en sus palabras el aliento con el que Ferlosio les da vida, esos versos que se dicen sin querer…
Rafael Sánchez Ferlosio, El Jarama, ed. Mario Crespo, Cátedra, 2023, 758 p.
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